Hay en esta primera novela de la autora chilena lo justo y lo necesario (si prescindimos, claro, de un final que se sobreviene demasiado rápido y tosco). Un relato atractivo y sin fanfarrias, por una parte, y una temática actual, por otra: aun en su corta edad, la joven narradora nacional nos ofrece una obra para poner atención, confirmando así lo promisorio de su incipiente carrera literaria.
Por Francisco Marín-Naritelli
Publicado el 19.6.2019
“Cada uno tenía su pasado encerrado dentro de sí mismo, como las hojas de un libro aprendido por ellos de memoria; y sus amigos podían sólo leer el título”.
Virginia Woolf
Sofía y Rosario son dos compañeras de un colegio católico de barrio alto. Amigas cuyo lazo comienza a agrietarse mucho antes de aquel secreto incómodo, que permanece tras un biombo de apariencias y culpas, propio de un sector social, un contexto sociocultural, una religiosidad. De eso trata La buena educación (Editorial Emecé, 2019), segundo libro y primera novela de Amanda Teillery (Santiago, 1995).
Hay un afán telegráfico en la prosa de la escritora, como si las palabras secas y duras, resonaran sin ningún tipo de aspaviento lingüístico, metafórico. El realismo exige una cierta compostura nada melindrosa y plañidera a la hora de narrar, y eso se nota en esta novela de menos de 200 páginas.
“-Y ellas…-empieza a decir con voz temblorosa-. ¿Lo han hecho? O sea… ¿son vírgenes?».
Hay un tono de extraña urgencia en Sofía. Hace tiempo que la pregunta le da vueltas en la cabeza, que se cuestiona sobre las diferentes facetas de la gente que la rodea, que se pregunta si ha estado demasiado aislada y ha perdido demasiada información. Todas sus compañeras de curso parecen compartir solo una pequeña parte de ellas, por lo menos con Sofía. Hay un par de cosas que aún no termina de entender. Claro que ha escuchado algunas historias, algunos rumores, pero nunca de una fuente directa” (Página 13).
Teillery visibiliza no solo la realidad de una clase social, en apariencia acomodada y sin mayores problemas, pero llena de turbulencias que apenas se asoman en miradas, gestos o conversaciones no del todo claras y precisas, sino que centra su atención en un tema contingente: la sexualidad. El sexo como un tabú, como algo que es de “otros”, ajeno, distante. Un imaginario hipócrita lleno de reglas y peligros, reservado “para los adultos”.
“Un recuerdo: el sexo es malo. Mejor dicho, no existe. Por lo menos para Sofía y las demás niñas de su edad. Eso es lo que les han dicho: el sexo es de los otros, no de ellas” (Página 17).
“Siempre les había tenido más bien miedo a los hombres, a esos seres oscuros que solamente aparecían para empeorar la vida. Le asustaba su eterna inmutabilidad, su perpetuo orgullo, sus eternos juicios” (Páginas 94-95).
“A veces es mejor no saber ciertas cosas. Hoy día ha aprendido eso. Siempre le hicieron creer que aquello que ignoras no existe. Probablemente era una suerte de motor para toda la gente que la rodeaba, se lo debían repetir constantemente como un mantra” (Página 130).
Una cosa del lenguaje como acto performativo. Un reparto de lo sensible, en términos de Rancière, donde no todos tienen derecho a la palabra. En este caso: niñas y niños reducidos a la infantilización, excluidos de conocimientos y experiencias respecto al cuerpo. Porque, para una visión conservadora, lo no adulto todavía corresponde, y así debe serlo, a la esfera de la niñez cándida y pura.
“Las profesoras continuaban llamándolas ‘niñitas’, aunque estaba claro que habían dejado de serlo hacía tiempo. Parecía haber algo inherentemente violento en la palabra ‘mujeres’. Tenía demasiadas connotaciones. Nadie se atrevía a usarla para referirse a las alumnas. ‘Mujeres’ evocaba curvas y piernas y pechos y miradas lascivas de hombres mayores. Era una palabra sexuada, al contrario de ‘niñitas’, infantil y amigable. La palabra ‘mujer’ evocaba sexualidad. Y no querían que las niñas tuvieran una” (Página 18).
“’Por mi culpa, por mi gran culpa’, les habían enseñado a decir, a repetir de memoria mientras se golpeaban el pecho. Por el resto de su vida, la culpa queda ahí, acechando a Sofía, esperando el momento en que caiga” (Página 45-46).
Desde el punto de vista estrictamente narrativo, la historia se construye alternando presente y pasando, para saltar al futuro y volver, finalmente, al presente. Quizá no es del todo afortunado, porque acelera el relato rompiendo el ritmo de la novela. Aunque, por otro lado, se entiende la intención de la autora de abarcar la condición endogámica de una clase, acostumbrada a reproducir sus valores de generación en generación.
Por otro lado, se destaca la verosimilitud en la configuración socioafectiva de las protagonistas. Rosario se presenta como una adolescente fuerte y perspicaz. Sofía, en cambio, tiene una personalidad más retraída y sumisa. Aunque, a medida que avanza la novela, vamos descubriendo sus fortalezas y debilidades. Mientras la primera se muestra vulnerable a sus propias emociones y a la realidad de la calle (que no sea su barrio), además de su errática vida adulta; la segunda afirma su carácter ya en la universidad, renegando el contexto de origen, el colegio y las amistades de infancia, entre las que se cuentan, claro está, la de Rosario.
“(…) Sofía se percata y comienza a ponerse nerviosa. Siente que no tiene nada interesante que contarle, no tiene historias, Rosario es siempre la de las historias, es a ella a la que le suceden las cosas divertidas que vale la pena contar” (Página 23).
“Últimamente, las pocas veces que conversan, Rosario siempre se encarga de hacerle ver a Sofía lo aburrida que le resulta su vida, lo insulsas que son sus nuevas amistades, lo mucho que pierde el tiempo viendo televisión o quedándose en su casa, leyendo o estudiando, mientras ella sale, se divierte, conoce gente y vive como se supone que se debe vivir” (Página 39).
La aproximación al sexo es diametralmente opuesta en ambas. Para Sofía, no solo respecto al aborto de Rosario sino que también en la esfera familiar, el sexo es vivido desde la distancia, con emociones encontradas ante un tema desconocido. Fascinación y nerviosismo, gusto y temor, al mismo tiempo. Algo que no se habla, que parece no existir en los ritos diurnos de sus padres, pero que se revela con su carga de misterio y vergüenza por las noches. Para Rosario, en cambio, la sexualidad se da por hecho, casi como una obviedad, aunque no por ello más fácil de comunicar dados los límites impuestos por la clase a la que pertenece. La interrupción del embarazo se considera un asunto incómodo, reducido a una cuestión de dinero, todo en un marco de secretismo, del que lectoras y lectores tendrán que inferir no pocas veces.
En una lectura de género, el sexo, deseado e inexplorado, más aún sus consecuencias emocionales y físicas, producen un desajuste, una problemática, una extrañeza para los personajes y su entorno social. Porque la realidad difiere de las expectativas e idealizaciones propias de un canon patriarcal. La imagen de un femenino en ciernes, romántico y heteronormativo, chocando con lo desconocido, lo imprevisto, lo pulsional, hasta con lo terrible. En este sentido, el título La buena educación bien podría constituirse en la ironía de, precisamente, la nula (o mala) educación que, como profecía autocumplida, reafirma el discurso internalizado, tradicional y profundamente religioso, que el sexo no gusta, que decepciona, que es pecaminoso, que no es para las mujeres.
“Solían soñar despiertas con el amor. Solían quedarse despiertas hasta tarde, conversando sobre niños que les gustaban, niños que apenas conocían. Sentían la presión, probablemente inculcadas por sus revistas femeninas favoritas, de direccionar sus hormonales e incipientes deseos hacia alguien.
El amor, siempre el amor. ¿En qué momento se había arruinado?
El problema con los asuntos amorosos era que, cada vez que había tenido alguna experiencia con un hombre, sentía que su cuerpo le pertenecía de alguna manera después. Que lo había dejado marcado, infectado, abandonado, lleno de huellas y manchas. Se sentía contaminada” (Página 125).
Hay en La buena educación lo justo y necesario (si prescindimos, claro, de un final que se sobreviene demasiado rápido y tosco). Un relato atractivo y sin fanfarrias, por una parte; y una temática actual, por otra. Aun de su corta edad, Amanda Teillery nos ofrece una primera novela para poner atención, confirmando así lo promisorio de su nobel carrera literaria.
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–Amanda Teillery: «Mi novela La buena educación trata sobre la amistad y la sexualidad femenina».
Francisco Marín-Naritelli (Talca, Chile, 1986), además de periodista y de magíster en comunicación política (titulado doblemente en la Universidad de Chile) las ejerce también como profesor en la Universidad Andrés Bello y como un prolífico escritor nacional, cuya última publicación es el libro de cuentos Interior con ceniza (Ceibo Ediciones, Santiago, 2018).
Igualmente es el director titular del Diario Cine y Literatura.
Imagen destacada: La escritora Amanda Teillery.