Los acuerdos entre el Gobierno y la mal llamada oposición (la ex Concertación), no sólo ha permitido que el plebiscito constitucional, gracias a la aprobación de los 2/3 para dirimir el contenido de una nueva Carta Fundamental, haga imposible la desaparición de la institucionalidad neoliberal en la práctica, sino que también produjo una estrategia reactiva en el combate al coronavirus durante el crucial mes de marzo (con el beneplácito de la otrora Nueva Mayoría), la cual se tradujo en una explosión de los casos de contagio, y por ende en una desmovilización obligada de los agentes sociales que apostaban por un verdadero cambio ideológico en el país.
Por Felipe Portales Cifuentes
Publicado el 21.5.2020
Toda auténtica democracia requiere de gobierno y oposición elegidos por el pueblo. El primero, conduciendo el Poder Ejecutivo; y el segundo, manteniendo un permanente ojo avizor de las políticas que se desarrollan en función del mejor logro del interés público y fiscalizando los errores e incluso eventuales corrupciones y violaciones de derechos humanos que se produzcan. Desgraciadamente, desde 1990, en nuestro país se ha producido una inédita confluencia entre gobierno y oposición que se estructuró gráficamente en la “política de los consensos”, sobre la base práctica de la consolidación del modelo neoliberal impuesto por la dictadura; incluyendo las cuestionadas privatizaciones efectuadas en su período final; el Plan Laboral; las AFPs; las Isapres; la ley minera; la LOCE-LGE; las universidades privadas con fines de lucro; el sistema de elusión tributaria; la minimización del poder de sindicatos, juntas de vecinos, cooperativas y colegios profesionales; etcéteras.
Lo anterior se fundamentó —de acuerdo al crudo reconocimiento efectuado por el principal artífice de la “transición”, Edgardo Boeninger— en la “convergencia” que experimentó el liderazgo de la Concertación con el pensamiento económico de la derecha a fines de los 80: “convergencia que políticamente el conglomerado opositor no estaba en condiciones de reconocer” (Democracia en Chile. Lecciones para la gobernabilidad; Edit. Andrés Bello, 1997; p. 369). Para lograr que esto no se reconociese, fue clave el solapado regalo de la futura mayoría parlamentaria que le aguardaba a la Concertación de haberse mantenido los términos originales de la Constitución del 80; regalo efectuado a través de una Reforma Constitucional concordada entre Augusto Pinochet y la Concertación en 1989 (Ver mi libro: Chile: Una democracia tutelada; Capítulo III, Sudamericana, 2000). Así, los gobiernos concertacionistas adujeron plausible, aunque engañosamente, que no podían llevar adelante sus programas porque carecían de mayoría parlamentaria.
Todo ello se agravó incluso con las también inéditas políticas activas para destruir los medios de comunicación de centroizquierda llevadas a cabo por los sucesivos gobiernos de “centroizquierda”. Políticas consistentes en bloqueos de ayudas financieras externas; en la mantención de la discriminación del avisaje estatal que les hizo la dictadura; y en comprar algunos de dichos medios (por personeros concertacionistas) para luego cerrarlos. Esto redundó en su generalizada desaparición (Análisis, Apsi, Página Abierta, Hoy, Fortín Mapocho, La Epoca, Rocinante, Siete, Siete + Siete, Plan B, Punto Final…) y en una concentración de los medios en manos de los grandes grupos económicos, ¡muy superior a la de la dictadura! De esta manera, ya no hubo medios que pudieran criticar siquiera el neoliberalismo concertacionista, cuando éste comenzó a hacerse evidente.
Y su culminación más vergonzosa se alcanzó con la política consensual respecto de la búsqueda de impunidad de violaciones de derechos humanos. Así, como lo reconoció con total claridad el mismo Boeninger: “En el marco de la estrategia del gobierno, una primera decisión fue no intentar la derogación o nulidad de la Ley de Amnistía de 1978, pese a que tal propósito estuvo incluido en el programa de la Concertación. Eso significaba aceptar que no habría castigo por condena penal de los responsables de los crímenes cometidos con anterioridad a su promulgación, con la sola excepción del asesinato de Orlando Letelier, explícitamente exceptuado de dicha ley por el propio gobierno de Pinochet” (Ibid.; p. 400).
Ello explica los reiterados intentos de gobierno y oposición por legitimar a través de proyectos de leyes la vigencia de dicha amnistía o de disminuir sustancialmente las penas de los violadores de derechos humanos: El Acuerdo-Marco de 1990; el proyecto de Ley Aylwin de 1993; el proyecto de Ley Frei de 1995 y el Acuerdo Figueroa-Otero del mismo año; el proyecto de la Comisión de DD. HH. del Senado de 1999; el proyecto de Lagos de Ley de Inmunidad de 2003; el proyecto de ley de senadores concertacionistas y aliancistas de 2005; y su reflotamiento por el gobierno de Bachelet en 2007. Afortunadamente todos esos intentos fracasaron debido fundamentalmente a la frontal oposición de las ONG de DD. HH. nacionales e internacionales; y, particularmente, de las agrupaciones de familiares de detenidos desaparecidos y de ejecutados políticos.
Y explica también el extremo —de difícil parangón ético en la historia— de la defensa conjunta que hicieron de la impunidad de Pinochet para lograr su “exitosa” liberación de la segura condena que le esperaba en Europa; y, luego, para lograr la impunidad del ex dictador en Chile presionando al Poder Judicial. En ambos casos, además, se adujeron manifiestamente falsas razones de salud mental.
Estos gobiernos, sin real oposición, pudieron entonces consolidar sin problemas el “modelo chileno” hasta que a partir de 2011 surgieron fuertes movimientos sociales que empezaron a cuestionar aspectos importantes, pero sectoriales del modelo. Estos fueron sobrellevados a través de reformas muy acotadas en el plano educacional, reformas que ni siquiera alcanzaron a modificar los elementos básicos del modelo en ese ámbito. Hasta que llegó el “estallido” o “rebelión” social de octubre pasado que reveló una profunda oposición mayoritaria a la continuación del neoliberalismo explotador y abusivo.
Sin embargo, continuando con la lógica consensual de la mantención del modelo, “las dos derechas” (como atinadamente las denominó Sergio Aguiló hace ya muchos años), llegaron a un nuevo consenso en torno a la idea de establecer una Constitución —que sustituyese a la Constitución del 80; suscrita por Ricardo Lagos y todos sus ministros en 2005, luego de algunas reformas importantes pero que no alteraron su esencia autoritaria y neoliberal— que contara con el consenso (valga la redundancia) de ambas, al establecer ¡un quórum de 2/3 para su aprobación! Algo que, además, repugna la regla esencial democrática de las mayorías; y que, por cierto, impediría —incluso, aunque se diese una muy improbable vuelta a las raíces centroizquierdistas del liderazgo de la ex Concertación— una sustitución del actual “modelo chileno”.
Y, finalmente, una vez que llegó a Chile la terrible pandemia del Covid-19, el gobierno —con el tácito silencio de la oposición— se embarcó en marzo en una política básicamente reactiva y no preventiva para luchar contra ella; política que fue fuertemente cuestionada por el Colegio Médico, bajo la dirección de Izkia Siches; y por la Asociación Chilena de Municipalidades (ACHM), dirigida por el acalde RN de Puente Alto, Germán Codina. Y en esa lucha de los alcaldes —que se hizo acre por la actitud excluyente del ministro Mañalich, incluso de negarles información del impacto que estaba teniendo la epidemia en cada comuna— ha resaltado la débil actitud adoptada por los alcaldes de la ex Concertación. Quienes se han destacado han sido alcaldes de la derecha tradicional como —además de Codina— Kathy Barriga, Rodolfo Carter y Karen Rojo; y de izquierda, como Gonzalo Durán, Daniel Jadue y Jorge Sharp.
Y ahora, en que está quedando en completa evidencia el tremendo fracaso de las estrategias gubernamentales reactivas —con el incremento explosivo de infectados y el atochamiento creciente de los hospitales y clínicas para atender a los enfermos graves— ha surgido una nueva iniciativa “transversal” —denominada “Pacto Social»— auspiciada por destacados líderes de las dos derechas como el presidente de RN, Mario Desbordes y el senador PS, José Miguel Insulza; en que se pretende abordar los aspectos más agudos de la grave crisis sin, por cierto, alterar las bases esenciales del “modelo chileno”.
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Felipe Portales Cifuentes es sociólogo de la Pontificia Universidad Católica de Chile (titulado en 1977). Ha sido Visiting scholar de la Universidad de Columbia, asesor de Derechos Humanos del Ministerio de Relaciones Exteriores, y profesor de la Universidad de Chile en el Instituto de la Comunicación e Imagen (ICEI), en el Instituto de Asuntos Públicos (INAP) y en el área de Humanidades de la Facultad de Ciencias Físicas y Matemáticas.
Entre otros volúmenes ha publicado: Chile: Una democracia tutelada (Editorial Sudamericana, 2001), Los mitos de la democracia chilena. Desde la Conquista a 1925 (Editorial Catalonia, y que obtuvo el Premio Ensayo del Consejo Nacional de Libro y la Lectura en 2005), Los mitos de la democracia chilena. 1925-1938 (Editorial Catalonia, 2010), Historias desconocidas de Chile (Editorial Catalonia, 2016), e Historias desconocidas de Chile 2 (Editorial Catalonia, 2018).
Crédito de la imagen destacada: Emol.