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La equívoca clase media o la salvación de la República de Chile

Yo le sugeriría al Presidente Sebastián Piñera que enviara a las familias mesocráticas —en compañía de las codiciadas cajas de alimentos— un estante de libros con las cincuenta mejores obras de la literatura chilena. Quizás con eso evitaríamos, o pospondríamos, el inevitable colapso de nuestra feble democracia.

Por Edmundo Moure Rojas

Publicado el 9.7.2020

Nací como hijo de la clase media inmigrante, o “pequeña burguesía”, aunque esta variable suene peyorativa. Al inicio de la década de los 50, se entendía a ese estrato social, clave para la política centrista —liderada entonces por el Partido Radical— como el conjunto de individuos que representaban a más de un tercio de la población republicana, caracterizados por rasgos y valores distintivos en su estructura, poseedores de profesiones liberales u oficios consagrados por el prestigio social y burgués, dueños de su casa–habitación, en la que no faltaba una biblioteca de autores chilenos y universales, con  enciclopedias como “El Tesoro de la Juventud” y un diccionario de la RAE, que nunca dejaba de consultarse, porque no daba igual escribir “infringir” por “infligir”, o “influenciado” por “influido”. Si egresabas de Sexto año de Humanidades, el mínimo que se te pedía era redactar bien.

Los más afortunados, dentro de este estrato, poseían una casa o departamento en la costa central de Chile, lo que acentuaba su prestigio, máxime si contaban con un automóvil, beneficio escaso y de difícil acceso entre los años 1950 y 1980. (Ni la una ni lo otro tuvimos en una familia de doce bocas).

Clase media sin subdenominaciones falaces. En la familia podía primar la ideología librepensadora, o la católica conservadora, o la socialdemócrata y, en casos menos frecuentes, la socialista. El denominador común era esa categoría, hoy en desuso, entendida como la posesión de una “cultura general”, sustentada en esos libros que proporcionaban el conocimiento del mundo y su correspondiente axiología. Aunque ya por entonces había quienes afirmaban que la “clase media” era una entelequia manipulada por el capitalismo para usarla como “colchón” social entre los reales dueños de este país y el pobrerío, eso que ahora llaman “sector vulnerable”.

Hace unos días, me percaté de que estoy fuera de lugar. El decano publicó un estudio estadístico, con carácter de oráculo, que establece la siguiente clasificación representativa del mundo social chileno, acotada en décadas:

Entre 2010 y 2016: la “clase media” alcanzó un 24%; la “clase media alta”, un 6%; la “clase alta”, un 8%; la “clase media baja”, un 45%;  otras clases “no determinadas”: 17%.

Para fines del 2020, las cifras serán, en el mismo orden precedente: 25%, 17%, 13%, 35% y 10%. El “nicho” de las clases está establecido por el nivel de renta anual. Siendo el de la “media alta” entre 12,8 millones y 26 millones de pesos, se podría colegir que la “clase media alta” y la “alta” tendrán notable incremento. ¿Y las “otras”? No sé dónde van a diluirse. Carece de importancia, porque no dispondrán de cuentas corrientes ni tarjetas de crédito… Y téngase en cuenta que este sistema neoliberal se ufana en “privilegiar al individuo por sobre la masa”. Esto se sujeta, obviamente, al desenvolvimiento de la atroz pandemia, de salubridad y socioeconómica, que nos agobia.

En todo caso, si la actual división de clases se determina, exclusivamente, por el rango de ingresos, cada chileno debiera cargar con una “cédula de renta”, como el “carnet Covid”, que ideó Mñalich, actualizada por año tributario, para acreditar su estado de pertenencia social, posibilitando así su ingreso a lugares y comercios que no le estén vedados. Se evitará así conflictos innecesarios, pues la convivencia armónica entre clases sólo es cuestión de previo entendimiento, teniendo en cuenta, eso sí, lo que mi abuela nancagüina sentenciaba: “Hijo, cada oveja con su pareja; las mezcolanzas nunca han resultado buenas”. Visión decimonónica que aún pervive en la Derecha.

En 2019 mi renta anual superó los 12 millones, incluyendo boletas de honorarios por servicios contables (sí, como Fernando Pessoa), documentos “ideológica y burocráticamente veraces”, aunque debo decir que sólo un sesenta por ciento de ese monto llegó a mis bolsillos, asunto que no es dable aclarar aquí, porque todavía tengo interesadas (os) en mi peculio, por modesto que sea. Según ello, yo habría pertenecido entonces, aunque fuera por doce meses, a la “clase media alta” de este país, pese a que mis hábitos, estrecheces y preferencias ideológicas digan y certifiquen lo contrario.

Y ahora, cuando no existen los “hidalgos pobres” ni los “nobles venidos a menos”, ni la “realeza despojada”, no me queda más opción que buscar cobijo en esos etcéteras humanos que son las “otras clases”, el limbo ominoso y anónimo de los “no clasificados”. Aunque a estas alturas me da por creer que, como viejo escritor de oficio, bien podría optar por adherirme a ese grupo dilecto que Ortega y Gasset definiera como “aristocracia del pensamiento”, aunque algunos detractores de mis crónicas, indignados porque emplacé a Cristián Warnken Lihn por sus burdos coqueteos con el Poder, me descalifiquen, aduciendo mi carácter de ágrafo y nulo lector; acusaciones que me preocupan, pues, al decir de mi maestro Filebo:

—Si alguien que ha leído, a los 70 años, unos diez mil libros, no es un buen lector, no sé de qué estamos hablando.

 

Claro, Luis Sánchez Latorre lo escribió por él, luego de una encendida polémica, oral y escrita, con su tocayo Luis Merino Reyes, formidable contradictor, que le reprochaba “escasas o superficiales lecturas”. Esto lo escuché en el salón de reuniones del directorio de la Sociedad de Escritores de Chile, cuando los socios podíamos concurrir a las reuniones y opinar… Otra cosa es haber leído mucho y asimilar poco de aquella infinitud de palabras. Pudiera ser, en mi caso, digo, nunca en el de mi querido Filebo.

Vuelvo a esa “clase media”, al parecer cada vez más difuminada en la lucha de clases que hoy no puede disfrazar nuestra versión criolla del “capitalismo salvaje”, recordando que, hace sesenta o setenta años (¡vaya dimensión temporal de los recuerdos!), en cualquier casa de estratos sociales medios, incluyendo obreros especializados, artesanos y trabajadores de imprenta —anarquistas, en su mayoría— existía una biblioteca de autores chilenos y universales, lo que facilitaba a sus lectores una expresión escrita sólida y correcta (gramaticalmente hablando), sin que fuesen escritores.

En reuniones familiares o de amigos, era corriente escuchar diálogos sobre libros entonces emblemáticos, como Juan Cristóbal, Los hermanos Karamazov, La montaña mágica, El lobo estepario… Incluso El Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha, cumbre de la literatura universal que hoy pocos jóvenes conocen o disfrutan, incluyendo al fachendoso Pablo Simonetti, que lo declaró poco menos que ilegible. Bueno, Pablo no es de “clase media”, sino de clase burguesa acomodada, en cuyas moradas solo se ven libros de fotografías en las mesas de centro, que nadie lee y pocos hojean.

Me atrevo a sostener que aquella clase media, minoritaria y difusa hoy en día, estructurada en mayor medida y progresión durante los gobiernos radicales, puede terminar aniquilada después de esta catástrofe pandémica y cataclismo social.

El actual gobierno de empresarios ágrafos está lucubrando, de manera desesperada, contra el tiempo —y contra la época—, ayudas y bonos de parche para la menesterosa y alicaída “clase media”. Préstamos para agravar su endeudamiento y su virtual esclavitud de la banca y de las grandes casas comerciales. Es decir, iniciativas para acabar con ella, de manera eficaz y definitiva. Y es que esta versión nuestra del liberalismo económico solo propicia la fractura de clases en dos segmentos, ideales para la rebelión: poseedores y desposeídos.

Yo le sugeriría a don Sebastián que enviara a estas familias un estante de libros con las cincuenta mejores obras de la literatura chilena. Quizá con eso evitaríamos —o pospondríamos— el inevitable colapso de nuestra feble República democrática.

Es probable que la señal de los anaqueles de libros, vacíos o desaparecidos, haya anunciado este fin irremediable, pero nadie escruta el porvenir en los libros, y si aún tenemos buenos poetas, los vates desaparecieron hace mucho; quizá Pablo de Rokha fue el último, acallando su propia voz con un disparo, cincuenta y dos años ha:

…Caduco en “la República asesinada”

y como el dolor nacional es mío, el dolor popular me horada la palabra, desgarrándome como

si todos los niños hambrientos de Chile fueran mis parientes

 

También puedes leer:

Carta abierta a Cristián Warnken: Esta pandemia te ha desnudado, profesor.

 

***

Edmundo Moure Rojas, escritor, poeta y cronista, asumió como presidente titular de la Sociedad de Escritores de Chile (Sech) en 1989, luego del mandato democrático de Poli Délano, y además fue el gestor y fundador del Centro de Estudios Gallegos en el Instituto de Estudios Avanzados de la Universidad de Santiago de Chile, casa de estudios superiores en la cual ejerció durante once años la cátedra de «Lingua e Cultura Galegas».

Ha publicado veinticuatro libros, dieciocho en Sudamérica y seis de ellos en Europa. En 1997 obtuvo en España un primer premio por su ensayo Chiloé y Galicia, confines mágicos. Su último título puesto en circulación es el volumen de crónicas Memorias transeúntes.

En la actualidad ejerce como director titular del Diario Cine y Literatura.

 

Edmundo Moure Rojas

 

 

Imagen destacada: Pablo de Rokha (1894 – 1968).

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