Los tres escritores mencionados en el título de esta crónica pertenecen a la estirpe de los escépticos que acechan al Supremo, para retarlo a un duelo ontológico, pues se ven tentados a adoptar posturas cercanas al nihilismo. Pero algo los mueve a rebelarse más allá de las negaciones que han crecido con la Modernidad, y son por ello agonistas, luchadores contra todo y con ellos mismos, a menudo al filo de la derrota.
Por Edmundo Moure Rojas
Publicado el 19.1.2020
Imprecar a la divinidad pudiera ser un modo equívoco de manifestar la fe religiosa, mediante actos de singular desesperación metafísica que buscasen romper el enigmático silencio de Dios. El imprecador exige una respuesta o al menos alguna señal que refrende su ansia de inasible certeza. Entonces, alza los brazos al cielo y blasfema contra el Todopoderoso que parece no escuchar sus ruegos ni menos mitigar el anhelo imperativo de religar, verbo matriz de toda singularidad religiosa, uniendo lo divino y lo humano.
Uno de estos famosos blasfemos fue el poeta portugués Antero de Quental (1842-1891), admirado por don Miguel de Unamuno, quizá porque el ilustre vasco, rector de Salamanca, compartía esa desazón ante lo incierto de la condición humana, enfrentada a la decrepitud y la muerte, como bien lo expresa en uno de sus más admirables libros, El sentimiento trágico de la vida.
Antero Tarquinio de Quental formó parte del célebre grupo literario Cenáculo, compartiendo con figuras como José María Eça de Queirós, José Duarte Ramalho Ortigão y Teófilo Braga. Organizaron las “Conferencias democráticas”, en 1871, cuyo propósito era crear conciencia en la sociedad portuguesa de la imprescindible modernización del país. Antero dio un gran impulso a la filial lusa de la Asociación Internacional de Trabajadores, entidad que apoyó su postulación como candidato socialista al Parlamento.
Iniciándose como poeta romántico, Antero de Quental evolucionó hacia una poesía de compromiso social y humanista, imbuido de una suerte de positivismo revolucionario militante, como bien lo expresa en los versos de «A un poeta»:
Tú que duermes, espíritu sereno,
a la sombra de cedros seculares,
como un levita al pie de los altares,
ajeno a luchas y fragor terreno,
¡despierta, es hora! El sol, alto ya y pleno,
ha ahuyentado las larvas tumulares…
Un mundo nuevo, al fondo de los mares,
espera el tiempo de dejar su seno…
¡Escucha la gran voz de esas legiones!
¡Son hermanos que se alzan, son canciones
de guerra, son la voz que nada abate!
Álzate, pues, soldado del Futuro,
y con rayos de luz del sueño puro
¡haz, soñador, la espada del combate!
No obstante, Antero no lograba mitigar su profundo desasosiego existencial, exacerbado por la enfermedad de su siglo, la tuberculosis, que le llevó a padecer continuos y crecientes estados de depresión. En medio de esas crisis, el poeta se dirigía a la costa atlántica, en la hora vespertina, cuando los temperamentos soturnos como el suyo se sienten asediados por la melancolía. Vestido con su larga capa negra, los cabellos revueltos y los grandes ojos extraviados, injuriaba al Hacedor. Los lugareños decían: “Ahí va el poeta loco que quiere asesinar a Dios”, y se persignaban, llenos de temor, como si hubiesen visto los espectros de la Santa Compaña.
Se cuenta que en una de sus últimas noches, previas al suicido con que terminaría su atormentada existencia, se encaramó sobre un roquedo batido por el viento y la lluvia, extrajo su reloj de plata, lo alzó hacia el encapotado cielo prometido, gritando como un poseso:
-Dios, escúchame: son las 8 y 27 minutos de la noche; te doy tres minutos para que me aniquiles; si no lo has hecho a las 8:30, dejaré de creer en Ti para siempre.
Otro imprecador de la divinidad fue Nikos Kazantzakis… Sí, amiga lectora, amigo lector, el novelista de Cristo nuevamente crucificado, La última tentación y Zorba el Griego; el poeta memorialista de Carta al Greco, cretense como éste, que había declarado, en las postrimerías: “Toda mi vida ha sido una búsqueda anhelante y un combate contra Dios”. El dilema de un cristianismo primitivo, a la manera de Lev Tolstoi, hacía mella en su espíritu insatisfecho.
Apelando a la “infinita misericordia” de Aquél, vuelto mudo enemigo contradictor, Kazantzakis le rogó que le concediera tres años más para concluir el extraordinario libro testimonial que dedicaba a su compatriota cretense, el pintor nacido cuatro siglos antes, que quizá también imprecara a Dios a través de los desgarramientos del color, en el mismo silencio ensordecedor de la pintura que enloqueciera a Van Gogh.
Antero de Quental, Miguel de Unamuno y Nikos Kazantzakis pertenecen a la estirpe de los escépticos que acechan a Dios, para retarlo a un duelo ontológico, que se ven tentados de adoptar posturas cercanas al nihilismo. Pero algo los mueve a rebelarse más allá de las negaciones que han crecido con la Modernidad; son por ello agonistas, luchadores contra todo y con ellos mismos, a menudo al filo de la derrota, optando por el revólver, como Antero; desgarrándose en el pensamiento hecho palabra, como Unamuno; subiendo las pedregosas rutas hacia el monte Athos, como el gran escritor de la Creta milenaria.
Al parecer, el Altísimo no escuchó el clamor de Kazanzakis, o no estuvo en sus planes inextricables conceder esa prórroga que casi todos solicitamos para cumplir algún propósito que juzgamos esencial; el caso es que la obra quedó inconclusa, aunque Elena Samos, su mujer, llevaría a cabo la ardua tarea de edición del manuscrito, publicado de manera póstuma, como Carta al Greco.
En los primeros días de 1974, cuando este largo látigo de injusticias que llamamos Chile vivía los meses iniciales de la odiosa dictadura militar-empresarial de Augusto Pinochet (1973 – 1990), el cronista se encaminaba a comprar algunas vituallas en el supermercado del vecindario. Al llegar a la esquina con Gran Avenida, se topó con un individuo de cabello hirsuto y barba negra que ofrecía una treintena de libros ordenados sobre la cubierta áspera de dos cajones de manzanas. El cronista experimentó un sobresalto al encontrarse con la portada de Carta al Greco, que había buscado, infructuosamente, en librerías de viejo. Se acercó al curioso vendedor:
-¿Cuánto pide por éste?
-Dos mil escudos… pero, si le interesa, llévelo por mil quinientos.
El cronista sonrió, identificándose con aquel hombre incapaz de vender siquiera la valiosa mercancía de los libros. Ningún comerciante que se precie va a rebajarte un precio antes que tú aceptes o rechaces la oferta. El cuadro era elocuente –ya que hablamos del Greco-. Aquel individuo se deshacía de sus libros para poder llevar algún dinero a los suyos o para mitigar su propia necesidad. Le pagué los dos mil escudos y nos hicimos amigos, hasta su muerte, en el año 2006, el mismo en que murieron los poetas Stella Díaz Varín y Aristóteles España. Roberto Leiva escribía ensayos comparativos de las grandes religiones monoteístas, como un autodidacta enamorado de la fe, entendida como búsqueda y desafío del entendimiento. Me asombró el despliegue laborioso de su “júbilo de comprender”, como un desarrapado Sócrates criollo que hubiese nacido, como yo, en la comuna de La Cisterna. Sin embargo, aquello no bastó para que yo abandonase mi acendrado escepticismo.
Guardando las distancias, también yo ruego, en el silencio desolador de las noches conmigo mismo, para que ese Gran Escriba que tejió con palabras cósmicas nuestra irremediable zozobra, me otorgue unos años de paz para ordenar mis numerosos y dispersos escritos. Si me oye, en este momento, le aseguro que no voy a imprecarle, más allá de la conjugación de alguna blasfemia inconsciente, al modo gallego o hispano, si me permiten… No vaya a ser que Él me oiga y aniquile como no lo hizo con Antero de Quental… Tampoco poseo un reloj de mano con leontina, ni siquiera uno de pulsera, y aventurar el ademán cronológico mediante el teléfono móvil sería muy burdo y antiestético. Y esa ordinariez no me la perdonaría ni la más benevolente divinidad.
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Edmundo Rafael Moure Rojas nació en Santiago de Chile, en febrero de 1941. Hijo de padre gallego y de madre chilena, conoció a temprana edad el sabor de los libros, y se familiarizó con la poesía española y la literatura celta en la lengua campesina y marinera de Galicia, en la cual su abuela Elena le narraba viejas historias de la aldea remota. Fue presidente de la Sociedad de Escritores de Chile (Sech) en 1989, y director cultural de Lar Gallego en 1994. Contador de profesión y escritor de oficio y de vida fue el creador del Centro de Estudios Gallegos en la Universidad de Santiago de Chile (Usach), Casa de Estudios donde ejerció durante once años la cátedra de «Lingua e Cultura Galegas».
Ha publicado veinticuatro libros, dieciocho en Chile y seis en Europa. En 1997 obtuvo en España un primer premio por su ensayo Chiloé y Galicia, confines mágicos. Su último título puesto en circulación es Memorias transeúntes (Editorial Etnika, 2017).
Asimismo, es redactor estable del Diario Cine y Literatura.
Imagen destacada: Nikos Kazantzakis en 1927.