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«Fuego, ira y ceniza»: La llama intemporal de la esperanza

Una crónica que en el contexto de lucha política y de crisis social por el cual transita el Chile actual, recorre esos momentos de trascendencia histórica que parecieron torcer las derrotas y fracasos de un pueblo y de un continente, en el anhelo por ser el dueño soberano de su destino imposible.

Por Edmundo Moure

Publicado el 22.11.2019

 

«Ningún hombre es una Isla,
Entero en sí mismo; todo hombre
Es un pedazo del Continente,
Una parte de Tierra Firme; si
El Mar se llevara un Terrón,
Europa perdería un Promontorio
Como si se llevaran la Casa
De sus amigos o la tuya propia.
La Muerte de cualquier hombre me disminuye
Porque soy parte de la Humanidad; y
Por eso nunca procures saber
Por quién doblan las campanas:
Doblan por ti».
John Donne (1573-1631)

Mi generación nació en los albores de la II Guerra Mundial. Somos hijos de muchas hogueras y de terribles holocaustos. No obstante, aprendimos muy temprano, por boca memoriosa de los ancestros de la Galicia remota, que el espacio sagrado en donde se guarda el fuego se llama hogar, o lareira… Cuando había que conservarlo, como el mayor de los tesoros surgidos de las tinieblas, las benefactoras brasas se cautelaban durante todo el año. El último día de aquel ciclo, a medianoche, se las dejaba extinguir y las cenizas eran arrojadas sobre el campo, en señal unívoca de muerte y resurrección. Y se volvía a encender la nueva lumbre, con la promesa de doce meses venturosos. Si, por alguna razón, se apagaba antes de tiempo, la desgracia caía sobre la casa-hogar, en la forma mustia de la ceniza, metáfora ancestral de la desdicha humana que conlleva toda aniquilación.

Pero el fuego ardía también en nosotros. Temprano escuchamos al poeta que nos decía: “No es el hombre lo que me maravilla, sino el fuego que devora al hombre”. Queríamos aprehender esas llamas y atesorarlas en el arca del corazón. Las brisas que las avivaban eran las ideas. Había que cambiar el mundo con ellas, y éramos los elegidos para esa tarea, por convicción íntima, nacida de la voluntad de entregarnos a la incipiente lucha revolucionaria. Desde un modesto barrio, al sur de Santiago de Chile, en las calles de una república joven que entendíamos como “ejemplar democracia”, según se nos enseñaba en la clase de Historia, íbamos a derribar los odiosos poderes de la plutocracia. Era posible. Bastaba con que nos uniéramos, conjurados bajo la luz de generosos ideales, hermanos en la común batalla liberadora.

Teníamos dieciocho años en el despertar de 1959. Por la radio nos enteramos, a eso del mediodía, de la victoria de Fidel, Camilo y el Che, del desplome del tirano Batista y de su vergonzosa y consiguiente huida a Miami, donde el Gobierno del Imperio de las Estrellas le recibía como huésped dilecto, al igual que lo hiciera con otros sátrapas de nuestras repúblicas bananeras del Caribe; también con tiranos engendrados en países de más al sur, entre quienes nos jurábamos demócratas, herederos de Miranda, Lastarria, Bilbao, Martí, Rodó e Ingenieros…

Celebramos el histórico triunfo cubano, con familiares y amigos del barrio, dentro de nuestras coléricas cofradías. Íbamos a cambiar la Historia, codo a codo con aquellos sucios barbudos de la sierra y de la selva. Nada ni nadie podría detener el proceso de transformación inminente. Las añosas estructuras no podrían eludir su derrumbe.

El fuego incubaba entre nosotros su tiempo y su ira.

Éramos jóvenes llenos de ideales. Nos apasionaba la política, porque veíamos en ella, más que una simple estrategia de lucha por el poder, un medio posible de crear un mundo mejor. El socialismo marxista, la social democracia europea y el social-cristianismo de Maritain eran vías abiertas, caminos para encauzar las diversas corrientes de pensamiento filosófico, en detrimento del credo ramplón del libre mercado, regulador “natural” de la vida humana, que representaba el viejo capitalismo de cuatro siglos, opresor e injusto, sustentador –sobre todo en nuestro continente- de las peores tiranías, culpable de crímenes de lesa humanidad, del genocidio de los pueblos originarios y del hambre de millones de seres.

La noche del domingo 4 de septiembre de 1970, arribamos a casa, con algunos compañeros de militancia, cargados de banderas, celebrando a gritos la victoria en las urnas de Salvador Allende. Mi padre gallego, emigrante, hijo apasionado de la República Española, estaba frente a la verja, los brazos sobre el tórax y una mirada que encendía de preocupación sus ojos azules.

-“¡Ganamos!”– grité, palmoteándole… -“Aún no hemos ganado nada- retrucó, porque desde este momento las fuerzas reaccionarias se confabularán para impedir que Allende gobierne. Se avecinan días terribles”- Cerró la puerta. A través de la ventana observé su silueta. Había abierto un libro. Quizá buscaba también una respuesta que no fuera la tragedia de otro pueblo avasallado por sus opresores.

Pensé que él estaba equivocado, que en Chile no ocurriría lo de España. Mil días más tarde, Allende se despidió para siempre de las grandes alamedas y pereció, en medio del humo y la metralla, en la feroz asonada militar del 11 de septiembre de 1973 contra la República, simbolizada en su Casa de La Moneda, habitación de los presidentes democráticos de Chile, bombardeada sin piedad por criminales facciosos. Una vez más, la artera ceniza parecía ahogar todo ardor propiciatorio.

Pese a ello, continuamos acariciando los sueños del fuego liberador; los alentamos durante un cuarto de siglo, hasta que los sentimos  desplomarse, bajo el peso de nuestros propios errores y de la garra ávida del enemigo, con la caída del socialismo de estado, y con otras decepciones íntimas en la pequeña patria. Antes, habíamos presenciado la muerte del Che –abandonado de sus antiguos camaradas-, y la desaparición de otros combatientes heroicos, en medio de la utopía del fusil justiciero y de la redención campesina.

Sólo China parecía sobrevivir, exhibiendo la asombrosa capacidad de adaptación de sus mandarines, vueltos comisarios políticos, de astuto doble discurso y acción sibilina, incólumes en su inmenso reino de mil trescientos millones, hábiles para copiar la mejor tecnología de Occidente, mejorarla y producirla a bajísimo costo (una revancha sutil, quizás, de la depredación ocasionada en su ancestral imperio por las potencias occidentales, en tiempos de su refinada civilización, para apropiarse de la pólvora, el papel, la tinta, la brújula, los lentes ópticos, y otros cien prodigios del saber humano).

Fidel envejeció, como los patriarcas otoñales de palacio que recrea el realismo mágico, sofocado en los estertores de su propio anhelo mesiánico. Cuba sobrevive, bajo un bloqueo de medio siglo, que ningún otro país nuestro hubiera podido resistir, pero es un pobre consuelo ante el esfuerzo contumaz de su pueblo digno y solidario. Hoy se espera también su definitivo derrumbe, para que el Imperio entre a saco en la isla y reponga los alegres y lujosos casinos de los 50.

Concebir un sistema social más justo y equitativo, que no se mueva según las leyes de la oferta y la demanda, que desestime la codicia como regla de oro para los móviles humanos, que condene y proscriba la avaricia, anatematizada por todas las grandes religiones, parece en nuestros días una intención utópica, fuera de la realidad, propósito tan descabellado e incierto como preconizar revoluciones armadas. Se colegiría, entonces, que el ser humano no puede ser mejor de lo que es y que los ilusos que porfíen lo contrario deben ser apartados del fluir imparable del progreso tecnológico, nueva panacea vertiginosa que sólo permite medrar a los más astutos.

Puede que nos hayamos vuelto extemporáneos, porque cada cultura tiene sus propios dioses y cada generación sus códigos para entender el mundo, y los nuestros fueron ya borrados de los altares y proscritos de los libros de texto.

¿Qué nos queda hoy? La respuesta rotunda y totalitaria de la globalización real y virtual: la productividad a todo trance del capitalismo salvaje, hecha filosofía planetaria de vida circense y de muerte ecológica del planeta. Un solo guía, un solo sistema.

El principal móvil humano parece ser la ambición devenida en avaricia, el deseo sin pausa de poseer, que la subcultura de hoy exacerba a través de los medios de información, dominados de manera casi incontrarrestable por las grandes corporaciones, adversarios sin rostro ni nacionalidad, como el señor del castillo de Kafka, amo anónimo de individuos numerados que le sirven y veneran.

Ya ni siquiera debemos preocuparnos por la vida futura. Los vicarios y administradores de Dios, que hace dos milenios crucificaron a Cristo, parecen preteridos por una sociedad que relegó el espíritu religioso a inútil ejercicio convencional, porque la felicidad, o se obtiene aquí o no se logra jamás. Y los que aún pretenden llevar una vida religiosa más o menos fundamentalista o sostener a viva fuerza sus teocracias –algunos pueblos musulmanes- son atacados en dos frentes: como terroristas, agentes perversos del caos, o como potenciales clientes para integrarse al sistema del american way of life, que los corroerá por dentro, tarde o temprano, bajo su inevitable marea.

Este proceso disgregador lo estamos apreciando en Chile, en su magnitud devastadora, desde hace un largo mes de manifestaciones, protestas, violencia militar y policial, saqueos e incendios vandálicos, junto a la inoperancia del gobierno derechista y de toda la clase política, incapaz de articular los medios para conjurar una crisis que se ahonda y esparce como un incendio sin tregua.

Quizá por eso, a cuarenta y seis años de la tragedia que se abatió sobre la patria, organizada y ejecutada por quienes se mimetizan hoy bajo nuevos disfraces de hipocresía, toda esta especie de trasnochada farándula de tribunos del 900 nos resulte vacua, sin sentido, salvo para los prevaricadores del poder, cuyo discurso se hace único y homogéneo, como si se cumpliera el verso-arenga de Nicanor Parra: “La Izquierda y la Derecha unidas, jamás serán vencidas”. Quizá lo más penoso sea la perversa conjunción de intereses para aplacar la crisis, sin llegar a las soluciones esenciales que reclama la ciudadanía, sin arriesgar cambios estructurales.

Para algunos de nosotros, la literatura y otras artes seguirán siendo cálido refugio –lo han sido ya en tantas derrotas y fracasos-, uno de los escasos reinos que pueden cobijar aún a la inmensa minoría de desterrados a la que pertenecemos, tú y yo, nunca rendidos, fieles al fuego, a la sangre y a la memoria, cobijados en esta casa reconstruida sobre “la triste ceniza que yace y duerme en el olvido”.

El hálito del fuego continuará latiendo, entre las brasas que preservamos para que otros, los jóvenes que hoy desafían las balas e increpan a la milicia prepotente puedan avivar, sin pausa, la llama intemporal de la esperanza.

 

Edmundo Rafael Moure Rojas nació en Santiago de Chile, en febrero de 1941. Hijo de padre gallego y de madre chilena, conoció a temprana edad el sabor de los libros, se familiarizó con la poesía española y la literatura gallega en la lengua campesina y marinera de Galicia, en la cual su abuela Elena le narraba viejas historias de la aldea remota. Fue presidente de la Sociedad de Escritores de Chile (Sech) en 1989, y director cultural de Lar Gallego desde 1994. Contador de profesión y escritor de oficio y vida fue el creador del Centro de Estudios Gallegos en la Universidad de Santiago de Chile, donde ejerció durante 11 años la cátedra de «Lingua e Cultura Galegas». Ha publicado veinticuatro libros, dieciocho en Chile y seis en Europa. En 1997 obtuvo en España un primer premio por su ensayo Chiloé y Galicia, confines mágicos.

 

Edmundo Moure

 

 

Imagen destacada: Discurso en la Alameda de Santiago que celebró el triunfo de Allende el 4 de septiembre de 1970.

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