Icono del sitio Cine y Literatura

[Extracto] «Viaje adentro»: La escritura como un proceso interior

Litoraltura Ediciones acaba de lanzar este volumen —subtitulado «Diálogo sobre la realidad, la ilusión y la literatura»— y el cual es un debate acerca de los gajes del oficio narrativo y poético y de los vericuetos de la creación en torno a la palabra, suscitado entre el ya maduro novelista chileno de la generación de los 80 (Juan Mihovilovich), y el todavía treintañero autor y académico talquino (Luis Herrera). [Nota de la Redacción]

Por Luis Herrera y Juan Mihovilovich

Publicado el 31.12.2020

Juan Mihovilovich: El ser literario, ¿qué es el ser literario? ¿Dónde se ubica? ¿Nace o se hace?

“No sé de ningún escritor que no haya nacido”, ironizaba Borges, cuando se le preguntaba sobre qué era primero, si el huevo o la gallina. Escribir sobre el presente a la manera de Coetzee que, sí, indudablemente es un gran escritor. Pienso en Esperando a los bárbaros o en Desgracia y asumo que sus tortuosos personajes de una Sudáfrica lejana y perdida son la vida misma, el presente único y definitivo.

Pero luego, cuando converso el tema con terceros me entra la duda: ¿qué es el presente para un escritor y qué el pasado si al fin de cuentas lo que va quedando es solamente un libro, su obra, su manifiesto? ¿Y un libro no es acaso el escritor? Y entonces, ¿cómo separo la paja del trigo? El libro es pasado, presente y futuro: la obra carece de tiempos parcelados.

La novela nos narra el mundo completo en 100 páginas y se abre al lector hace 100 años como ahora o dentro de otros 100. Dostoievski aparece en mi mundo personal cada vez que quiero o necesito. Kafka está vivo más allá del retrato que cuelga en una pared de esta pieza y me habla si hurgo entre sus páginas como si me dijera al oído, “no temas, la muerte no existe: aquí estoy contigo a pesar de haber partido.”

Y entonces releo El proceso y camino entre los infinitos expedientes de un tribunal que no termina nunca como si todos sus pasillos fueran recovecos invisibles que aparecen tocados por mi lectura. Y veo a sus personajes ensimismados, dolientes y dolidos de haber tenido un padre y me miran como si me reconocieran.

Podría asumir que son fantasmas, que sus figuras espectrales se esmeran en sacudir mi endeble imaginación y que si fuerzo la vista puedo traerlos hasta Curepto o descubrirlos en Puerto Cisnes, en cualquiera de esos edificios públicos donde la sospechosa magia de internet los ha relegado a una oficina póstuma e intentan saber quiénes son, mientras pulsan sin cesar el mouse buscando retratos de seres inexistentes.

Y entonces, me repito, ¿dónde está la sucesión temporal que nos va matando a diario sin percatarnos de nada? La literatura nos previene del cáncer del olvido. Asociados a una ficción emulamos a la creación y la creación nos da palmaditas en la espalda para que soportemos de mejor manera nuestra anticipada decrepitud.

¿Para qué escribimos o por qué escribimos? ¿Qué pretendemos con deletrear a duras penas el universo que sentimos o el minúsculo ser que somos? Si no hubiera poesía no habría trascendencia: el acto de trascender, me parece, está en el hecho de ver y sentir que la poesía es la vida misma, una suerte de colibrí o una luciérnaga transformados en seres vivos por nuestra débil y poderosa imaginación.

Un amigo me decía hace poco, cómo describir un árbol o una planta, de qué manera poner en palabras lo innecesario. La palabra adjetiva o esclaviza. La palabra decreta y ordena. Muere y mata. La palabra, sin embargo, es, sobre todo, vida.

Y por la palabra descubrimos que hay silencios imprescindibles, los silencios que nos hablan entre líneas. Un escritor quizás sea tal cuando insinúa más que cuando dice, cuando reflexiona con la pausa o habla en un murmullo.

Y la secreta complicidad de quien lo lee interpreta aquello no dicho como algo susceptible de ser descubierto, porque él también requiere del mutismo y porque el individuo nunca es más grande que cuando está en silencio. Luego su lectura es la que importa.

Si ya nuestro interior se vació en la hoja en blanco, si dejamos por horas, días, semanas o meses aquello que nos persiguió como una sombra y se tradujo finalmente en una frase que a veces no entendemos, si está allí plasmada como si fuera la expresión sublime de un sencillo sacudón del alma, entonces, quizás haya valido la pena.

Que sea biografía, bien. Que sea un relato delirante, bien. No hay recetas para desembarazarnos del pesado fardo interior que alguien reclama para alivianarnos un día la carga. El “otro” siempre nos espera.

Y nosotros tendemos puentes invisibles para acercarnos y darnos a conocer en sus ojos extraviados, nuestros propios ojos, al fin.

*

Luis Herrera: En literatura nunca decir lo importante, quizás la clave para distinguir a un mal escritor de un buen escritor. ¿En qué se trabaja? No lo tengo muy claro y no sé si era muy consciente de hacerlo cuando publiqué mis libros, pero ahora lo que tengo muy en cuenta es que en literatura uno trabaja sobre el símbolo y no sobre “lo representado” aquello importante.

De tal manera que la calidad a la que se apunta desde la perspectiva artística radica en cómo generar un símbolo que no explicite lo representado, pero me parece esencial que logre la simpleza de poder guiar, sugerir, insinuar con fuerza “lo representado”.

Y lo último me parece esencial: lograr la simpleza de insinuar “lo representado”, sobre todo cuando vemos tanta poesía actual que rebusca “lo difícil” para sonar “complejo” y “profundo”, pero ¿qué insinúa en plenitud ese símbolo?

A veces creo que la poesía que quiere ser encriptada, peca de “intelectualoide” con un gran vacío al fondo y no puede sobrevivir más allá del recital poético en que lo fonético y lo pintoso es el salvavidas. Con esto no digo que un poema no pueda ser sólo sonoridad, lo cual me parece muy interesante, pero hasta esa intención se transforma en “lo representado” y toma su valor.

Por consiguiente, esculpir el símbolo sin hacer evidente, pero sí sugerente, lo que se desea representar es fundamental.

Ahora bien, si “lo representado” refiere al pasado de la vida propia (pues se está recurriendo a la memoria y la realidad, porque la imaginación escasea, por ejemplo) y además se está recurriendo a dichos sitios con el propósito de revelar las luces de las circunstancias actuales, la construcción de ese símbolo literario requerirá una profunda reflexión (me da la impresión que estoy hablando como si supiera, por favor, todo esto que expreso lleva un “creo”, “aló, probando”, en la marcha).

¿Qué quiero representar? ¿Qué quiero construir? ¿Cuál es el símbolo? Prefiguro un sistema de investigación narrativa e histórica, concentrada en mi microcontexto. Escogiendo determinados hechos que no he podido obviar u olvidar en mi interior, los iré narrando de la manera menos prejuiciada posible hasta el presente a ver si se desvelan, sin explicitarlas, las conexiones, amarres y causas que han ido conformando quién soy y mi experiencia, misterio tal que configura “lo representado”.

¿Es literatura? ¿Abandono el estilo literario y describo como proponía Flaubert, casi como un informe judicial? Da lo mismo la categorización. En la lectura del lector es literatura o quizás podrá conceptualizarlo así. Y si no, no. Creo que ya superé la etapa en que toda escritura era un concurso literario.

En suma, si lo escrito busca la susceptibilidad de ser leído, doble tarea: el proceso de descubrimiento propuesto por el escritor y el proceso de descubrimiento en complicidad del lector. ¿Cómo lograr una complicidad auténtica y honesta? ¿Cómo lograr que el lector se identifique o empatice?

Podemos ser muy metaliterarios, profundos e intrincados en una narración “elevada”, pero esto es simple: hay que enganchar al lector. Capturarlo. Seducirlo o lograr cruzar ese umbral en que el lector ya no abandonará el libro, no sólo por el autocompromiso de terminarlo (supongo que no es sólo algo que me pase a mí, la idea de si tomo un libro lo debo terminar de leer, aunque no me guste).

Eso trae consigo la idea tramposa que se debe pensar en el lector al escribir. De pronto se me abre la idea de un círculo vicioso: no escribir pensando en el lector como axioma de honestidad y autenticidad, pero desde el valor literario también lograr ciertas maniobras que permitan enganchar a un lector.

¿Al escribir queremos comunicar? ¿O sólo expresar? ¿Hay un receptor en la creación literaria?

Tengo la impresión que pareciera que me ahogo en un vaso de agua. Sin embargo, no es así. Sólo despliego sobre la mesa las distintas opciones que están presentes a la hora de escribir. Probablemente con tu experiencia ya has definido de mejor manera los caminos que se abren a partir de estas mismas preguntas, encontrando tu propio modo de crear.

También es cierto que llevo mucho tiempo sin escribir narrativa, que es el “género” que me genera estas reflexiones, pues sí he escrito bastante poesía y “el modo” creo que, en mi caso, es completamente diferente.

Para la poesía suelo entregarme de una forma distinta a la inspiración, entrando en un estado de más silencio y automatismo. Tratando de percibir el relámpago y jugando con él. Aunque en narrativa también está presente ese relámpago, lo que la luz hace es abrir un momento de paciencia y de planificación. De masticar y digerir primero.

Es decir, al escribir poesía, tiendo a soltar la mano y expresar las imágenes tal como van surgiendo para la concreción de ese símbolo. ¿Cuándo pienso en el lector? Siempre y cuando decido que esa poesía podría ser leída por otro, entrando al momento de la corrección.

En narrativa, en cambio, si bien la corrección es clave, es en el mismo instante de la creación que se van cruzando y jugando entre sí lo que quiero para mí y lo que quisiera para un hipotético lector, sin transar ni traicionar la honestidad de lo que requiero esculpir.

 

***

Juan Mihovilovich Hernández (Punta Arenas, 1951) es un importante autor chileno de la generación literaria de los 80, nacido en la zona austral de Magallanes. Entre sus obras destacan las novelas Útero (Zuramerica, 2020), Yo mi hermano (Lom, 2015), Grados de referencia (Lom, 2011) y El contagio de la locura (Lom, 2006, y semifinalista del prestigioso Premio Herralde en España, el año anterior).

De profesión abogado, se desempeña también como juez de la República en la localidad de Puerto Cisnes, en la Región de Aysén. Asimismo, es miembro correspondiente de la Academia Chilena de la Lengua y redactor estable del Diario Cine y Literatura.

 

Luis Herrera Vásquez (1981) es licenciado en educación, magíster en docencia universitaria y diplomado en lingüística aplicada.

Actualmente es estudiante de doctorado en la Universitat Oberta de Catalunya, profesor de español en «Dímelo Hablando en Español» y editor en Litoraltura Ediciones.

Ha publicado los libros La lámpara de Kafka & otros cuentosCultura, educación, lenguaje, además del Diccionario de neologismos, disfemismos y locuciones usuales.

Tiene publicaciones científicas en el ámbito de la educación, la literatura y la lingüística. También ha sido evaluador de proyectos Fondecyt y de artículos en revistas especializadas.

 

«Viaje adentro», de Juan Mihovilovich y Luis Herrera (Litoraltura Ediciones, 2020)

 

 

Juan Mihovilovich y Luis Herrera

 

 

Imagen destacada: Luis Herrera y Juan Mihovilovich.

Salir de la versión móvil