Habría tanto por agradecer y descubrir en la insondable caligrafía de los recuerdos que ahora golpean y llaman a la nostalgia por un futuro que aún no llega, pero el cual será sin ti, sin tu presencia en la Universidad, sin tu acento francés que no hacía sino más hermosa mi propia lengua.
Por Javier Agüero Águila
Publicado el 17.3.2021
Amigo mío teólogo, quisiera, nada más decirte un par de cosas, ahora que tu partida viene, se anuncia y la vida, para ambos, cambiará.
La filosofía y la teología han vivido, con-vivido, coincidido y “des-coincidido” desde siempre; desde un siempre que tiene que ver con sus propios orígenes y vocaciones: tratar de explicar lo inexplicable, lo que no es medible, sensible u organizable en una bitácora de categorías o causalidades.
En cierta medida y parafraseando (mal) a Borges, filosofía y teología piensan —y son— la ciencia ficción; nada de lo que es materia de teólogos o filósofos tiene que ver con la lógica, con la pura y simple lógica que en su pretensión de universalidad técnica intenta hasta crearle un rostro a Dios, cuando, éste mismo, en su descoordinado devenir, en la locura de su indeterminación, debiera no tener imagen, tampoco tiempo ni espacio, al final, sin ontología de ningún orden.
Dios sería para la filosofía lo que no puede ser deconstruido y para tu teología, amigo teólogo, lo que no tiene ni tendrá ningún tipo de coincidencia.
Ahora me pregunto, amigo teólogo: ¿cómo esta vecindad entre la teología y la filosofía puede transformarse en amistad?, ¿es posible, amigo teólogo, que ambas habiten, como amigas, en el mismo barrio, un barrio de ficción, casi mágico?
No habría que demorarse un segundo para decir sí, son amigas, vecinas, son mujeres amigas, son hombres amigos, en definitiva, hay amiga o amigo, hay amistad y desde siempre se han llevado en la espalda, han sido una carga y un encargo —peso y envío— la una para la otra y, quizás, amigo teólogo, desde el origen, han sabido llevarse, apoyarse con nobleza y también, cada una, en nombre de un Dios o de un mito, se unen y reúnen en un principio sin principio, sin concepto.
Creo, amigo teólogo, que también filosofía y teología han sabido traicionarse, arrojarse entre ellas al abismo cuando de disputarse alguna verdad se ha tratado.
No han dudado en corromperse al momento de intentar, cada una desde su propia razón, promover una certeza, un credo. Pero pienso que se trata de una traición justa, filial, propia de la amistad que se profesan.
Porque la amistad no puede ser solamente un paseo por la arena, un mirar el atardecer o una fiesta de risas y vino. La amistad también celebra las partidas, las fugas, las tristezas, lo que ya no será más, amigo mío teólogo… los duelos. “Para amar la amistad, no basta con saber portar al otro en el duelo, hay que amar el porvenir” (J. Derrida).
Amar al amigo, amar a la amiga, sentirse en la vida de él o de ella, ocupar un lugar privilegiado en su desesperación o en su tristeza, decir lo que no quiere ser escuchado al límite de sentirse traicionado, aquí se juega la amistad más verdadera, en la noche del amigo, en la penumbra de una amiga, acompañando a beber, muchas veces, el licor amargo que la vida trae consigo, en la fractura más dolorosa de nuestra existencia.
“Oh, amigos míos, no hay ningún amigo”, escribe Jacques Derrida con la más preciosa sensibilidad. Porque ¿a quién podemos decirle que no hay amigos sino a un amigo?, en esta confesión, amigo teólogo, en este grito angustioso por no encontrar la amistad o ver cómo la amistad desaparece o parece estar a punto de extinguirse, es siempre el amigo quien es la vasija última que recepciona toda esta ansiedad.
Oh, amigo mío, no hay ningún amigo, y te vas como llegaste, sin preguntar nada, acogiendo con toda la hospitalidad del mundo, aconteciendo, como la locura de las decisiones más puras, las que no se reflexionan, las que no tienen contexto, las que se disparan sin saber si al final hay vida o muerte: Ya lo sabíamos con Kierkegaard: “El instante de la decisión es una locura”.
Oh, amigo mío, no hay ningún amigo, y solo te lo puedo decir a ti, amigo teólogo, ahora que vas, que te preparas a recorrer otros caminos, alejado de mí, que me veo con la responsabilidad de portar tu herencia, de hablar por ti, en tu nombre.
Ya no es asunto tuyo que te recuerden sino mío, soy yo el responsable de mantenerte vivo en los demás, soy yo el que queda para siempre prendido de tu memoria, a cargo de ella para que tus ecos se escuchen, desde donde quiera que estés.
Oh, amigo mío, no hay ningún amigo, y contigo se va toda la amistad del mundo, aunque muchos amigos y amigas sigan conmigo, como amigos y amigas, aquí y ahora, porque en su absoluta singularidad tu amistad es única y nada la reemplazará, por más que yo siga caminando con mis mejores amigos y amigas hasta el final de esta vida tan lenta como veloz, tan triste como feliz, tan injusta como justa, todo a la vez y en solo gran aliento vital.
Te confieso, amigo teólogo, que no sabía lo que era la teología, sigo sin saberlo, pero al menos entendí, a través tuyo, que se trataba de algo mayor, de una apuesta radical por la/el otra/o.
Entendí que la teología puede ser subversiva, sin género, peligrosa para los consensos, para las instituciones y entendí, también a través tuyo, a un Dios sin religión que se revela, para quienes creen, desde un margen que en nada se emparenta con la estrecha rigurosidad de los dogmas.
Un Dios que deambula por los hospitales que frecuentaste acompañando a los enfermos/as, en la y lo político, en la huelga de los trabajadores que apoyamos, en el abrazo cotidiano y en el llanto que, muchas veces, la vida nos regala como tormenta.
Aprendí, amigo teólogo, que la teología no puede ni debe perseguir el rostro de un Dios ad-hoc, tallado a la medida por convenciones que no buscan otra cosa más que hacer creer por protocolo, o por la violencia de la coincidencia, y no por lo que tú te esmeraste tanto en descubrir y desentrañar: la des–coincidencia de François Jullien.
Habría tanto que agradecer, amigo teólogo, tanto que descubrir en la insondable caligrafía de los recuerdos que ahora golpean y que llaman a la nostalgia por un futuro que aún no llega, pero que será sin ti, sin tu día a día en la Universidad, sin tu acento francés que no hacía sino más hermosa mi propia lengua.
Habría que decir gracias, también, amigo teólogo, por tu incesante esfuerzo por hacerte entender, por traducirte y comprenderte, a ti mismo, en español, esta lengua que te era tan impropia pero que hiciste completamente tuya en la urgencia de poder hablar, habitar, vivir y prosperar en el país desconocido, en Chile, este suelo imaginario.
Oh, amigo mío, no hay ningún amigo, y me quedo solo, sola, estoy solo, sola en el mundo ahora que te vas, pero, al mismo tiempo, amigo teólogo, contigo para siempre, en cada palabra y en cada batalla, en cada pérdida.
Estoy triste por tu partida, pero feliz, profundamente feliz, por aquello que te (me) viene y que te (me) es desconocido.
Debiera decir gracias, pero prefiero decir a-Dios.
***
Javier Agüero Águila es doctor en filosofía por la Universidad París 8 y académico y director del Departamento de Filosofía de la Universidad Católica del Maule.
Ha escrito los libros Chili: les silences du pardon dans l’après Pinochet (París, L’Harmattan, 2019) y junto a Carlos Contreras, el libro colectivo Jacques Derrida: envíos pendientes (Viña del Mar, Cenaltes, 2017).
Ha publicado más de una veintena de artículos en revistas especializadas, capítulos de libros y ha traducido a importantes autores franceses contemporáneos, entre ellos a Jacques Derrida y a Marc Crépon.
Imagen destacada: Benoit Mathot.