“El gran showman”: Un lugar en el mundo

Ambientado en un simbólico Nueva York propio de la segunda mitad del siglo XIX, el largometraje de ficción dirigido por Michael Gracey, y candidato a tres premios Globos de Oro 2018, reproduce la estética fílmica de un musical de época, que pese a tener bastantes atributos dramáticos y actorales, termina siendo deficiente en el total de su producción, debido a sus concesiones al melodrama y a cierto afán moralizador desplegado por su pretencioso libreto.

Por Enrique Morales Lastra

Publicado el 4.1.2018

“La gente desea el amor conyugal, porque les aporta bienestar, cierta paz. Es un amor previsible porque lo esperan, lo esperan por razones concretas. Un poco aburrido, como todo lo que es previsible. En cambio, la pasión amorosa está ligada al surgimiento. Altera el orden, sorprende. Existe una tercera categoría. No tan conocida y que yo llamaría… el encuentro inevitable. Alcanza una intensidad extrema, y habría podido no producirse. En la mayoría de las vidas no sucede. No es buscado, ni tampoco surge. Aparece. Cuando está ahí te impacta su evidencia”.
Christine Angot, en Un amor imposible

Por momentos parece una novela de Charles Dickens, el narrador victoriano por excelencia: “El gran showman” (“The Greatest Showman”, 2017) se explaya a través de los códigos audiovisuales de una obra cuya temática articuladora resulta de una suerte de aprendizaje ético, afectivo y existencial, donde se observa al protagonista (el personaje verídico de P.T. Barnum), pasar desde una pobreza asfixiante -en la cual se enamora perdidamente de una muchacha de familia adinerada-, hasta llegar a la cima prodigada por la riqueza, y por el éxito humano y generoso de los negocios, en una sociedad liberal para los empréstitos y puritana para la moral.

El telón de fondo es la pujante ciudad de Nueva York de la segunda mitad del siglo XIX: trenes a vapor, grandes coches tirados por caballos, mansiones elegantes que se erigen sobre la isla todavía verde de Manhattan, la ambición de una urbe que aguarda y entrevé cercana la modernidad de los altos edificios y de las transacciones bursátiles, aún envidiosa de la vieja y derrotada Inglaterra.

A través de la retórica audiovisual de un musical (los protagonistas cantan y bailan con frecuencia atléticos y difíciles movimientos coreográficos), la cámara de Michael Gracey (su ópera prima es “El gran showman”), configura la realidad de un circo de “fenómenos” que encuentran su lugar en el mundo, bajo el alero protector de ese empresario decimonónico del circuito masivo de la entretención, llamado, según se anotó, P.T. Barnum (aquí interpretado en su vida de adulto por el actor australiano Hugh Jackman).

El largometraje destaca por la variedad de recursos tecnológicos y de utilería a los cuales echa mano su equipo de producción para concebir una cinta de época que además de representar a ese Nueva York de grandes esperanzas, que anunciaba a la capital y metrópolis en la cual se transformaría la urbe, encuadra y refleja en su lente las aspiraciones afectivas, filiales y de comunión, abrigadas por un grupo de personas llamativamente visibles a causa de alguna malformación física, por rasgos exteriores que les han confinado a pertenecer al genérico grupo de los llamados “anormales”.

Así, y en esa escena que simboliza a los Estados Unidos que miraba con cierto complejo de inferioridad –insistimos- a Inglaterra (la aparición en la trama de la Reina Victoria no es casual), el estudio que sirve de placenta a esa ciudad inventada, guarda semejanzas, por ejemplo, con la Gran Manzana esbozada cinematográficamente por Martin Scorsese en “La edad de la inocencia” (1993) y en “Pandillas de Nueva York” (2002): atardeceres que iluminan pasiones ocultas, vínculos transgresores socialmente (la relación personificada por la pareja de Zac Efron y Zendaya), y las chimeneas que no se cansan de lanzar al vientos sus chismes y sus secretos.

P.T. Barnum se debate gracias a su fulgurante éxito, entre su esposa, su familia, y la traición que significa la irrupción, en el argumento del relato, de la cantante Jenny Lind (encarnada por la actriz sueca Rebecca Ferguson): entonces, la calidad y la estructura del guión decaen para enseñar fórmulas de fidelidad un tanto inocuas, cuando no derechamente fáciles en su resolución por parte de la mente creativa a cargo. De hecho, dentro de la complejidad que guardaba la estructura del libreto hasta ese momento, luego se desgranan secuencias confusas y descritas demasiado rápido, con la urgencia propia del tiempo diegético mal pensado y peormente utilizado.

Michelle Williams aborda un correcto rol en nombre de Charity Barnum, esa esposa fiel, compañera leal de un hombre nacido desde la pobreza, y la cual fue conquistada mediante la exquisita comunicación de cartas en el uso de la palabra escrita, un detalle Dickensiano, pero que también habla de las influencias bebidas desde un Henry James y de las páginas de una Edith Wharton, por parte de la escritora del guión, la antes provocadora Jenny Bicks (recordemos que es la autora de la serie para televisión “Sex and the City”).

“El gran showman” no es “La La Land”, la cual tampoco es una película inolvidable, aunque defina de alguna forma la categoría cinematográfica que debería caracterizar a un musical romántico durante esta época. La ópera prima del australiano Michael Gracey, sin embargo, se las arregla a fin de entretener a su público, de emocionar a su audiencia, y de dejar pensando a sus anónimos espectadores en un par de siempre deseables ideas fuertes (ya trilladas y clichés, no obstante): en la fidelidad y en la esperanza.

 

A través de la retórica audiovisual de un musical (los protagonistas cantan y bailan con frecuencia atléticos y difíciles movimientos coreográficos), la cámara de Michael Gracey (su ópera prima es “El gran showman”), configura la realidad de un circo de “fenómenos” que encuentran su lugar en el mundo

 

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