La bibliografía del Premio Nacional de Historia del año 2000 ha sido una invocación, una exhortación para demostrar al mundo que el lugar que se ha construido por encima de los rigores climáticos y la soledad geográfica, es una épica que viene dando tumbos por el universo a través de los siglos.
Por Juan Mihovilovich
Publicado el 26.4.2023
«El secreto de la existencia humana no solo está en vivir, sino también en saber para qué se vive».
Dostoievski
Conocí personalmente a Mateo Martinic Beros (1931) a comienzos de los años 80, aunque ya antes, cuando apenas accedía a la adolescencia, escuché su nombre entrando en la década del 70, al asumir como joven intendente de la Región de Magallanes.
En ese período en que cruzábamos la delgada línea de la infancia, las alusiones eran vagas, imprecisas, con esas denominaciones curiosas que enunciaban alguna reunión de autoridades, proyectos eventuales de desarrollo seguidos de un discurso político, o sencillamente, una noticia rutinaria transmitida a través de las radios locales o pasajeras lecturas en La Prensa Austral de Punta Arenas.
Aquellos eran tiempos de cambios sociales y políticos en un sentido embrionario, los que más tarde desembocarían en un quiebre de la vida democrática, con las consecuencias por todos sabidas. Después de eso lo reconocí en una disertación literaria del recordado Ernesto Livacic en la casa Museo Regional de Magallanes o Palacio Braun Menéndez.
Nos saludamos cordialmente y hablamos al pasar de literatura e historia como una secuencia lógica de nuestras vocaciones. Ya entonces había leído varios de sus libros y comencé a dimensionar el enorme trabajo de divulgación histórica que realizaba sobre nuestra región magallánica y la Patagonia en su conjunto.
Sin embargo, solo con el inefable paso del tiempo fui entendiendo la tremenda envergadura de su creatividad. Tengo la impresión que su amor por la tierra que lo vio nacer, crecer y desarrollarse, excede con mucho esa necesidad de pertenencia a un territorio determinado. Su vocación telúrica es, me atrevería a enunciarlo, casi metafísica.
Claro, esta es apenas una mera aproximación reflexiva para comprender –o intentarlo, al menos- esa raigambre profunda de un ser humano vital por su espacio geográfico, por las cosas y seres que lo habitan.
Descifrar gran parte de nuestra razón de ser
Siempre he sentido que la región de Magallanes ejerce una especie de apego atmosférico que suele llevarse sobre los hombros como un símbolo invisible de la procedencia. Una raíz autóctona que no se parece a ninguna otra de nuestro país.
Luego, no es casual que Mateo Martinic haya hecho de esa ramificación un canto personal —si cabe el término—, un profundo llamado vernacular que se ha extendido más allá de lo meramente físico, que ha descendido hacia las causas, orígenes y efectos de nuestra territorialidad austral.
Esas aproximaciones han sido —a no dudarlo— una invocación, una exhortación por demostrar al mundo que el lugar que se ha construido por encima de los rigores climáticos y la soledad geográfica, es una épica que viene dando tumbos por el universo, hasta que los astros se confabularon para conformar una suerte de manifiesto humano enarbolado a través de la historia, de su autenticidad, del trayecto, de sus huellas, de sus especulaciones, incluso.
Aquella historia es la que Mateo Martinic ha procurado desentrañar. Y lo ha hecho con rigor, con un profesionalismo excelso, que se ha destacado y reconocido más allá de nuestras fronteras.
Es cierto, como en toda obra relevante, sus postulados han sido objeto de críticas, de cuestionamientos, de subjetivismos apasionados. Pero ello no hace sino enaltecer aún más su inestimable trabajo de tantos años, de su perseverancia, del talento y rigurosidad de que ha hecho gala en cada una de sus múltiples publicaciones.
Ahora, cuando Mateo Martinic ya ha entrado al otoño de su vida y se acerca al siglo de existencia, es necesario ver en su extraordinaria obra magallánica ese amor con que la diseñó, esa vocación de ser y estar en un tiempo que sobrepasó con largueza el simple trabajo del estudioso.
Por eso me he atrevido a escribir estas líneas: un reconocimiento actual a quien enarboló como ninguno, en ésta o en cualquier latitud de este planeta, una tarea monumental, que ha intentado descifrar gran parte de nuestra razón de ser y de existir: Magallanes.
Una obra que perdurará más allá de nuestra efímera sobrevivencia.
Y eso es algo que se agradece por cualquier generación: pasada, presente o futura.
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Juan Mihovilovich Hernández (Punta Arenas, 1951) es un importante autor chileno de la generación literaria de los 80, nacido en la zona austral de Magallanes.
Entre sus obras destacan las novelas Útero (Zuramerica, 2020), Yo mi hermano (Lom, 2015), Grados de referencia (Lom, 2011) y El contagio de la locura (Lom, 2006, y semifinalista del prestigioso Premio Herralde en España, el año anterior).
De profesión abogado, se desempeñó también como juez de la República en la localidad de Puerto Cisnes, en la Región de Aysén, hasta el mes de mayo de 2021.
Asimismo, es miembro correspondiente de la Academia Chilena de la Lengua y redactor estable del Diario Cine y Literatura.
Imagen destacada: Mateo Martinic.