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«La espía roja»: Sin lugar para el remordimiento

La historia no es un relato sentimental, sino un relato de poder, de traición y de convicción política (no un asunto sexual o sentimental) que cambió el curso de la Guerra Fría y que proporcionó a la Unión Soviética la capacidad de un gigantesco arsenal que amenaza cada hora la existencia del planeta. Se encuentra actualmente en cartelera.

Por Cristián Garay Vera

Publicado el 9.9.2019

Con cierto atraso nos llega esta película de época. Las mascaras del espía son la expresión del subterfugio, la mentira y la profunda displicencia por sus actos frente a su entorno familiar y laboral en pos del interés pecuniario o ideológico. En este caso parece ser solamente político. Para ser espía se requiere una doblez que le permita soportar el peso de sus acciones sin volverse loco en el mundo real. Es eso mas menos lo que hace “Joan Stanley”, basada en Melita Norwood, interpretada por la solvente Jude Olivia Dench (1934) de mayor, y Sophie Cookson de joven. Basada en el libro biográfico de su vida, hecha por su hijo y ella, la cinta presenta una versión edulcorada de sus motivaciones, cuando fue descubierta décadas después en Australia, donde se fugó con ayuda de la red pro rusa.

La película presenta a la protagonista en 1938. Entonces era secretaria de la Asociación de Metales No Ferrosos en Cambridge, que participaba del programa nuclear británico. Pero la historia más potente se teje en la posguerra. Ahí, en medio de todas las medidas de seguridad, se enamora con un agente comunista, Leo Galich (Tom Hughes) que busca traspasar el secreto de la bomba a la URSS. A juicio de su contacto, del que se enamora, hay que traicionar al país para salvar al mundo. Eso se conjuga poco con el guion que la presenta dominada por el amor (y el sexo con música de violines de fondo) y que no entendía la naturaleza de su misión. Lo hace de forma regular, muy sistemática y con gestos de sangre fría. Cuando un grupo de la seguridad británica le pide revisar la cartera, indica sus toallas higiénicas y el policía se disculpa de entrometerse en ese detalle.

Por otro lado, la protagonista se articula con una red que tiene acceso a funcionarios diplomáticos británicos de alto rango. E involucra a hijos y esposo de modo colateral, a tal punto que el hijo llega a preguntarle quién es realmente. A pesar de los intentos del director y del guion de mostrar una espía candorosa y luego una revolucionaria de tipo hippie, que busca la paz mundial, las razones ideológicas están dichas por Melita: “Hice lo que hice no por dinero, sino para ayudar a prevenir la derrota de un nuevo sistema que, a un gran coste, había proporcionado a la gente común comida y salarios con los que pudieron permitirse una buena educación y un servicio de salud. En las mismas circunstancias sé que hubiera vuelto a hacer lo mismo” (El País, 25 de junio de 2005). Ella considera que debe haber un equilibrio en el uso del armamento nuclear favoreciendo a la URSS, y por eso lo hace. Al final de la película alegará que ella ha luchado por lo mismo que millones de personas, esto es por la paz mundial.

Desde luego la película no escatima en metraje (quizás excesivo) para narrar con meticulosidad los procedimientos para llevar la información, desde que ella acepta trasvasijar los datos del programa nuclear. Sus encuentros y claves le llevan a definir incluso los puntos flacos de sus contrapartes en la tarea, uno de ellos es homosexual, aspecto que aprovecha cuando inculpan a su esposo. Entonces con habilidad chantajea a su propio contacto para permitirles escapar con otra identidad hacia Australia y luego retornar a Inglaterra.

Narrada en racontos, desde esa mañana de 1999 en que es descubierta, va y vuelve al pasado para explicar en los interrogatorios como la tierna viejecita (magnífica Jude Dench) que riega su jardín, es detenida por vulnerar secretos de estado. Una mujer que se justifica sin problemas mientras hace una defensa por las consecuencias de sus acciones; dice que nadie la puede haber acusado de preparar el holocausto nuclear, pues ha buscado la paz mundial. Mientras tanto, durante décadas fue capaz de manipular su entorno, para espiar para Moscú, quizás primero por enamoramiento, pero luego por convicción ideológica. La música y la fotografía son competentes, y el guion sigue bien la versión de la inculpada (liberada por su edad por nuestro conocido Jack Straw) pero queda al debe en comprensión crítica. La historia no es un relato sentimental, sino una historia de poder, de traición y de convicción política (no un asunto sexual o sentimental) que cambió el curso de la Guerra Fría y que proporcionó a la URSS la capacidad de un gigantesco arsenal que amenaza cada hora la existencia del planeta. Una historia en la que no hay espacio para el remordimiento, como si lo hay en las historias del agente Smiley de John Le Carre.

 

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La espía roja, de Trevor Nunn: Fifty-fifty.

 

Cristián Garay Vera es el director del magíster en Política Exterior que imparte el Instituto de Estudios Avanzados de la Universidad de Santiago de Chile, casa de estudios de la cual además es profesor titular.

Asimismo es asesor editorial del Diario Cine y Literatura.

 

La actriz Judi Dench en el filme «La espía roja», de Trevor Nunn

 

 

 

 

Tráiler:

 

 

Imagen destacada: La actriz Sophie Cookson en La espía roja (2018).

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