A setenta y pico días desde el “estallido social” o proceso revolucionario de 18 de octubre de 2019, con cientos de manifestaciones y protestas a lo largo de Chile, hemos asistido a un despliegue de la retórica por parte del gobierno y del Presidente de la República, que pudiera haber agotado la paradoja, la contradicción, la alegoría y aun el oxímoron.
Por Edmundo Moure Rojas
Publicado el 30.12.2019
Alfonso Castelao, autor de Sempre en Galiza, decía que los ricos duermen mal, en continuo sobresalto por el miedo a ser desposeídos de sus bienes. Los pobres, al parecer, reposan mejor, tal vez ayudados por el cansancio físico y la ausencia de otros desasosiegos que no sean los de la cotidiana subsistencia. Asimismo, los poderosos le tienen más miedo a la muerte que el vulgo; y, aunque la religión les promete también la vida eterna, puesto que la misericordia de Dios es infinita, siguen prefiriendo –por ahora- las bondades del reino de este mundo y se resisten a morir. Un ejemplo, patético y desesperado, es el de Walt Disney, que hizo congelar su cuerpo ante la posibilidad de que la ciencia llegara a descubrir las claves para vencer a la terrífica Parca. Previó, a un altísimo costo, su posible resurrección, en cuerpo y alma, aun cuando nadie sabe si ésta resiste el hielo del frigorífico o si vuela presurosa hacia otras dimensiones.
Las continuas amenazas que ven cernirse sobre ellos quienes disfrutan privilegios de poder, rango, clase o fortuna, en la forma de atentados, reales o imaginarios, sobre sus propiedades y bienes, que constituyen su valor supremo, por encima del derecho a la vida proclamado más como paliativo casuístico que ético, les llevan a construir, además de sus propias fortificaciones, alarmas, seguros y defensas de toda especie, una particular semántica, la del miedo, pródiga de contradicciones y adjetivos hiperbólicos.
El lenguaje nos otorga esa herramienta de exageración, como recurso de cautela ante el peligro. Así, la destrucción de una vidriera comercial en una marcha de protesta será calificada, no de simple delito, sino de acto “vandálico”, “anarquista” o aún “terrorista”. Pero las palabras poseen su propia sabiduría expresiva, su equilibrio de conjugaciones, una suerte de recelo o conciencia reprobadora ante los excesos; de ahí que ciertas afirmaciones o sentencias cargadas de matices alarmantes o terroríficos o pavorosos, caigan en el pleonasmo o en la hipérbole, produciendo, a la postre, el resultado opuesto a su intención originaria.
Una de esas palabras, repetida y manoseada en su constante aplicación a diversos hechos, situaciones y actos, es el concepto “terrorista”, para definir a cualquier individuo que ejecute acciones fuera del marco de la ley y del orden público, entendido este como la barrera protectora que aísla y guarda mi mundo íntimo de las agresiones de ese enemigo que siempre es el “otro”, según Borges.
Esta palabra, de suyo inquietante, posee connotaciones políticas y emocionales, por lo que su continuo uso y aplicación está casi siempre en entredicho. Por otra parte, los matices y singularidades en cada contexto de aplicación, exigen un riguroso tratamiento o uso adecuado del concepto, para no caer en inmediato descrédito.
Dostoyevski, en su célebre novela Los endemoniados –(algunos traducen Los demonios, aunque no es equivalente estar endemoniado que ser directamente vástago de Lucifer)-, el atormentado narrador ruso describe el comportamiento de un puñado de individuos que llevan a cabo actos de terror en contra del poder de la autocracia zarista, en nombre de valores como libertad, justicia e igualdad. No son revolucionarios, en el sentido épico o justiciero, sino desnudos nihilistas, descreídos de la divinidad, de la moral imperante y de todo lo que les rodea; una suerte de suicidas que no creen ni en ellos mismos, ni menos en una posible trascendencia; muy diferentes a esos que llamamos “terroristas islámicos”, que al parecer están muy convencidos de su carácter de “mártires de Alá”, seguros de que su proceder les llevará enseguida a disfrutar las delicias del paraíso musulmán, que a juzgar por los dichos de sus creyentes, es harto más placentero y atractivo que el etéreo edén de los cristianos, desprovisto de los placeres de Dionisos.
Parientes consanguíneos de los terroristas a que aludimos, serían los propugnadores del anarquismo, o entes malignos de la anarquía. Los desmanes callejeros, las dudosas bombas de ruido, las leyendas en rojo o negro pintadas sobre las paredes de centros de estudio o de otras instituciones respetables, son señales de las peligrosas actividades de los anarquistas. Muy pocos saben, en realidad, qué es el anarquismo como ideología; tampoco interesa, la cuestión es aplicar el término y señalar a un nuevo tipo de enemigo de la paz social y, por supuesto, de la propiedad privada.
España, un viejo país de larga historia y de escasa vida democrática (en estimación cronológica) es quizá único en la extensión del anarquismo. En los albores de la guerra incivil (1936-1939), la fuerza política y social organizada más numerosa de la Península era la Federación Anarquista Ibérica (FAI), con sus dirigentes y líderes legendarios, como Durruti y Ascaso, con su Columna de Hierro, que luchara en el Frente de Aragón. Estos “cabecillas” o “bandidos” o “forajidos”, como los describía y motejaba la prensa de derecha (ABC allá, El Mercurio aquí), incursionaron en América del Sur, a comienzos de los años 30.
Otro concepto que acompaña a los referidos, es el de “vándalo”, gentilicio de un pueblo germano procedente de Escandinavia, famosos por la ferocidad con que diezmaron a las legiones romanas, a comienzos del siglo V. Todo acto destructivo, especialmente en la vía pública, será calificado como “vandalismo”, aunque para los sectores derechistas la preferencia se incline por hablar, sin ambages, de “actos terroristas”: su propio miedo agigantado en el espejo cóncavo. Es el prisma que se aplica, hasta la saciedad, a las quemas de camiones de empresas forestales, a los incendios de casas, iglesias, escuelas y predios en la Araucanía, muchos de ellos de incierta procedencia. Es una forma de desvirtuar, por anticipado, la llamada “causa mapuche”, circunscribiéndola al ámbito de la propiedad privada y a los atentados y amenazas contra ella.
En Chile, los principales cruzados contra el “terrorismo” son los hermanos Kast. Ambos han sido testigos de feroces ataques a las fuerzas especiales policíaco-militares desplegadas en territorios Mapuche (Walmapu), por parte de “bien pertrechados” indígenas, con armas de última generación, presumiblemente de procedencia rusa, venezolana, coreana o aun cubana, nunca vistas por algún otro testigo, como los cincuenta mil soldados de Fidel en el Chile de 1973…
Ningún medio de prensa ni voceros responsables han corroborado estas terroríficas revelaciones, pero constituyen una especie de verdad testimonial para muchos compatriotas, que las replican a través de vías vertiginosas, Internet mediante, para seguir alimentando la fatídica dupla del miedo-odio: lo que se teme, al extremo de provocar terror, debe ser destruido.
Los individuos pertenecientes a estos sectores, nada quieren saber del terrorismo de Estado que asoló a Chile durante diecisiete largos años, llevando a la muerte, a la tortura, a la represalia y al exilio a miles de compatriotas; ni siquiera se dan por enterados –o hacen lo del avestruz- ante el asesinato de un ex ministro (Orlando Letelier), de un presidente de la República (Eduardo Frei Montalva), o de un comandante en jefe del Ejército (Carlos Prats) y de su esposa.
La causa de esta voluntaria ceguera es bastante simple: esos hechos jamás afectaron su derecho de propiedad; por el contrario, en muchos sentidos lo fortalecieron, reasegurando prebendas y privilegios, como ha sido el caso de la familia Kast y de otros grupos o clanes, como los Coloma, Larraín, Melnick, etcétera, a los cuales la dictadura militar-empresarial gratificó, adjudicándoles, a vil precio, empresas y bienes del Estado para su propio disfrute y beneficio de clase.
Setenta y pico días desde el “estallido social” o proceso revolucionario de 18 de octubre de 2019, con cientos de manifestaciones y protestas a lo largo de Chile. Hemos asistido a un despliegue semántico que pudiera haber agotado la paradoja, la contradicción, la alegoría y aun el oxímoron.
Sebastián Piñera y los suyos, en desesperada lucha por conservar los privilegios empresariales y de clase, han desplegado una extraordinaria retórica para escabullir el bulto y no ceder a las demandas sociales que parecen ahogarles como una marea incontrolable. Después de tres días de silencio, el mandatario de los poderosos apareció ante las pantallas de la televisión abierta, para decir que: “estamos en guerra contra un enemigo poderoso e implacable”. Al día siguiente, luego de un desmentido del mílite jefe de plaza, expresó: “Hago un llamado a todos mis compatriotas, con mucha humildad, reconociendo nuestros errores”. En seguida, ofreció una “potente agenda social” para morigerar las atroces desigualdades que afectan a nuestra macondiana república del fin del mundo.
Dos semanas más tarde, volvió a la carga, para denunciar: “redes extranjeras de gran sofisticación tecnológica que están dirigiendo las protestas y articulando desmanes de imprevisibles consecuencias”.
No hubo referencias a las flagrantes violaciones de los derechos humanos, ni a la treintena de asesinados, ni a los centenares de mutilados oculares, ni a las violaciones, torturas, saqueos y vejámenes perpetrados por una policía tan brutal como corrupta.
El lenguaje, pues, describe, miente, manipula y también oculta con su terrible silencio semántico.
Pero hay que tener cuidado, porque las palabras, mal empleadas, tarde o temprano nos harán pagar sus falaces equívocos, sobre todo las que se pronuncian y escriben con la gramática espuria de la mala leche, la cobardía aleve y la felonía irremediable.
Edmundo Rafael Moure Rojas nació en Santiago de Chile, en febrero de 1941. Hijo de padre gallego y de madre chilena, conoció a temprana edad el sabor de los libros, y se familiarizó con la poesía española y la literatura celta en la lengua campesina y marinera de Galicia, en la cual su abuela Elena le narraba viejas historias de la aldea remota. Fue presidente de la Sociedad de Escritores de Chile (Sech) en 1989, y director cultural de Lar Gallego en 1994. Contador de profesión y escritor de oficio y de vida fue el creador del Centro de Estudios Gallegos en la Universidad de Santiago de Chile (Usach), donde ejerció durante once años la cátedra de «Lingua e Cultura Galegas». Ha publicado veinticuatro libros, dieciocho en Chile y seis en Europa. En 1997 obtuvo en España un primer premio por su ensayo Chiloé y Galicia, confines mágicos. Su último título es Memorias transeúntes (Editorial Etnika, 2017).
Asimismo, es redactor estable del Diario Cine y Literatura.
Crédito de la imagen destacada: EFE.