«En esta magnífica película se habla de un nuevo diseño en el tejido de la realidad», sentencia en su análisis al filme todavía en cartelera, el redactor argentino de «Cine y Literatura», a través de un texto que examina al personaje interpretado por un genial Joaquin Phoenix, a la luz de la escatología cristiana, y también de la tradición cultural de Occidente.
Por Horacio Ramírez
Publicado el 3.12.2019
Recuerdo la primera vez que mi papá me había dado para leer el tesoro más preciado de su biblioteca: la Divina Comedia del Dante traducida por Bartolomé Mitre, en una edición barata y destartalada. Y recuerdo que cuando terminé de leerlo cometí una de las faltas más severas que se podían cometer: malcritiqué el orden de su organización interna: “Tendría que empezar por el Paraíso -le dije al viejo-, ponerse más intensa en el Purgatorio y acabar con un Allegro con Fuoco como final en el Infierno…”. Más allá del sacrilegio, algo me consoló con los años ya que otros literatos opinaban en parte lo mismo que yo: si no fuera por el Infierno y, en gran medida, por el Purgatorio, la Divina Comedia no sería realmente divina… es que desde el punto de vista literario, sin lo negativo nada bueno se podría sacar. No sólo a través de los malos de la película que hasta pueden faltar, como en Crecer de golpe del argentino Sergio Renán -1977-, una película sin “malos”, pero donde todo se vivía “malamente”. En lo moral no será correcto decirlo, pero habremos de asumir nuestras sombras, nuestras partes íntimas oscuras y reconocer el abismo de esa odiosa muerte que nos espera a todos, para que el haber hecho el Bien en la vida haya tenido algún significado en el contexto general de nuestra existencia. Sin pérdidas, sin desencantos, extravíos, desilusiones, traiciones, muertes o crímenes, muy poco se hubiera escrito, filmado o hasta vivido… pareciera que, en síntesis, sin el Mal el Bien no tendría sentido. Y por este extraño intríngulis moral es que nos hemos decido por Joker, la película de Todd Phillips (Road Trip, Old School, entre muchas otras) del 2019 y que le valiera el León de Oro en el Festival de Venecia.
Antes de seguir, un par de advertencias: Joker es un filme que hay que verlo en su versión en inglés: los sonidos guturales que emite Phoenix al tratar de controlar la risa convulsiva de Arthur le da un contenido de angustia al personaje que difícilmente un actor de doblaje pudiera remedar con la misma fuerza expresiva. Hay que olvidarse, asimismo, de ese nombre que recibió en los 60 el personaje del Joker interpretado por César Romero en la serie televisiva Batman, como lo fue eso de “El Guasón”, una traducción tan pobre como innecesaria y triste que poco a poco se va olvidando… del mismo modo en que se olvidó el ridículo Bruno Díaz por el original Bruce Wayne. También advertimos que no vamos a contar la película: el que no la ha visto ha seguramente tenido la posibilidad de leer decenas sino cientos de artículos acerca de un desquiciado mental que termina arrastrando a toda la ciudad a su locura y que ha sembrado toda una serie de interrogantes acerca de cuestiones sociales difícilmente resolubles, a discutir tras verla y a pensarla por mucho tiempo.
Por otra parte, la estructura del guión (del propio Phillips y Scott Silver –Johns, The Mod Squad y The Fighter, entre otras-), lleva a que a cada paso del filme, surja un elemento que será clave para el sentido final de la producción, y develarlo sería traicionar la tensión dramática que se busca recibir al pagar una entrada. Y éste no es un punto menor, sino, más bien, el nodo de arranque de nuestro análisis: pagamos por ver el Mal en la pantalla, para poder ver que el Bien de alguna forma pueda triunfar… e, incluso, para ver que el Bien no podría triunfar jamás y vivirlo como una vergonzosa satisfacción. Nos moviliza el Infierno para poder leer el Paraíso. Y no digo que a todos los que vimos Joker, en el fondo deseábamos que el malhadado Arthur Fleck (interpretado magistralmente por Joaquín Phoenix), matara a los tres tontos del subterráneo… pero creo que la mayoría de los espectadores esperábamos que la bestia asesina se desencadenara de una buena vez y expresara la belleza plástica del asesinato tal como se espera que un Hamlet acabe de otra buena vez con la vida de Polonio. Queríamos ver al Mal en acción haciendo eso que nosotros no haríamos jamás. Y pagamos por ver eso. Y aunque Batman todavía es un Bruce Wayne demasiado pequeño, sabemos que un Batman sin malos a la vista sería no sólo aburrido, sino ridículo. Batman es un héroe oscuro para el oscuro Mal que nos habita dentro y fuera de la película… y el Joker le hace cosquillas a nuestras zonas tenebrosas para que nos asalte el deseo de que el personaje mate -en la seguridad moral de nuestro asiento en el cine- y sintamos alguna forma de placer por esas tres muertes en el subterráneo.
Joker se convierte así en nuestro héroe oscuro: un ser quizás no tan despreciable como por lo menos digno de cierto grado de compasión. Sin embargo, el Joker es como nuestra más íntima anti-alma que en la intimidad de la consciencia, desafía a todas las leyes de convivencia social que nos hará ser buenos ciudadanos de esa Gotham City que vive en nosotros. Porque nosotros no somos buenos ni malos sino que en nosotros está el espacio para que tomen sus lugares el Bien y el Mal, según explicara Marco Aurelio… Pero, ¿quién puede asumir que ha puesto en marcha el motor del Mal para disfrutar, con impunidad estética en la oscuridad del cine, de esa maldad, saliendo con cara de bueno al final de la película? Es que uno entiende la locura del personaje, sus alucinaciones, su triste y macabra historia y su no menos triste y macabra evolución… pero uno también quiere el disfrute de esos disparos. Queremos que Hamlet mate a su tío, pero no nos preocupa mucho tampoco que en su lugar haya matado a Polonio…: “me equivoqué de rata”, diría el príncipe… Y el Joker mató a tres ratas subterráneas como precio a cierta extraña forma de Justicia, de negra Justicia, que según parece, también brilla en nosotros.
Su diálogo con el “bufón oficial” del sistema (escena maravillosamente construida e interpretada, violencia incluida) es ver deambular entre los pequeños y perfectos mohines de Phoenix esa evolución que transforma al deseo del mal en el Mal mismo: el deseo de la acción es tanto voluntad como la acción misma y arrastra con ella a la misma lógica de la moral. Porque éste es un pivote esencial en la lógica del Mal: si de alguna forma muy elíptica -a través de una ficción- deseamos que el Mal, si no triunfe, por lo menos que nos dé la satisfacción de que opere con efectividad, ¿será, entonces, que existe un orden a priori que prescribe el Mal como parte de la pócima venenosa que se nos verterá en el oído? ¿Será que el Universo tiene esa oscuridad como componente determinante de nuestras historias personales? Nuestra moderna hermenéutica exige univocidad en el discurso y resultaría que el Mal triunfante del Joker, del bufón, del ridículo, del loco, forme parte de las escrituras duales del mundo de hoy, que hacen al todo social y cultural, paradójico, contradictorio. Ser violento sería, por lo tanto, otra forma, también, de ser justo… por lo menos pagamos para ver esa violencia y, hasta cierto punto, para regodearnos en ella. La escritura define la violencia porque está en el tejido -en la textura- de lo real, y la letra -lo sabemos- es la enajenación del espíritu. El guión, que es letra, enajena -vuelve extranjero- a nuestro espíritu y es entonces que nos es lícito querer el Mal. De hecho, el texto sagrado judeocristiano se gatilla desde la presencia activa de la serpiente: sin ella no habría ni Antiguo ni Nuevo Testamento. El Mal es el catalizador decisivo del Bien. “Por eso -diría mi padre- el Infierno antecede al Paraíso”, porque el ahogar al cuerpo en el agua y hacer que el espíritu arda en el fuego, termina siendo la puerta para que encontremos a nuestro Batman… un Batman también violento.
Y en el marco de la metáfora religiosa, hay que moler el grano, exprimir la uva, extraer el aceite, despedazar el pan y hay que comerlo, triturarlo entre nuestros dientes, tragarlo y digerirlo. ¿Por eso es que el Joker, que descubre su naturaleza definitiva en su sangre vertida en sacrificio, abre sus brazos en cruz sobre el automóvil del Orden y la Justicia? Cuando esparce su sangre como la risa definitiva del Joker le hace caso otra vez a Marco Aurelio: “Talla tu máscara”, y el patético Arthur talla su máscara… y con su propia sangre. Y a lo largo de toda la película asistimos a la transformación de un sobreviviente en un muerto viviente. Y este desarrollo larval debe hacernos recordar que “larva” quiere decir también “máscara” y así se nos muestra a un Joker como un muerto larvado, enmascarado en su metamorfosis. Gotham City también está transformándose: la manifestación de máscaras, la mascarada, esa danza macabra de locura y muerte que recibe al Joker en las calles desbordadas de Gotham City, afecta a todo el tejido social, dentro y fuera del cine.
El comodín venenoso
Y el Joker triunfante es el comodín de la baraja estadounidense: ese bufón que no es ninguna carta y que es, al mismo tiempo, todas las cartas. ¿Joker es el caos o es un nuevo orden? Como el comodín de los naipes, descompone el orden pero lo restablece de acuerdo a la voluntad ajena…Pero quizás, antes mejor, deberíamos preguntarnos si la sociedad se construye sobre, desde o en el individuo… Me inclino más por esta última opción: el individuo es más grande que la sociedad… sociedad que no integra al individuo sino que el individuo produce a esa sociedad y en esa, su producción de sociedad, está tejiéndose su capullo larval donde preforma su máscara para vivir y convivir desde ella.
Y en esa convivencia -porque otras personas hacen por reflejo especular más o menos lo mismo-, el Hombre vive paradigmas sociales; grandes esquemas compartidos de conducta, incluyendo identificaciones positivas y negativas con esos mismos paradigmas. Los millonarios de Gotham City manejan, a través de la figura de Thomas Wayne -el padre de Bruce-, la idea del “rescate” de los pobres y marginales de la ciudad a quienes califica genéricamente de payasos (“clowns”), figura que se acerca a la dimensión psicótica que está tomando Arthur que es la del payaso burlón, cada vez más cercano al arlequín de la Commedia dell’arte italiana del siglo XVI. Su gestualidad, su pobreza económica, su marginalidad y en gran medida los rombos de sus ojos así como los colores rojos y verdes, dan en algo el perfil del arlequín.
Y ese arlequín, “el burlón muerto de hambre”, ingenuo y a la vez sensual (en su fugaz enamoramiento y en sus danzas de grotesco perfil voluptuoso), vive atado a una realidad que se le derrumba a cada verdad que le pega. Y tras cada golpe que recibe parece que la bomba va a estallar y, sin embargo, el personaje se va cimentando cada vez más. No la persona… el personaje, la máscara. Se destruye la persona para que emerja la máscara. Una máscara que no cubrirá nada: el Joker va camino a dejar de ser una persona y ser sólo la máscara. En rigor, tras el Joker no hay nadie -y como dijimos respecto del comodín de la baraja- están -estamos- todos representados. Por esto es que se lee a un crítico de cine americano decir que es una película “bellamente tóxica”, una película que: “envenena el alma con el mejor cine”. ¿Y en qué consiste su veneno? En la verdad de nuestra inconfesable tiniebla.
Como dijimos, al Joker lo da a luz el sistema de control: es parido desde la Justicia misma al ser sacado del móvil policial, y recién ahí el modelo está terminado: la metamorfosis acaba y es extraído del capullo social. Él es todo y no tiene nada… nada que ofrecerle a los hombres y mujeres de nuestro tiempo más que el deseo de reconquistar esa nada que han descubierto dentro y debajo de ellos mismos. Fue dado a luz… a una luz oscura, abismalmente negra y él mismo es una sombra de Hombre abismado en la negrura de la noche como fundamento del cielo. Está en el centro del laberinto de Satanás: erigido y cobijado por la noche de Gotham City. Es aquí, también, donde comienza su peregrinaje el Dante por los nueve serpentines y meandros de las aguas Estigias. Gotham es el Mundo, pero el mundo de los muertos, que arde a orillas del Atlántico. Su contracara sobre el Pacífico, Metrópolis, resplandece con el Hombre de Acero… Gotham City, en cambio, ya ha dejado de ser una metrópoli, para ser una necrópolis. Y espera algún día, la llegada del Caballero Nocturno, ese Batman parido a su vez por el dolor y el resentimiento. Ambos son la sombra y la negrura del abismo, pero nunca son un emergente. No son “consecuencia” de nada. No es esa acumulación de tensiones, de basura y de noticias de las que emergen estas máscaras, sino que conforman el cambio, son la red social. No emergen, no se destacan: sólo son la resultante de haber hecho consciente algo inconsciente, enmascarado, larval: la palabra ha aparecido a través de la risa. El bufón terminado es extraído del capullo. Cambiaron el paradigma social: ahora se ve la basura más allá de la huelga de los basureros. Se ha pasado de la luz del cartel luminoso bajo el cual Thomas y Martha Wayne quieren escapar de la violencia, hacia las sombras de la noche donde encuentran la sombra final que liberará al murciélago.
Joker es el caído. Batman, el redentor. Y ambos son como el Adán y el Cristo de Santo Tomás: son una sola cosa porque nada los distancia, sino que todo los vincula: todos somos uno en ellos dos, y si en el Joker todos morimos, en Batman, todos podemos vivir. No obstante aparecer como ficciones, ambos términos de la ecuación crecieron haciendo que los consumidores de cómics así como de películas, tuvieran en sus manos la conciencia de un “sistema” perverso detrás del dinero y del poder. La sociología y la política se dan la mano en el ridículo y la exageración y se revelan como los portadores de la gran mentira que, sin embargo, sigue funcionando… porque si Batman y el Joker son el diseño de la trama, el poder político y económico son el telar y los dueños del taller.
Para cerrar diremos que en Joker, lo que estalla no es el Hombre… ni siquiera es el personaje. Lo que estalla es el lenguaje, es la palabra, que explota entre las carcajadas convulsivas llamando con su “Knock, knock…”, intentando redimir al “bromista oficial” de la maldición de lo real. ¿Será por eso que los primeros en traducir al Batman de los 60 prefirieron cambiarle el nombre al plutócrata y llamarlo “Bruno Díaz”? La salida de todo conflicto es siempre el poema del pensamiento y su palabra, no siempre consciente, es liberación y la liberación sólo se da al precio de asumir lo opuesto a aquello que somos. Batman rescatará de las sombras al Joker para exponerlo a la luz de la Ley y es el Joker el que le abrió la jaula al murciélago. El manso se liberará en la violencia. El individuo se liberará en el colectivo. El que quería vivir la vida, por lo menos con algo de seriedad, se hará payaso…
En esta magnífica película se habla de un nuevo diseño en el tejido de la realidad. Lo que habrá que esperar es ver, con el tiempo, si el símbolo, si el poema liberador, catártico, del filme se hace acción y comienza afectar nuestra vida pero sin el cómodo manto del relato. Si el horrible paso de comedia del final de Joker no es en realidad un salto del asilo mental de Arkham a las calles que transitamos todos los días… Ese comodín del Joker, con su siniestra belleza, puede ya haber envenenado nuestra realidad más allá de este trasnochado comentario.
Tráiler:
Horacio Carlos Ramírez (1956) nació en la ciudad de Bernal, Partido de Quilmes, en la provincia de Buenos Aires, República Argentina. Tras terminar sus estudios secundarios comenzó a estudiar Ecología en la Facultad y Museo de Ciencias Naturales de La Plata, pero al cabo de algunos años: “reconocí que estudiaba la vida no por ella, sino por la estética de la vida. Fue una época de duras decisiones, hasta que me encontré con una serie de autores y un antropólogo de la Facultad -el Dr. Héctor Blas Lahitte- que me orientaron hacia un ámbito donde la ciencia instrumental se daba la mano con el pensamiento estético en sus facetas más abstractas y a la vez encantadoras… pero ese entrelazamiento tenía un precio, que era reencausarlo todo de nuevo… y así comencé a estudiar por mi cuenta estética, antropología y simbología, cine, poética. Todo conducía a todas partes, todo se abría a una red de conocimientos que se transformaban en saberes que se autopromovían y autojustificaban”.
“La religión -el mal llamado ‘mormonismo’- terminó de darle un cierre espiritual al asunto que encajaba con una perfección que ya me resultaba sin retorno… La práctica de la pintura -realicé varias exposiciones colectivas e individuales- me terminaron arrojando a las playas de la poesía. Hoy escribo poesía y teorizo sobre poesía, tanto occidental como en el ámbito del haiku japonés. Doy charlas sobre la simbólica humana y aspectos diversos de la estética en general y de estética de la vida, donde trato de mostrar cómo una mosca y un ángel de piedra tienen más elementos en común que mutuas segregaciones, y para ayudar a desentrañar el enredo sin sentido al que se somete a nuestra civilización con una deficiente visión de la ciencia que nos hace entrar en un permanente conflicto ambiental y social… La humana parece ser una especie que, de puro rica y a la vez desorientada, está en permanente conflicto con todo lo que la rodea y consigo misma…”.
“He escrito cuatro libros de poesía, el último con algunos relatos y una serie de reflexiones, y estoy terminando dos textos que quizás algún día vean la luz: uno sobre simbología universal y otro sobre teoría poética…”.
Horacio Ramírez actualmente vive con su familia en la localidad de Reta, también de la provincia de Buenos Aires, en el partido de Tres Arroyos, sobre la costa atlántica (a unos 600 kilómetros de su lugar natal), dando charlas guiadas sobre ecología, epistemología y paseos nocturnos para apreciar el cielo y su sistema de símbolos astrológicos y las historias que le dieron origen en las diferentes tradiciones antiguas.
Este artículo fue escrito para ser publicado exclusivamente por el Diario Cine y Literatura.
Imagen destacada: Joaquin Phoenix en Joker (2019), de Todd Phillips.