El arte, la música, la pintura, la literatura, las bibliotecas, la danza, el cine, toda esa belleza no exenta de dolor, germina como una auténtica renovación del mundo que anhelamos en lo más secreto de nuestro ser, en lo más permeable del sujeto social, cuyo bien común se nutre de un cambio de actitud y de conciencia.
Por Juan Mihovilovich
Publicado el 14.6.2020
La cultura implica, entre otros muchos factores, una historia de vida personal y colectiva, una conexión con lo que constituye “el alma” de un pueblo. Siendo así, la cultura no se extingue por los procesos extraordinarios que suelen asolar a la humanidad. Por el contrario: se potencia.
En tiempos de crisis aflora una suerte de “creacionismo” que confronta al individuo consigo mismo y los demás en una dimensión hasta allí desconocida. Los viejos hábitos se reacondicionan y la nueva forma de supervivencia nos obliga a mirar el mundo con otro prisma: advertir de golpe la inmediatez de la fragilidad humana que nos parecía lejana e inaccesible.
Es ahí donde el individuo social despierta asombrado ante una globalización que surgió como la panacea del desarrollo humano. La tecnología acortó el tiempo y el espacio. Se mimetizó e hizo carne en nuestros apetitos primarios abriendo nuestros ojos hacia lo desconocido. Sólo que el nuevo conocimiento renegó de la identidad: emergió como una moderna esclavitud tras un cúmulo de información insustancial que nos avasalló culturalmente bajo la égida del control mental.
El predominio de las transnacionales extendió su imperio solapado hacia Estados y gobiernos complacientes que suponían que el progreso estaba y está ligado a la codicia y al chorreo económico.
De las religiones manó la podredumbre sobre las que se sustentaron por siglos. El cielo no era una promesa, sino un premio por el diezmo y la confesión de los pecados en una sociedad ahíta de competitividad, supuestas riquezas y conformismos. El diablo, de por sí cómodo y oculto, hizo su aparición tras bambalinas y vivimos el horror de la manipulación cerebral, cansados de la rutina diaria, el trabajo y las relaciones domésticas.
Una civilización confinada al absurdo de la mansedumbre, de aparatos celulares que todo lo contienen: el odio, el amor de utilería, las pederastias, las pornografías, la voracidad y el ilimitado poder de seducción de masas enclaustradas en sus audífonos, mientras los zombis caminan sin destino: ir y venir tras los propios pasos manejados por esa potestad omnipotente y subrepticia que nos desplaza como peones de un ajedrez virtual.
Luego el virus de la ambición se extrapola hacia la destrucción de la especie antes de consolidar su ciclo natural. Y ese virus, apenas un complemento de la dominación, se entroniza en las células para destruir nuestra necesidad de respiración.
En este panorama desolador, ¿hacia dónde encaminarnos?
Como en el dique de contención a punto de saltar en pedazos el dedo se coloca en los intersticios del desplome inevitable. Y ese dedo puede postergar o no el derrumbe.
Ese rol debiera jugarlo significativamente la nueva cultura, la que nace del encierro en que hemos estado por décadas sin percibirlo, sin advertir el olvido de un entorno inseparable de nuestros nacimientos. Y la recreación cultural, desprovista un instante de la hipnosis del celular, nos permitirá oír el ruido apocalíptico, pero también redescubrir lo maravilloso a ras del suelo.
La creatividad nos acerca a esa divinidad que subyace en nuestras células, nos reconstituye el limitado espacio físico y mental del confinamiento. Ella nos liga con lo insondable y permite mirarnos como en un espejo de dos caras. El acercamiento se transforma en un hecho real: vemos al otro como una extensión de nuestras desgracias, pero también como una resurrección solidaria que nos convierte en un solo ser, admirados de nuestra grandiosa pequeñez, apenas un minúsculo grano de polvo que no merece desvanecerse en un pandémico egoísmo.
El arte, la música, la pintura, la literatura, las bibliotecas, la danza, el cine, toda esa belleza no exenta de dolor, germina como una auténtica renovación del mundo que anhelamos en lo más secreto de nuestro ser, en lo más permeable del sujeto social, cuyo bien común se nutre de un cambio de actitud y de conciencia.
El intercambio, ya no de la información trivial, sino del conocimiento sensible y auténtico que la cultura brinda sobre uno mismo, es una herramienta formidable para reconstituir un mundo abatido por un liberalismo ramplón, manejado por líderes accidentales que han hecho de un personalismo acomodaticio la sinrazón del modernismo.
La cultura como elemento de contención de la avaricia y su predominio subliminal es una urgente necesidad que permita reflejar a la nueva humanidad y aseste el golpe de gracia a un consumido materialismo.
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Juan Mihovilovich Hernández (Punta Arenas, 1951) es un importante autor chileno de la generación literaria de los 80, nacido en la zona austral de Magallanes. Entre sus obras destacan las novelas Útero (Zuramerica, 2020), Yo mi hermano (Lom, 2015), Grados de referencia (Lom, 2011) y El contagio de la locura (Lom, 2006, y semifinalista del prestigioso Premio Herralde en España, el año anterior).
De profesión abogado, se desempeña también como juez de la República en la localidad de Puerto Cisnes, en la Región de Aysén. Asimismo, es miembro correspondiente de la Academia Chilena de la Lengua y redactor estable del Diario Cine y Literatura.
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