Con un ritmo vertiginoso, la historia se nos presenta en una permanente tensión, donde la posibilidad del fracaso está a la vuelta de la esquina (desafío no menor, que los directores resuelven con creces: contar una historia que transcurre principalmente en un mismo espacio físico, en un castillo francés).
Por Francisco Marín-Naritelli
Publicado el 29.1.2018
“Hay que ser sublime sin interrupción. El dandy debe vivir y morir ante el espejo”.
Charles Baudelaire
Max es jefe de una compañía de cáterin donde todo no parece funcionar de la mejor forma: James, el DJ, un tipo pasado de revoluciones, de poca monta, muy alejado de lo sobrio, lo chic y lo elegante; Guy, un fotógrafo desaliñado y glotón, con poca pericia social; Julien, el cuñado del jefe, depresivo y frustrado profesor que no tiene mayor expectativa en la vida. Además de toda una fauna de cocineros, meseros, músicos, colaboradores fijos y ocasionales, cuyo propósito es preparar la noche especial y mágica de Helena y Pierre, en un gigantesco castillo francés del siglo XVIII. O mejor dicho: de Pierre y Helena, dado el egocentrismo, arrogancia (y ridiculez) del primero. Este es el argumento de “Le sens de la fête” o “La fiesta de la vida” (2017), largometraje de Olivier Nakache y Éric Toledano, directores ya conocidos por “Amigos intocables” de 2011.
Con un ritmo vertiginoso, la historia se nos presenta en una permanente tensión, donde la posibilidad del fracaso está a la vuelta de la esquina (desafío no menor, que los directores resuelven con creces: contar una historia que transcurre principalmente en un mismo espacio físico, este castillo francés). Max (Jean-Pierre Bacri) se ve cansado, superado. Mientras trata de manejar todos los detalles del último evento que dirigirá (presumiblemente) junto a su equipo, debe lidiar con su propia vida personal, atravesada por un alicaído matrimonio y una amante defraudada y rabiosa, con quien también trabaja, en una noche extenuante, rodeada de jardines, terrazas y arreglos flores.
Un matrimonio, tras bambalinas, es una empresa que demanda tiempo y planificación. Sumándole una buena dosis de desavenencias, importunios y desastres que van creciendo en intensidad, hacen de esta película una buena comedia, con tintes dramáticos. De esas que no puedes dejar de reír, que ríes a carcajadas. Porque los personajes no son solo caricaturas. Al contrario. Bien definidos y caracterizados en su torpeza, infantiles e inmaduros. Porque aborda temáticas como la inmigración y la diversidad cultural. Porque, en el fondo, se reconoce una realidad del todo creíble.
“La fiesta de la vida” acierta por eso. Aunque, claro está, es una película ligera, digerible, agradable, pero en la que se esboza, sutilmente, una crítica social: detrás de la aparente felicidad “perpetua” y su imaginario de blanco, hay una extravagante mundanidad. Y esa es una fiesta interminable, que puede verse exclusivamente en la sala El Biógrafo del barrio Lastarria de Santiago.
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