«No hay en la historia del cine una película que ejemplifique como esta la utilización del cinematógrafo en tanto forma de expresión del pensamiento, de idioma audiovisual, ni tampoco podrá encontrarse mejor expresión de la libertad gozosa de un creador sin prejuicios, atento a decir y a expresar lo que se le antoja. Su autor hace cine como respira, con naturalidad extrema. Pero además lo hace con un talento excepcional», dijo Orson Welles acerca de este filme estrenado en 1963, por el genial realizador francés muerto hace unos días, a los 91 años de edad.
Por Horacio Ramírez
Publicado el 18.9.2022
Dice Aristóteles en su Metafísica: «La posesión se expresa de muchas maneras. Por de pronto indica lo que imprime una acción en virtud de su naturaleza o de un efecto propio: y así se dice, que la fiebre posee al hombre, que el tirano posee la ciudad o que los que están vestidos poseen su vestido…».
El ser, también para Aristóteles, podía expresarse de muchas maneras. Pero para Heidegger, desde Platón ya había comenzado el olvido del ser y su progresivo reemplazo con el ente, donde el ente era una cosa dada a la mente y como tal, una cosa poseíble. El ser no es decible sino intuible.
Vemos, olemos o imaginamos una flor usando los sentidos —actuales o mediatizados por la memoria— y se va formando nuestra intuición «flor», la que, como tal, es inasible, ni siquiera sabemos qué nombre tiene («¿cuál es el nombre de la rosa?», se planteaba Borges).
La llamamos «ser» como los hindúes llaman «Tad» o «Eso» al punto adimensional en el centro mismo de la rueda dhármica. Sin un nombre preciso y que se nombra como «Eso» para que la limitación humana pueda asirla conceptualmente de alguna manera.
El Tad hinduísta es ese punto adimensional de la rueda que no gira, y que no puede girar porque no tiene dimensiones, un espacio o un tiempo en los cuales girar, un no-espacio que es el centro de lo central y que está más allá de la comprensión posible.
Así el ser se nos escapa de la comprensión apenas queremos acceder a lo esencial de la «ontidad». Pero es cuestión de distraernos del problema y el ser reaparece como una alucinación en la vista periférica de la atención consciente. ¿Y qué hay de nuestra construcción interior?
Nuestro ser es sentido en su construcción, a través del lenguaje, y se traduce en la creación —en la autocreación— de nuestras dimensiones morales y estéticas, que, por supuesto, no poseen dimensiones físicas, pero si psicológicas, por ponerles un nombre a las intuiciones inasibles de la mente en su relación con el mundo, es decir, con el todo.
Lo que nos queda claro es que la cosa es asible y el ser no lo es. Que en la cosa está la necesidad de caer en posesión mientras que el ser no puede ser si es poseído, pues si la cosa se constituye en la posesión, el ser es intuido por su libertad respecto de nuestro conocimiento.
Por eso la intuición es el modo con el que nos aproximamos al «perfume» del todo, a su sombra, o a su «recuerdo», parafraseando a Platón.
Nunca sabremos qué es el ser porque nunca lo podremos conocer, ni definir: es un fantasma que nos habita en lo más abstracto de nuestra consciencia, allí donde no tendremos nunca un punto referencial desde el que podamos decir algo, allí donde nosotros también somos un ser.
El ser habita previo a la palabra, al lenguaje, e ilumina —o ensombrece— nuestra mente más abstracta. Por eso nos quedamos mudos ante él. El ser es inefable.
¿Y la cosa?
Decíamos que la naturaleza fundacional del ser es su libertad respecto de nuestra consciencia. Es inasible, incomprensible: no se puede tener. ¿Qué es tener? Es crear un vínculo artificial total o parcialmente aceptado en el imaginario social, entre una persona —específicamente, un yo— y una cosa.
Se puede discutir si tal vínculo existe o no, pueden existir pensamientos encontrados respecto de ese vínculo, pero el vínculo no se discute, es más: los sistemas de estructuración social se basan en el vínculo entre una persona —física o social— y la cosa.
En la isla de Yap del archipiélago Palau del Pacífico —que perteneciera a Alemania, a España, a Japón y, tras la Segunda Guerra Mundial, a los EE. UU.—, existía una población propia y estable con un problema: no tenía metales y por lo mismo no podía acuñar moneda. Entonces apelaron a unas piedras de una cantera cercana que eran extraídas para fabricar ruedas de molino.
Una piedra con un agujero central para pasar un palo de unos 30 centímetros de diámetro valía tanto como un dólar de plata, mientras que una piedra grande, en cuyo agujero cabía una persona sentada y que medía más de 3 metros y medio de diámetro, sería equivalente hoy a unos 2 mil dólares.
De más está decir que las monedas de mayor valor no eran transportables, sino que equivalían a la propiedad monetaria del dueño de la piedra, estuvieran dispuestas donde estuvieren: en cualquier lugar de la isla. Un día, un gran maremoto arrastró las aldeas junto a las piedras y a muchos habitantes al fondo de una laguna en el interior de la isla.
Las rocas, o deberíamos decir «las monedas», son todavía visibles y siguen representando la riqueza de sus dueños.
Se ha comparado este almacenamiento de piedras redondas, inútiles y agujereadas con las posesiones de Fort Knox, el valor del dólar sigue siendo el que es como referente internacional y como regidor de economías mundiales porque todo el mundo sabe que el oro está allí, en las bóvedas de Fort Knox, tal como están las piedras en el fondo de la laguna de la isla de Yap.
No existe razón «objetiva» para que el metal oro —símbolo ‘Au’, peso atómico 79, grupo 11 de la tabla periódica— defina el bienestar sanitario, de seguridad, de educación y demás parámetros biosociales de las personas que viven en un entramado sociocultural dado, definiendo precios y valores, pero de un modo que podríamos llamar «mágico», la civilización se enroscó en ese metal como las serpientes que se peleaban se enroscaron en perfecta armonía en el caduceo de Hermes, el dios de los comerciantes y los ladrones según fuera lucero matutino o vespertino, y del mismo modo, los habitantes de Yap estaban muy contentos sabiendo que sus piedras agujereadas siguen en el fondo del lago.
Ese nexo espectral entre un yo y los objetos
¿En qué reside esta especie de «instinto» connato con el hombre de sentir a la posesión como algo constituyente natural de la realidad humana? Los dichos populares de que: «venimos al mundo sin nada y nos vamos de él sin nada» o que «la mortaja no tiene bolsillos», son observaciones popularmente agudas acerca de la alucinación de la posesión.
De esta forma, es evidente que la idea de poseer necesita de la creencia en la cosa, pero ¿existe la cosa? Lenín decía que si uno quería pasar por inteligente en una reunión y captar la atención de las damas, debía afirmar con contundencia que algo de existencia obvia, no existía.
No obstante, hoy, tras la teoría de la comunicación, la teoría de sistemas o la mecánica cuántica, es muy fácil ir pensando en cierta insustancialidad de «la cosa» (ahora entre comillas), que nos puede hacer dudar con mucho fundamento de su existencia.
Pensemos, por ejemplo, en algo tan común (medible y fotografiable) como es un arco iris. Sabemos que la mayoría de las personas son zurdas de vista, o sea que la imagen que se forma en nuestro cerebro es a partir de la luz que entra por la pupila izquierda, como una asimetría muy difundida en nuestra especie. De modo que el arco iris, en tanto que fenómeno óptico es perfectamente perpendicular a nuestra pupila izquierda (tal perpendicularidad es lo que nos impide ver un halo o un arco iris en escorzo).
Así las cosas, llamamos a una segunda persona para que vea con nosotros el espectáculo que se aprecia en el cielo tras una lluvia. Pero ese arco iris será exactamente perpendicular a la pupila izquierda del recién llegado. Si se acerca una tercera, el arco iris estará ahora, a exactos 90º de su pupila izquierda, de modo que nuestro arco iris, en tanto que cosa, está en tres posiciones diferentes a la vez, afirmación que contradice, de Aristóteles para acá, a todas nuestras convicciones más básicas sobre el mundo y sus cosas.
A la pregunta, ¿cuántos arco iris hay?, no podemos responder diciendo «uno», pero choca contra nuestra experiencia —y a la conformación misma de nuestro sistema nervioso— decir que hay «tres», uno por observador.
Sin embargo, esa «cosa» que —dijimos— es hasta fotografiable, o sea que es «objetiva» no sólo porque la vemos sino porque asimismo es «objetivamente» registrable por aparatos independientes de nuestra presencia, sí requieren de nuestra presencia para «estar». No es una cosa fácil de poseer, pero hasta el «lo veo» reclama alguna clase de derecho sobre lo visto en tanto que abarcado por nuestra vista.
Como sea, mientras la materialidad, y la existencia (el abandono del ser) de las cosas, se van convirtiendo en nubes de probabilidad sujetas a caprichos físicos inentendibles por nuestra consciencia macroscópica, sí aparecen determinadas desde lo microscópico, desde lo más íntimo de la materia, como una ilusión de lo material y de las cosas, alucinación que nos acompaña durante la formación de nuestro sistema nervioso desde los albores de nuestro phyllum zoológico y que nos ha marcado de tal manera que a la ilusión de la «cosa material» se le ha asociado la ilusión de la posesión, que sólo el tamaño y riquezas de un mausoleo como tumba puede intentar, ridículamente, remedar.
Ese nexo espectral entre un yo y las cosas que el sistema nervioso genera en su funcionamiento y que llamamos «posesión» están íntimamente ligados con nuestra evolución como especie, tanto que terminamos creyendo que existe realmente la “posesión” de algo por algún alguien.
Y sobre esta alucinación múltiple que nos hace ver lazos entre nosotros y las cosas, es que se van formando los demás lazos psicosociales en los cuales creemos y por los cuales luchamos. Y así como de niños peleamos por la posesión de un caramelo, ya hay quienes han comprado y «poseen» terrenos en la luna. Y entre un caramelo y la luna están todas las disputas por una caverna o un país, misiles atómicos o hachazos en la espalda de un indio o de un colono.
Lo que tenemos nos tiene
La idea de cosa, y de su posesión nos ha abarcado e inutilizado respecto de las libertades que podríamos ejercer si no estuviéramos abocados a poseer la posesión, lo que, evidentemente nos sume en un bucle al modo del monstruoso Maelstrom de las islas Lofoten: embudo marino devorador del cual no se puede escapar y que se llama deseo, un demonio colateral que ya detectara Plinio el Viejo: «Un objeto en posesión rara vez conserva el mismo encanto que cuando era deseado». La posesión hedónica o «rueda hedónica» asimila la idea de posesión a la del hamster que corre sin sentido ni futuro en su rueda.
En este mismo sentido, hay una poco feliz expresión del uruguayo Eduardo Galeano: «Las utopías sirven para caminar», algo que suena bien pero que nos condena, como a un Sísifo, a caminar por caminar inútilmente hacia un sitio que no existe (la utopía) y que genera la llamada «adaptación hedónica»: aquella adicción a tener la utopía de la cosa y que al mismo tiempo impide la satisfacción a partir de poseer la posesión.
La rueda o adaptación hedónica es muy difícil de erradicar y de su existencia ya rendían cuenta los estoicos como Crísipo que invitaban a la vieja fórmula «rico no es el que tiene mucho sino el que necesita poco», lo que se conoce en psicología como visualización negativa.
Así, la cuestión es que la posesión nacida de la creencia en las cosas y en el olvido de los valores que justifican y dan valor al ser, forman un combo por el cual la fuerza innata de crecer del espíritu lleva a crecer no ya desde adentro hacia afuera —hacia el otro— sino a partir del agregado de cosas sobre cosas que convierten a la persona en una montaña de cosas cada vez más grande y aparatosa y cuyo ser queda aplastado y muerto por el peso de lo exterior e ilusorio: joyas, caramelos, inmuebles o terrenos en la Luna.
Y esta trampa del tener se ajusta al decir de E. Fromm: «Lo que tenemos nos tiene», y bajo tal circunstancia es que se organizan los individuos y, desde ellos, los aparatos sociales que culminan en los Estados, y cuando los Estados quieren una cosa (un territorio o vender armas, no muchas más excusas que esas), entran en guerra contra otros Estados o inducen a guerras entre terceros.
De esta manera es que surgen el nacionalismo y el patriotismo, esas «forma de la barbarie» de las que se quejaba Oscar Wilde, y por las cuales, así como un nene reclama un caramelo, un Estado declara que la superficie de la Tierra de una raya en el suelo para acá es mejor que la misma superficie, de la raya en el suelo para allá.
Con estos ingredientes tan violentos, peligrosos y poderosos por estúpidos, es que habremos de llegar a ver una película que se hizo estúpida para poder hablarnos de las formas ya vistas que puede tomar la estupidez.
La influencia del neorrealismo italiano
Es poco o mucho —dependiendo del enfoque— lo que se puede decir acerca del filme Los carabineros de Jean Luc Godard. Filmada en el ’63: el mismo año en que naciera la refinada El desprecio.
Aquí apela a todo lo malo que un director de cine completamente improvisado puede tener como defecto profesional, pero esta fealdad de la película (no filmar cosas feas sino tratando de que la filmación misma sea la fea) nació del guion del propio Godard y nada menos que de su tan admirado Roberto Rosellini. Con estos guionistas y director, se torna evidente que la estupidez del filme es una trampa.
Es una película impiadosamente mal hecha. Muchos críticos de la época afirmaban que era muy difícil hacerla tan mal, sin embargo, Godard hizo, en verdad, uso del metalenguaje: una película estúpida para tratar temas estúpidos.
Así, está mal actuada, la iluminación es caótica y hay serios y evidentes «problemas» de montaje y de compaginación. Cuando debe referirse a la guerra ya desatada, utiliza documentales de un modo tan tosco que demuestra que no quiere que dejen de tomarse como documentales.
En este aspecto, recuerda a El espejo de Andrei Tarkovski (1975) intercalando con la trama la fuerza descarnada del documental, pero en el caso de Godard, los tramos de este tipo pretenden incluirse como parte de la película, no en un sentido pedagógico —como en Tarkovski— sino en un sentido asertivo, es como si se nos dijera que obviemos lo obvio: que esos tramos, aunque no los filmó el director, nos los quiere hacer pasar como si en verdad pertenecieran a la originalidad del filme.
Los soldados llevan como única insignia una cruz griega —con los cuatro brazos iguales—, y la única diferenciación de rango es que los jerarcas llevan dos, casi hasta se podría adivinar en ese par de cruces, si estuvieran algo inclinadas, a las cruces griegas de Charles Chaplin en El gran dictador de 1940.
Rescatamos algunas de las críticas del periodismo especializado de aquellos años: «La nueva película de Godard es confusa, incoherente, descabellada, larga y nada comercial».
Otra crítica soltaba: «No hay más que planos filmados de cualquier modo, montados de cualquier manera y llenos de falsos ajustes…»; o también esta observación: «Este film está mal hecho, mal iluminado, mal todo».
Tuvo que salir de Orson Welles una crítica diferente: «No hay en la historia del cine una película que ejemplifique como Los carabineros la utilización del cinematógrafo como forma de expresión del pensamiento, de lenguaje, ni tampoco podrá encontrarse mejor expresión de la libertad gozosa de un creador sin prejuicios, atento a decir y a expresar lo que se le antoja. Godard hace cine como respira, con naturalidad extrema. Pero además lo hace con un talento excepcional».
¿Welles había visto la trampa? Pareciera que sí.
En un descampado, en una casucha miserable, vive un matrimonio con un hijo y una hija. Un día cualquiera, se acerca un jeep con dos «carabineros» como son llamados en el filme. Vienen a reclutarlos para que sirvan a su rey. Al principio no quieren, pero tras una pelea —ridícula—, los carabineros les ofrecen traerse como botín lo que quieran.
Comienza entonces, con las mujeres, un listado de cosas a traer que parecen sacadas de una de las «clasificaciones» de Borges, donde un grano de arena es tan valioso e importante como las pirámides de Egipto. Todo podía ser de ellos si iban a la guerra. La crítica se fundamenta en el principio fundador de toda violencia bélica desde el origen del sentido de posesión: «Si no hay botín, no hay guerra».
Bajo esta premisa, padre e hijo participan del combate, un combate sin real marco histórico: se habla de reyes, se ven autopistas, casas destruidas, sonidos de disparos, los trozos de documentales: no importa el contexto porque en las guerras sólo se va por el botín y un espacio semántico donde muere gente.
Se alternan escenas de un humor delirante como cuando por primera vez el hijo va al cine de una ciudad aparentemente ocupada, y se asusta de la imagen de un tren que llega a la estación, parodiando a Luis Lumière (a quien Godard quiere homenajear) y La llegada del tren a la estación de la Ciotat de 1896.
Luego, cuando se muestra a una mujer desnuda que se baña, el muchacho quiere entrar a la imagen y termina rompiendo la pantalla, quedando lo proyectado sobre una pared manchada y sucia, eso puede ser el cine: una pantalla que tapa la mugre que moviliza el culto al objeto, y eso es lo que denuncia, en definitiva, Los carabineros: la estupidez, la simplicidad del filme, del hecho bélico y del hambre por cosas es la simplicidad de la propia estupidez que mueve imperios y que moviliza guerras mundiales.
Cuando padre e hijo regresan, traen como «tesoro» una valija llena de postales de todo el mundo: allí estaban los ideales capitalistas y las hambrunas socialistas, pura cháchara sin valor alguno. Baratijas morales. La danza de madre e hija, alborozadas porque iban a tener lavarropas y la esfinge de Gizeh, y un tren y un buque (el Partenón no, porque estaba muy roto), termina cuando se dan cuenta de la estafa.
Padre e hijo regresan al frente a reclamar el botín conseguido tras fusilar a tanta gente. El jefe de los carabineros les quiere explicar que el rey había perdido la guerra y que les agradecía el servicio prestado a la patria. Finalmente, les quiere mostrar algo escondido en una casa destruida. Entran los tres, se escuchan un par de disparos y sólo sale el jefe. Ahí está la conclusión de todo.
La palabra «estupidez» se pierde en el palabrerío psicológico, psiquiátrico y sociológico de la ciencia, es difícil de encontrarla.
Es como si no pareciera encontrarse en la maravilla biológica de lo humano espacio para tanta tontería capaz de causar tanto daño y ejercer tanta barbarie en nombre de cosas que nos acompañarán como prótesis inútiles, cascarones ostentosos mientras dure la vida del poseedor, quizás el antes mencionado Oscar Wilde pueda servir para cerrar del mejor modo nuestro análisis sobre esta película tan particular y el pecado original que condena: «El único pecado verdadero es el de la estupidez».
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Tráiler:
Horacio Carlos Ramírez (1956) nació en la ciudad de Bernal, Partido de Quilmes, en la provincia de Buenos Aires, República Argentina. Tras terminar sus estudios secundarios comenzó a estudiar ecología en la Facultad y Museo de Ciencias Naturales de La Plata, pero al cabo de algunos años:
Reconocí que estudiaba la vida no por ella, sino por la estética de la vida. Fue una época de duras decisiones, hasta que me encontré con una serie de autores y un antropólogo de la Facultad —el Dr. Héctor Blas Lahitte— que me orientaron hacia un ámbito donde la ciencia instrumental se daba la mano con el pensamiento estético en sus facetas más abstractas y a la vez encantadoras… pero ese entrelazamiento tenía un precio, que era reencausarlo todo de nuevo… y así comencé a estudiar por mi cuenta estética, antropología y simbología, cine, poética. Todo conducía a todas partes, todo se abría a una red de conocimientos que se transformaban en saberes que se auto promovían y auto justificaban.
La religión —el mal llamado ‘mormonismo’— terminó de darle un cierre espiritual al asunto que encajaba con una perfección que ya me resultaba sin retorno… La práctica de la pintura —realicé varias exposiciones colectivas e individuales— me terminaron arrojando a las playas de la poesía. Hoy escribo poesía y teorizo sobre poesía, tanto occidental como en el ámbito del haiku japonés. Doy charlas sobre la simbólica humana y aspectos diversos de la estética en general y de estética de la vida, donde trato de mostrar cómo una mosca y un ángel de piedra tienen más elementos en común que mutuas segregaciones, y para ayudar a desentrañar el enredo sin sentido al que se somete a nuestra civilización con una deficiente visión de la ciencia que nos hace entrar en un permanente conflicto ambiental y social… La humana parece ser una especie que, de puro rica y a la vez desorientada, está en permanente conflicto con todo lo que la rodea y consigo misma…
He escrito cuatro libros de poesía, el último con algunos relatos y una serie de reflexiones, y estoy terminando dos textos que quizás algún día vean la luz: uno sobre simbología universal y otro sobre teoría poética.
Horacio Ramírez actualmente vive con su familia en la localidad de Reta, también de la provincia de Buenos Aires, en el partido de Tres Arroyos, sobre la costa atlántica (a unos 600 kilómetros de su lugar natal), dando charlas guiadas sobre ecología, epistemología y paseos nocturnos para apreciar el cielo y su sistema de símbolos astrológicos y las historias que le dieron origen en las diferentes tradiciones antiguas.
*Este artículo fue escrito para ser publicado exclusivamente por el Diario Cine y Literatura.
Imagen destacada: Los carabineros (1963).