Desde un sentimiento artístico de la pérdida se analiza aquí el último volumen de la autora chilena, un libro de versos sin duda capital para la nueva generación de literatos nacionales, y el cual se divide a su vez en tres partes temáticas, las que se fusionan en un todo con el propósito de construir un «ethos» inconfundible de esta voz lírica: la belleza de la carencia.
Por Víctor Campos
Publicado el 6.1.2020
“Yo en la PROsA de tu libro /en el Barco de los Muertos /entre volúmenes huecos /mi cuerpo/grafía /a otro páramo /descargando letras /huesos H U E C O S”.
Arturo Carrera
Hace ya tres años se publicó, bajo la editorial Libros del Pez Espiral, la obra Estética del tajo de Florencia Smiths (San Antonio, 1976). Este conjunto comprende la reunión de los tres primeros libros de poesía entregados por la autora: El margen del cuerpo (Fuga, 2008), La ciudad no (Economías de Guerra, 2009) y La velocidad de la caída (Ediciones Inubicalistas, 2015). Tres poemarios que aquí presentados nos ofrecen, a su vez, tres maneras de escritura: canales que, separados, llegan a aunarse en retórica. Angustia por el borde de la hoja, el margen permanente del lenguaje, el miedo posado en las ramas de las letras; todas zonas de contacto de una grafía que se refleja a sí misma (y que por ello requiere de sí para ser).
El libro se abre con El margen del cuerpo. La presencia del límite yace tallada desde ya. Nos enfrentamos en un momento primero a una redacción en prosa, mas que por breves avistamientos permite la aparición de pequeños conjuntos de versos. La prosa avanza construyendo la experiencia de un tercero, un tercero que podría ser la misma hablante y que en un acto de despersonalización y perspectiva, ha decidido referirse a sí de tal modo: “no conoce la invención en la escritura, mas sabe de sobra todo lo del placer”. Enunciar el yo sería involucración y pérdida de redactar (y distanciar) su experiencia, ya que se toparía en el ejercicio de siempre estar dictándola, creándola para nosotros –lectores- eternamente. Así, una voz narradora, en apariencia lejana y sin caracteres definibles, que enuncie la experiencia de aquella, será estrategia necesaria para asumir la inseguridad, el miedo acechante ante la acción deliberada de portar un lápiz y enfrentar la hoja blanca.
Conforme las páginas continúan, se nos dibujan ciertos preceptos. El lenguaje preexiste a la experiencia del poeta, sin embargo, dicha experiencia posee intención de utilizar un determinado lenguaje. Estamos frente a un círculo vicioso que indetermina origen y cierre de dicha dinámica que El margen del cuerpo piensa y realiza como toda una poética. Entonces, cuando la voz enuncia: “de pronto se encontró con las palabras”, nos habla de ese encuentro fortuito que no guarda antecedentes evidentes, pero que no supone ninguna relación de poder de un algo por sobre algún otro. Hay, más bien, una convivencia difusa que a veces ignora sus propias normas, que a veces una de sus partes teme por la otra o es escéptica de aquella otra: “se atreve a buscar, pero sabe que ese gesto no generará la rebelión, que ese acto no conducirá a ningún acierto”.
Se trataría, entre tantos otros dilemas presentes, de volver a conjugar el peligro, una materia prima del canto. El peligro provoca el miedo, y como escribiera la poeta argentina Mirta Rosenberg parafraseando a Hobbes: “la pasión más grande / de mi vida / ha sido el miedo”. Pero, ¿qué motiva realmente esa búsqueda de sustancia originaria? Responde la hablante de El margen del cuerpo: “Ahora cuando se enfrenta al espejo abandona toda reflexión, deja la espera de las palabras a un lado para que sobrevenga el peligro. Porque quiere verlas anónimas en su frente, rasgadas en las sienes, no es otra que la de las noches solitarias, hurgando en un papel que no entiende por qué le sacan palabras a punta de tanto decir”. Más que un ejercicio de poesía refleja, o de lingüística refleja, estamos frente a una meta-escritura en todo su rigor que, ajena al verso, busca recuperar este último modo por medio de la prosa y su posibilidad de meditación abierta.
La hoja se torna el escenario del regreso difuminado de un vidente, la hoja se torna aquel campo de batalla de las letras en donde cada una de ellas avanza insegura, temiendo no dar un ancho suficiente. La voz que las dicta es una especie de Rimbaud cansino que luego de tocar el trabajo cotidiano –su certeza terrenal- retorna anónimo a Francia a sus 37 años a morir, trayendo únicamente consigo el fracaso de tocar la vida mundana.
Por el temor al yo que desde su enunciación crea, por temor a esa responsabilidad, el hablante se terceriza. Hay una distancia irreparable. Entonces, quien enuncia vaga en la superficie de la hoja buscando las palabras o a veces esperando que ellas le encuentren: “escribiendo acude a la superficie”.
Dicha tensión constante está manipulada por la escisión. La redacción es dirigida por la acción del corte frecuente. La voz sentencia: “el desparpajo de un cuerpo”, “mientras su cuerpo se ha ido desplegando y ha ocupado el circuito que desde el arrojo conoció”, “el ruido cortado que infunde el lápiz”, “un lápiz navaja”. Tajo como estética de lo incompleto, de lo irrecuperable incluso en la reflexión sobre su imposibilidad; escisión del cuerpo como movimientos intermitentes; retazos como moldes de una escritura ya ocurrida y perpetuada: “porque si tan solo le enseñasen a hablar de nuevo (…) Tuvo que educarse para combatir esa dual desidia, doble batalla de elegirse opuesta y correr el riesgo de suspender –acaso siempre- la otra mitad”. Dirá luego: “-aunque sabe que solo hay fragmentos y que en ese esquema hay un control que esconde manías y piezas que faltan-. Se torna pasiva observando retazos de todas las noches…”. Se construye así una hablante cercana a la rendición, a esa aludida pasividad que solo otorga un lenguaje, sin viceversas.
El segundo poemario que compone la seria se titula La ciudad no. De escritura mucho más convulsa, pone en prosa los versos con su necesaria escisión formal: hablamos de una prosa quebrada. Encontramos aquí retazos alimentados por el habla cotidiana que posee la urbe, o que al menos se lo evoca. Conformado por tres textos que no exceden las tres páginas, exhibe a un hablante que apela con frecuencia a un tú y que construye de modo verbal las raíces de cemento que recrean el escenario de la ciudad, siempre desde su negación: “de esta ciudad no ciudad / vigilada por los otros / ocupada por los otros / que no somos”. La negación es designio de la ciudad, la anulación de cualquier identidad posible desde su afirmación. La aparición latente de la pérdida permite articular un eje conector con el anterior escrito. Allí donde la voz sentencia: “no sé cantarme la duda” o “no sé hablar cuando tengo la lengua rota”, deja espacio a la escisión y a lo irreparable, sumiendo a la hablante en implacables ignorancias.
Finalmente, Estética del tajo nos ofrece La velocidad de la caída que es el tercer poemario que conforma esta entrega recopilatoria. Si bien persiste una atmósfera de vaciedad por lo incompleto de la labor escritora (asolada siempre por el miedo y sus congéneres cercanos), ya la grafía se enmarca en cauce de versos. Conciencia por sobre la intranquilidad otorga el ritmo de este modo, distanciándose de anteriores temples pese a que aún persisten:
“no conocía otro recurso
más que hilar las suposiciones
y tejer con cautela la malla
que la recibiera pie abajo en la cornisa”.
Ya no es la manera oblicua que sí permitía la prosa. Hay aquí aparición de acciones que posadas se baten entre la carencia propia de la voz y su única certeza de existencia:
“Me dices que mueva la boca y diga lo que
tengo para contar
a pesar que de todo carezco”.
Es aquel espíritu post, cansino y rendido que por parte otra -en su misma escisión- debe enfrentar a su doble, a aquel hilo de vida que aún la alimenta:
“Ha de mutilar los nombres que se prohíbe decir
por no tropezar
en la cobardía malsana de la omisión
así llamar una y otra vez hasta convencerse
de que al otro lado
alguien contesta y no es su voz”.
Dicho enfrentamiento es anulación de sentidos, ya no desajuste ni tentativa. Siempre imperará la rendición ante lo que no se conoce:
“Su lengua que entonces se deslizaba
por ciertos objetos de fascinación
ahora está atrofiada de tanto lamer
no sabe sonar
sino apenas retomar esa mímica enferma
que la avergüenza cuando funciona”.
“Ya no sé cómo contar ni con qué idioma
me digo partir
no tengo lengua que ya toda está atrofiada…”.
El sentido así se atrofia y pierde sensibilidad. Solo queda ejecutar una escritura de un silencio, mas que de manera preclara emule aún una respiración en reposo:
“Y volverte un ejercicio
de desaparición”.
Entonces, versos que se asumen como escombros, vaciados de toda sorpresa u ornamentación si no que más bien ofrecidos desnudos para la inocencia del lector: la poesía ya no puede residir hoy en la abundancia, quizá solo podría yacer en los restos de lo que alguna vez fue (“restos que se alimentan de restos”, diría Lihn), recordándose desde los temores iniciáticos de la acción que implica una hoja en blanco, el lápiz y su tinta.
Los ejercicios de una poética por naturaleza desmontada, arrancada de todo telón de fondo, de todo velo que la cubra, se nos presentan erigidos a lo largo de Estética del tajo. La escritura en su despojo semi-total solo es reflejo de sí misma, auto-subsistiendo hasta que la (su) materia muerta se acabe.
Hay el hallazgo de una poética desde la rearticulación, de la hablante abolida volviendo a recordar –con temor- cómo se amanecía, cómo se enunciaba, cómo se creaba. Así, la grafía dotada de espíritu primigenio, se bate entre un límite agotado y la recreación. En otros términos, tenemos que la escritura en Smiths es un perpetuo sacrificio, puesto que siempre implicará pérdida: “después de tanta palabra, de tanta hazaña, tender el cuerpo en una cama de cenizas”.
También puedes leer:
–«Estética del tajo», de Florencia Smiths: La épica de una identidad.
Víctor Campos (Iquique, 1999) es estudiante de segundo año en la carrera de pedagogía en castellano y comunicación con mención en literatura hispanoamericana en la Pontificia Universidad Católica de Valparaíso. Fue partícipe en el Taller de Poesía de La Sebastiana, a cargo de los poetas Ismael Gavilán y Sergio Muñoz realizado el año 2018. Actualmente cursa el Diplomado de Poesía Universal de la ya mencionada universidad y es ayudante del proyecto «Poéticas postdictatoriales. Memoria y neoliberalismo en el Cono Sur: Chile y Argentina», dirigido por el doctor Claudio Guerrero.
Crédito de la imagen destacada: Libros del Pez Espiral.