El largometraje del realizador norteamericano Peter Farrelly es un drama humanista de corte clásico: una historia real, una narración lineal, visualmente atractiva, con una cámara que toma distancia de sus protagonistas, y una dirección actoral que equilibra los momentos de emoción contenida. Aunque parezca una puesta en escena anacrónica, la historia amerita este tratamiento formal, y dos actores que merecen ser distinguidos, Mortensen y Ali, secundados por un elenco que se luce, lo mejor de la película.
Por Alejandra M. Boero Serra
Publicado el 20.2.2019
«Sueño que un día, en las rojas colinas de Georgia, los hijos de los antiguos esclavos y los hijos de los antiguos dueños de esclavos se puedan sentar juntos a la mesa de la hermandad.»
Martin Luther King
Green Book es el decimocuarto trabajo de Peter Farrelly (co-director de Tonto y retonto, Loco por Mary, Amor ciego), y el primero en solitario, con cinco nominaciones a los Premios Oscar 2019, entre ellas, las de mejor película, dirección y guión.
Los protagonistas no pueden ser más diferentes: Don Shirley (Mahershala Ali), un torturado y genial músico negro, y un italoamericano blanco, Frank Anthony Vallelonga, alias Tony Lip, matón del Bronx, desocupado (interpretado por Viggo Mortensen).
Son los comienzos de la década de 1960 en un ultraconservador Estados Unidos, donde los negros tienen acotados sus «derechos»: no importunar a los blancos con su presencia y ser el entretenimiento, valga la redundancia, de color, cuando se lo permitan.
De la historia sabemos desde un principio el qué: un pianista necesita, para su gira por el sur profundo del país, a un chofer y guardaespaladas, que lo asista en terreno inhóspito. En el transcurso de esta «road y/o buddy movie» descubriremos el por qué de este viaje tan poco recomendable. Los únicos que saben el sentido que porta la empresa son los músicos que acompañan a Don Shirley: dos artistas rusos que admiran a su pianista estrella y no sólo por sus dotes profesionales.
Hay mucho de didáctico-moralizante en este filme, sobre todo en la primera parte plagada de lugares comunes: la mala consciencia de un país segregacionista se manifiesta en un guión que pone en acción construcciones sociales, culturales y raciales que sonrojarían al más cínico de los espectadores.
La segunda parte se demarca con diálogos picantes no exentos de humor y un humanismo que se arma en la confrontación de situaciones que irán poniendo a prueba los prejuicios de los protagonistas. Ambos sabrán ver en el otro que lo blanco y lo negro no son más que imposiciones que traban un acercamiento a golpes de estereotipos. Las barreras empiezan a caer en cada rito de pasaje, el primero la Green Book: libro de cabecera para quienes deseen disfrutar del sur sin contratiempos, es decir, saber ubicar hoteles y restaurantes no disponibles para negros, en el caso de ser blanco y no meterse en lugares en los que no serán bienvenidos, si se es afroamericano. Pasajes que se replican en gasolineras, mansiones sureñas y clubes nocturnos.
Una fábula contra el racismo políticamente correcta con un edificante mensaje sobre lo que puede hacer la empatía, la posibilidad de elegir, de cambiar creencias heredadas y dejarse «contaminar» por el otro para crecer.
Un drama humanista de corte clásico: una historia real, una narración lineal, visualmente atractiva, una cámara que toma distancia de sus protagonistas, una dirección actoral que equilibra momentos de emoción contenida. Aunque parezca una puesta en escena anacrónica, la historia amerita este tratamiento formal. Y dos actores que merecen ser distinguidos. Mortensen y Alí, secundados por un elenco que se luce, lo mejor de la película.
Muchos filmes han transitado el tema de la intolerancia racial, aún así, en un país donde los muros se siguen justificando, Green Book no es una película más. Lo confirman la llegada al público junto a las nominaciones y premios que viene sumando: cinco nominaciones al Oscar, mejor guión, comedia y actor (Alí) en los Golden Globes, cuatro nominaciones en los BAFTA, mejor película y actor (Mortensen) en el National Board of Review…
Alejandra M. Boero Serra (1968). De Rafaela, Provincia de Santa Fe, Argentina, por causalidad. Peregrina y extranjera, por opción. Lectora hedónica por pasión y reflexión. De profesión comerciante, por mandato y comodidad. Profesora de lengua y de literatura por tozudez y masoquismo. Escribidora, de a ratos, por diversión (también por esa inimputabilidad en la que los argentinos nos posicionamos, tan infantiles a veces, tan y sin tanto, siempre).
Tráiler: