Extractos de la novela «Gemelo de sí mismo», de Dauno Tótoro Taulis

El periodista, cronista, y celebrado inventor chileno de la generación de los ’90, el autor de las investigaciones reporteriles de «La cofradía blindada» y de «EZLN, el ejército que salió de la selva», adjunta para el diario «Cine y Literatura» unas escogidas páginas de su última creación dramática, la cual también acaba de publicar en la Editorial NitroPress, de México (2017).

Por Dauno Tótoro Taulis

Publicado el 22.09.2017

 

El círculo de El Convento

Una vez por semana, cada miércoles por la tarde, nos reunimos bajo los árboles del patio. Somos unos veinte. Si bien cerca de la mitad guarda silencio durante estas reuniones, los demás toman turnos para narrar. Hay especialistas en contar películas que han visto; otros reproducen las tramas de novelas o cuentos que han leído. Son tardes apacibles.

Cada dos o tres meses, estas tertulias cuentan con la participación de El Urko (o de Error), y todo se vuelve más intenso, inquietante. No anuncia su visita; simplemente llega.

Resulta imposible distinguir a simple vista si se trata de uno o del otro. He llegado a detectar cierto brillo en sus ojos cuando se trata de El Urko. Error resulta más opaco. Alguien en el círculo ha dicho que se trata de un gemelo de sí mismo.

Lleva siempre un teléfono en el bolsillo de su gabardina. No es un aparato completo, solo el auricular y su cable. Inserta el extremo del filamento en su oreja izquierda mientras sostiene la pieza sobre la oreja derecha y la boca. Entonces, se comunica.

En ocasiones no hay tono, o la línea del otro lado se encuentra ocupada. Es frecuente que esté saturada de crujidos o sufra interferencias y lagunas de silencio. Esto le molesta, le incomoda, pero no pierde la paciencia e insiste.

Él sabe cuán extraño resulta verlo haciendo una de estas llamadas, pero explica que no hay otro modo.

Tampoco puede hacerlo desde cualquier sitio. No en todos lados hay señal. Acá en El Convento, como le llama él, logra conexiones más seguras.

Antes de sacar su teléfono del bolsillo, sin saludar más que con leves inclinaciones de la cabeza, se tiende de bruces y pronuncia su letanía. Siempre la misma, cuando es el primero de ellos quien nos visita.

La vida es obra de un artificio,

       …una prueba de resistencia.

La gracia de Dios es incomprensible.

Luego se incorpora, aclara que jamás ha creído en Dios, y se integra al círculo.

Pero si es Error quien acude, entonces se tiende de espaldas y recita con los ojos abiertos, la vista perdida en las alturas.

El Hombre es Máquina…

       …es mecanismo puro, engranaje.

       …la inmortalidad radica en el mito.

Cada vez que se nos une, dejamos de lado nuestras propias narraciones y esperamos que nos relate lo que le dictan por intermedio del auricular, como si se tratara de un intérprete, un traductor en tiempo real, una simple antena repetidora que nos entrega fragmentos de cintas sin editar, extractos de documentos sin desclasificar o visiones estroboscópicas de un mundo de sombras.

 

Error y la Obsolescencia Programada de las Máquinas

Este es el asunto con las Máquinas.

No poseen instinto de supervivencia.

Carecen de conciencia de sí mismas.

Las Máquinas no se desvelan, angustiadas, buscando rutas y atajos para prolongar su existencia.

Una Máquina tampoco sabe que aquella otra es también una Máquina. No existe la solidaridad inter Máquinas. Tampoco el odio de una Máquina hacia otra. No hay un dios de las Máquinas.

Las Máquinas jamás se preguntan nada, mucho menos acerca de su razón de ser, del motivo de su presencia, de su aquí y de su ahora. Las Máquinas hacen su trabajo de Máquinas hasta descomponerse, o hasta que sean deshabilitadas y reemplazadas por otras más eficientes, según un plan preconcebido que no han diseñado las Máquinas. A las Máquinas aquello no les llena de indignación ni de tristeza; no se sienten defraudadas.

Las Máquinas no trabajan para facilitarse a ellas mismas su bienestar.

Las Máquinas son funcionales y descartables para el Gran Plan.

Desde que tengo memoria he descuartizado Máquinas, buscando sus motivos. He encontrado engranajes, sensores, cables, estructuras articuladas, tarjetas electrónicas, hierro, metal, plástico, silicio, platino, fibra óptica.

He visto Máquinas que enfrían o calientan el ambiente para mantener habitable su entorno, pero no en su beneficio.

Otras que intercambian información, pero no para su comprensión.

Otras que cavan, avanzan a velocidades anti naturales, unas que vuelan o perforan agujeros.

He visto Máquinas que sueldan, que ajustan piezas de otras Máquinas; unas que matan al Hombre, otras que lo salvan.

Las hay que muestran, que esconden, que transforman.

Las Máquinas deben ser reemplazadas generación a generación.

Deben volverse obsoletas en el momento preciso, para garantizar su evolución. Su labor, su tarea, las bases de su funcionamiento, son la única herencia de una Máquina a otra. Pero esto lo ignoran ellas  mismas.

Cuando la Máquina está inactiva, cuando ha perdido su fuente de poder, cuando se encuentra en estado de off, no elucubra.

Las Máquinas son contenedores estériles.

 

La Maddalena, tritones y sirenas

El cuerpo desnudo enteramente convertido en una llaga supurante; el cráneo calvo con restos de piel, jirones de cabello; los ojos enrojecidos y sin párpados; el andar desacompasado; tropieza gimiendo lastimeramente.

Las caravanas de vehículos militares se detenían al verla avanzar por la vera del camino, sin atreverse a interrumpir su paso. Los soldados nativos de la India hablaban de un demonio. Los soldados originarios del Bronx y del Mississippi opinaban lo mismo. Los soldados originarios de México aseguraban que se trataba de una calaca maldita. Alguno intentó derribar al espantajo de un tiro, pero erró, aumentando el pavor de los combatientes.

Aquello se movía en línea recta, inclaudicable, en dirección a la costa; atravesó siembras, bosques de abetos, caminos, alambradas, campos minados, restos humeantes de caseríos, saltó por encima de las trincheras repletas de cadáveres, hasta que con el arribo de la noche llegó al Mar.

La costa era brava, de altos acantilados. Se detuvo un instante en el borde rocoso antes de saltar.

El impacto con el agua le provocó un estremecimiento eléctrico, su cuerpo dolía más allá del dolor. Se hundió rápidamente, pero a los pocos segundos  algo en ella se abrió, se desprendió.

Había nacido la creatura.

Sin dificultad, se desplazaba bajo la superficie con armónicos movimiento ondulantes, dejando tras de sí una estela de sangre descompuesta, pus, cabellos chamuscados y costras.  Amasó con sus manos la arena del fondo, giró como una tromba en torno a los antiguos restos de un templo sumergido, le pareció que la acompañaban decenas de eufóricos tritones y temerosas sirenas.

Cinco horas más tarde, el cuerpo deformado de La Maddalena fue encontrado flotando a la deriva bajo la luz de la Luna por una pareja de pescadores. Primero la confundieron con un enorme pez muerto. Luego, al acercarla a la embarcación con un remo, se espantaron al constatar que se trataba de algo parecido a un cuerpo humano… y que estaba con vida.

 

Bajo los témpanos

A diferencia de sus desplazamientos torpes y pesados en tierra, cuando se arrastra penosamente por la arena para desovar bajo la luz de la Luna, Ukucma cobra gracia en las aguas del Océano.

En la noche oscura del Ártico, su silueta pasa desapercibida, sombra entre sombras, sorteando las quillas de los enormes barcos de guerra. Evita en un tirabuzón perfecto las cuchillas de las hélices de los submarinos nucleares y circunda las sondas, las boyas y las minas flotantes.

Ukucma, en su medio de suspensión, en las aguas o en el vacío Cosmos, es una flecha negra.

Bajo los enormes témpanos a la deriva, recién desprendidos de los casquetes, Ukucma se proyecta hacia los abismos.

Todo es viscoso, semi sólido, semi congelado. Desde los hielos flotantes que se hacen agua en el agua misma, se descuelgan las largas cuentas luminosas liberadas de su cautiverio milenario. Un aguacero submarino de Mollivirus, Pandoravirus, Phitovirus, Sibericum, Protoplasmius, Protonucléidos, Procariontes cavernarios, palpitantes y hambrientos. Llueven sus estructuras y sus herencias condensadas y finamente trenzadas, precipitándose hacia las fosas abismales.

Ukucma planea, gira, desciende y asciende en contorsiones imposibles. Expuesta al diluvio de los microscópicos mensajes evadidos del encierro cristalino; su tallado caparazón los recibe; las estructuras vueltas a la vida se aferran a los surcos, se distribuyen como palabras faltantes en frases incompletas. Y al centro mismo de la armadura, en la plaqueta que lo corona, arriban las Mitocondrias iniciales, Las Primeras, que calzan sus filamentos granulares en los espacios precisos de la clave.

 

La Maddalena desnuda

Ella cierra la puerta del baño a sus espaldas y se queda de pie ante el espejo adosado al muro encima del lavamanos.

Observa detenidamente sus ojos a través de los orificios de la máscara de porcelana. Se quita la capucha y deja al descubierto su calva surcada de profundas arrugas. Luego, con delicadeza, se quita la máscara y la deja caer sobre las baldosas, estrellándola en mil pedazos.

La Maddalena observa su rostro descubierto ante el espejo. Los grandes ojos enrojecidos y sin párpados, la piel cubierta de escamas, la ausencia de orejas, las agallas que se abren y se cierran rítmicamente a los costados de su cuello. Se da la media vuelta y sale del baño.

La Maddalena recorre los pasillos del  Convento, derramando a su paso el combustible que emerge a borbotones del bidón de aluminio que lleva en la mano. Empapa las escaleras, los cortinajes. Termina su recorrido ante el panel electrónico que controla los seguros automáticos de las celdas de los internos. No hay nadie más que ella de servicio en la enfermería, como cada domingo. Pulsa el botón verde y se escucha una serie de chasquidos metálicos a lo largo de los pasillos.  Los internos van emergiendo tímidamente de cada celda. La Maddalena espera a que todos se hayan reunido en torno a ella.

La Maddalena da la media vuelta y se aleja por el pasillo hacia la puerta que da a la terraza sobre el acantilado. Los internos la siguen de cerca. Cuando el último de ellos ha salido a la terraza, La Maddalena enciende un fósforo y lo lanza al interior de la antigua casona. Las llamas cubren todo en cosa de segundos; los internos gritan de felicidad, otros lloran angustiados.

La Maddalena se deshace del hábito y queda desnuda; la piel rugosa cubierta de escamas. Sube a la baranda de la terraza. Hacia la izquierda tiene una vista magnífica de la Ciudad. A sus espaldas, la gran hoguera y el baile de los internos. Hacia abajo, la oscuridad del alto acantilado en cuyos pies rompen las olas del Océano. Mientras los internos gritan, desaforados, La Maddalena salta al vacío. Los demás la siguen, como lémures lanzándose desde el risco a las aguas del Mar del Norte.

 

Infinito

Yo soy Serguei Krikialov. Habitante de un poema. Único tripulante de la cápsula espacial. El olvidado, el dispensable.

Me pregunto con insistencia: ¿Cuánto llevo orbitando sin esperanza alguna de regresar?

Aquí, en este arriba-abajo, los días no tienen sentido. El tiempo me esquiva. Solo sé con certeza que he leído todos los libros que hay a bordo. Que he escuchado toda la música que existe en este encierro de luces parpadeantes, siseos y chasquidos. Los poemas, las novelas, los ensayos, los apuntes técnicos, los manuales de funcionamiento y de la mecánica de mi nave. Todos los he leído una y mil veces. Los he leído de principio a fin y del final al comienzo.

Las sinfonías, las he agotado todas, he identificado cada uno de los instrumentos de las orquestas y he seguido sus notas individuales, separándolas del resto.

Puedo decir que, en cuanto al tiempo, he agotado todo lo que jamás se ha escrito y compuesto. ¿A cuánto equivale esto? ¿Una eternidad?

A través del ventanuco diviso la azul curvatura del planeta. Entre él y yo está siempre el caparazón que me acompaña, giro tras giro. ¿Qué espera de mí?

Me he rendido, ya no hay esperanzas. Tampoco deseos, temores, añoranzas.

Me calzo las gruesas botas; me cubro con el traje plateado y ajusto el casco. Conecto todas las mangueras, los cables, los sensores. Ahí voy entonces, en busca de un posible destino o de la nada.

La escotilla se abre lentamente; el vacío hace su ingreso, irrumpe. Salgo. Estoy suspendido. No me he atado al cable de seguridad, nada me sostiene.

Un impulso de los pies contra el metal y se inicia el viaje. Coordino los vectores, calculo los desplazamientos. El capazón está a la espera, inmutable.

Me aferro a sus bordes, lo estrecho entre mis brazos.

Lentamente, nos alejamos de la cápsula, de la posibilidad del regreso.

 

La novela fue publicada también en Chile, por la incansable Ceibo Ediciones (2017)

 

Dauno Tótoro Taulis (Moscú, 1963)

 

Imagen destacada: La actriz alemana Brigitte Helm, en una escena del filme «Metrópolis» (1927), del realizador germano Fritz Lang