A propósito de la exhibición de esta ópera con diversos elencos de cantantes en el Teatro Municipal de Santiago, nuestro redactor argentino repasa el significado ritual que esconde su argumento poético y dramáticamente imposible: el amor desastrado, el afecto sin estrella, la pasión sin la guía de los astros, en suma, el deseo ciego hacia el futuro.
Por Horacio Ramírez
Publicado el 23.4.2019
“Aquella ópera de Verdi…” o “Aquella ópera de San Petersburgo…” y hasta “La vigésimo cuarta de Verdi…”. Esas eran algunas de las argucias a las que se accedían para no nombrar a “La innombrable”, que era el epíteto más común… Tantos miedos ancestrales que llevaban, por ejemplo, a no ocupar el sitio del apuntador: “porque corta la cadena con la buena suerte”; a quemar hojas de ruda en la boletería o en el camerino y allí (¡por Dios!) no sacar nada de lugar (sí agregar fotografías, por ejemplo, en el espejo, pero sólo antes del estreno); nunca silbar de noche en el teatro aunque la obra lo exigiera; no tener claveles en ninguna parte (si se les obsequia, deshacerse de ellos cuanto antes); decir “la bicha” o “la que se arrastra”, pero nunca “víbora”; evitar atuendos amarillos o a lunares y no tener nunca dos vestidos iguales aun a riesgo de que se lo necesitara; y nada de desear buena suerte: basta con un: “que te rompas una pierna” o un elegante y francés “merde”…
De esa suerte no han escapado algunas obras, pero el epítome de esta forma de religión que perdura sea La forza del destino de Giuseppe Verdi. Durante años condenada al silencio por la fama de acarrear desgracias… fama viva en cantantes, músicos o reggiseurs de la vieja escuela. Y uno no sabe si agradecer o lamentar que se haya perdido mucho del sentido de lo mágico que ocurre en el escenario y que ha hecho que La forza del destino (“La maldita”) se interprete sin que nadie tenga cierto miedo o apenas un ligero resquemor por cantar o tocar sus notas… o quizás sí. Habría que preguntarle puntualmente a los que la llevan adelante en el Teatro Municipal de Santiago de Chile, y hasta su última función -y que yo sepa- sin desgracias a la vista y con muy buena crítica (toquemos madera).
Pasa que el teatro -aquellos edificios montañosos, sus pasillos, sus escenarios y luminarias- son nuestra versión moderna de la caverna donde recaen las sombras de nuestras más profundas -e insospechadas- oquedades espirituales: fantasmas, puñales, risas o calaveras desfilan por ese espacio donde el Hombre (autor, intérprete y espectador) vuelca por algunas horas las partes inexpresadas -pero siempre presentes- de sus vidas. El cine hace otro tanto, pero, lógicamente, con menor intensidad dado su menor contenido artesanal… y, siguiendo con una fatal asociación libre, una galería de arte actual no se aleja mucho en esencia, de sus pares en Lascaux o Altamira… sólo que en estas últimas, la cueva misma era la obra.
Pero es esa cueva excavada en el montañoso edificio, el sitio ideal para que se recreen las atmósferas de los antiguos rituales. La obra misma es un ritual. Ritos o rutas, son lo mismo, significan lo mismo. La obra es un camino que se repite noche tras noche. Un camino que se inicia en la inocencia del que no ha sido iniciado en la tragedia… cada noche, el inocente, el intérprete profano, recupera su virginal ingenuidad y es iniciado en el camino que marca la letra, la música… el destino escrito. El que muere, morirá de nuevo. El que ríe, lo hará de nuevo. La cueva se habrá transformado ante nuestros ojos y oídos en un templo donde el tiempo se envuelve en un círculo… Y a los templos hay que llamar para entrar. Los tres golpes masónicos en la obertura de “La flauta mágica” de Mozart o el triplete inicial de la 5ª Sinfonía de Beethoven (llamada «Las puertas del destino») encuentran su eco en la obertura misma de La forza del destino.
Verdi fue, a la par de gran músico, un importante activista político, anticlerical y destacado masón. Baste recordar que, encriptadas en las primeras notas de la “Marcha a las glorias de Egipto” (la “Marcha triunfal”) de la ópera Aída, se esconden las palabras: “Bohaz / Italia / V”. Si bien se sabe que la primera es la palabra correspondiente al primer grado de la Masonería, nunca se supo qué era la “V”: si la inicial de Verdi, si la “V” de la Victoria o la inicial del rey Vittorio II. Como sea, el tiempo cíclico -propio de todos los rituales más profundos del Hombre- es lo que Verdi vio en La forza del destino. Vio la fuerza que lo arrastra a un final que, desde la perspectiva del presente, se nos presenta como una fatalidad. Tanto en la literatura como en la música, obras de arte basadas en el paso del tiempo (la plástica es el tiempo hecho sorpresa, destino breve)-, el final está allí: en la última hoja del cuento, en el último verso del poema o en el último acto de la ópera. ¿Es así en la vida real?
El mismo Miguel de Cervantes que escribiera “Cada uno es artífice de su propio destino”, también escribió “La fuerza de la sangre”… y se siguió con el mismo interrogante en Don Álvaro o la fuerza del sino (obra en la que se inspiró Verdi) del duque de Rivas; La fuerza del natural de Agustín Moreto o en La fuerza lastimosa de Lope de Vega. Y entre los italianos La forza del fato de Giacinto Cicognini o La forza dell’amor paterno de Alessandro Stradella… La fuerza. La fuerza que es mayor que la voluntad del Hombre que es fuerza apenas espiritual. Es en este sentido que incluí a propósito y más arriba, el oxímoron de la “fatal asociación libre”… ¿Somos libres o estamos siendo arrastrados por una fuerza ajena a un final preestablecido en una gigantesca ópera cósmica?…
Cuenta un relato islámico (inevitables fatalistas) que estaba un día el príncipe revisando las flores del jardín de su palacio, cuando aparece intempestivamente un sirviente con la terrible noticia: “Mi amo… su hijo acaba de morir”. El príncipe ni se inmutó y siguió con su tarea. Asombrado, el sirviente se atrevió a preguntar: “¿Es, acaso, que su alteza ya lo sabía?”. El príncipe, irguiéndose, dijo en un suspiro y mirando con calma el seto que arreglaba: “Sí… Lo sabía desde el día en que nació”… ¿Es el fatalismo la consciencia de la propia muerte que se proyecta como una fantasía tenebrosa que empaña la luz de nuestro futuro?
En La forza del destino, quizás como en toda humana desgracia, hay un actor permanente que desencadena la tragedia y es el amor desastrado, el amor sin estrella, el amor sin la guía de los astros: el amor ciego al futuro. Porque el destino, como el sino (vulgarización de la palabra “signo”), han desarrollado en la ópera (en la literatura junto a la música) una suerte de astrología propia, un mundo de mensajes que vienen del futuro y que sólo valen en esa antigua caverna donde nos reunimos para escuchar ópera. Sino y destino… y música: “Si la música es el alimento del amor… sigue tocando McDuff, sigue tocando…”, nos invita Shakespeare. Aunque sepamos que ese amor que nos trajo a la vida es el que nos llevará a la muerte, y que la sangre y la tragedia están al final, a la luz de la luna, justo antes de que esa música se haga un silencio que se disfraza de aplausos…
Sabemos de Cicerón que quería poner el destino del Hombre en las manos del Hombre y que Séneca lo quería hacer en las de Dios, pero el Verdi de La forza… lo puso en las variables del honor, la raza, la clase social, la dignidad, la religión, la guerra, el amor y la libertad. En el escenario se abre el complejo camino de un camino de amor imposible que los amantes transitarán sin futuros propios. Para Leonora se abre una soledad eremítica y conventual -como otra Santa Teresa- clamando en su aria del final, su: “Pace, pace mio Dio”, ¿y qué es la paz sino un acuerdo con lo inevitable?
Quizás el destino no necesite de fuerzas, sino sólo de paciencia. Quizás todos nuestros esfuerzos que creemos nuestros, sean piezas que se escaquean mutuamente hasta reencontrarse al final del juego, sin que intervenga la mala suerte. Quizás, como quería Nietzsche, estemos haciendo esto que hacemos ahora por vez enésima, entrando inocentes al escenario de la vida siempre de nuevo… Como sea, el escenario del antiguo ritual estará abierto para nuestra melancólica despedida de hoy, y para que veamos aparecer a las inocentes víctimas creyendo, una vez más, que son libres.
También puedes leer:
–La fuerza del destino de Verdi: La resurrección del arte lírico en el Municipal de Santiago.
Horacio Carlos Ramírez (1956) nació en la ciudad de Bernal, Partido de Quilmes, en la provincia de Buenos Aires, República Argentina. Tras terminar sus estudios secundarios comenzó a estudiar Ecología en la Facultad y Museo de Ciencias Naturales de La Plata, pero al cabo de algunos años: “reconocí que estudiaba la vida no por ella, sino por la estética de la vida. Fue una época de duras decisiones, hasta que me encontré con una serie de autores y un antropólogo de la Facultad -el Dr. Héctor Blas Lahitte- que me orientaron hacia un ámbito donde la ciencia instrumental se daba la mano con el pensamiento estético en sus facetas más abstractas y a la vez encantadoras… pero ese entrelazamiento tenía un precio, que era reencausarlo todo de nuevo… y así comencé a estudiar por mi cuenta estética, antropología y simbología, cine, poética. Todo conducía a todas partes, todo se abría a una red de conocimientos que se transformaban en saberes que se autopromovían y autojustificaban”.
“La religión -el mal llamado ‘mormonismo’- terminó de darle un cierre espiritual al asunto que encajaba con una perfección que ya me resultaba sin retorno… La práctica de la pintura -realicé varias exposiciones colectivas e individuales- me terminaron arrojando a las playas de la poesía. Hoy escribo poesía y teorizo sobre poesía, tanto occidental como en el ámbito del haiku japonés. Doy charlas sobre la simbólica humana y aspectos diversos de la estética en general y de estética de la vida, donde trato de mostrar cómo una mosca y un ángel de piedra tienen más elementos en común que mutuas segregaciones, y para ayudar a desentrañar el enredo sin sentido al que se somete a nuestra civilización con una deficiente visión de la ciencia que nos hace entrar en un permanente conflicto ambiental y social… La humana parece ser una especie que, de puro rica y a la vez desorientada, está en permanente conflicto con todo lo que la rodea y consigo misma…”.
“He escrito cuatro libros de poesía, el último con algunos relatos y una serie de reflexiones, y estoy terminando dos textos que quizás algún día vean la luz: uno sobre simbología universal y otro sobre teoría poética…”.
Horacio Ramírez actualmente vive con su familia en la localidad de Reta, también de la provincia de Buenos Aires, en el partido de Tres Arroyos, sobre la costa atlántica (a unos 600 kilómetros de su lugar natal), dando charlas guiadas sobre ecología, epistemología y paseos nocturnos para apreciar el cielo y su sistema de símbolos astrológicos y las historias que le dieron origen en las diferentes tradiciones antiguas.
Este artículo fue escrito para ser publicado exclusivamente por el Diario Cine y Literatura.
Imagen destacada: La soprano Oksana Sekerina (Doña Leonora) y el tenor chileno Giancarlo Monsalve (Don Álvaro) en La fuerza del destino, versión elenco internacional en el Municipal de Santiago, durante abril de 2019.