Esta obra es de aquellas películas desesperadamente verosímiles, donde la emergencia de una realidad de pronto se nos vuelve perturbadora y siniestra. Una perspectiva que no expresa sino aquella violencia solapada transformada lentamente en vendaval. Ahora en cartelera, en la sala El Biógrafo de Santiago.
Por Francisco Marín-Naritelli
Publicado el 15.6.2018
“Vivir libremente sin represiones, escoger íntegramente el modo de existencia de cada uno: he aquí el hecho social y cultural más significativo de nuestro tiempo, la aspiración y el derecho más legítimos a los ojos de nuestros contemporáneos”.
Gilles Lipovetsky
Romeo es un médico, en la turbulenta Rumania contemporánea, que lleva a cuestas pocas ilusiones y grandes fracasos. Con un matrimonio ya en crisis o abiertamente en decadencia, su único objetivo será su hija Eliza, de 18 años, quien debe dar los exámenes finales del bachillerato, y aprobarlos para así obtener una beca para estudiar en Inglaterra. Para esto no dudará en hacer lo imposible, aun si es reñido con la ética, para lograrlo. Corrupción, fraude escolar, compensaciones económicas. Esta es la historia de “Graduación” (Rumania-Francia, 2016, 128 minutos), largometraje dirigido por Cristian Mungiu (1968) y quien ganó el Premio a Mejor Director en Cannes (2016), por este crédito.
La película es de aquellas tramas lentas pero que avanzan sin remedio hacia un punto de no retorno. La desesperación, la necesidad de éxito, son los alicientes de Romeo, cuyo deseo imperioso se enfrentará al caos de los acontecimientos, como el ataque sexual que sufre Eliza en la víspera del examen, sumado a las piedras que golpean cada día la ventana del living de su casa, la enfermedad de su madre o el romance secreto que mantiene con una joven de 35 años, madre de un hijo con trastornos de lenguaje y que posiblemente se encuentre embarazada.
¿Destino loable o simple actuar intempestivo?
Romeo es la metáfora del hombre posmoderno, extraído de reglas racionales y colectivas, que promueve precisamente el culto a la máxima realización personal posible, como valor cardinal. No importa la sociedad. No importa la moral. No importan los otros. Contra todo, pese a todo, importa el deseo, la subjetividad, la ambición, el narcisismo, la plena autonomía. El futuro. Al final de cuentas, como ocurre en la Rumania poscomunista, el éxito pende de un hilo y las oportunidades escasean.
Hay cierto naturalismo, cierta contemplación (no menos crítica) de un transcurrir cotidiano, donde las certezas no vienen dadas, donde el peligro está a la vuelta de la esquina, donde la calle es salvaje y el otro es un permanente extraño.
En definitiva, “Graduación” es de aquellas películas desesperadamente verosímiles, donde la emergencia de una realidad de pronto se nos vuelve perturbadora y siniestra. Una realidad que no expresa sino aquella violencia solapada transformada lentamente en vendaval.
Bienvenidos, como dice Lipovetsky, a la era del vacío.
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