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«La fuerza del destino» de Verdi, versión estelar en el Municipal de Santiago: La plasticidad de lo práctico

La construcción de esta ópera —tanto en lo musical como en lo dramático— destacó por su fuerza interpretativa durante su función de estreno este jueves 18 de abril. Bien pensado, el montaje resignificó el antiguo tema griego del «sino» inexorable y lo actualizó a un tiempo en el cual la espiritualidad nos otorga, sin embargo, una salida: los cantantes tuvieron un excelente desempeño escénico, y no solo maravillaron al público con sus voces —sobre todo doña Leonora (la soprano Lilit Soghomonyan) —, sino que también deleitaron con una magnífica actuación.

Por Ismael Sánchez Rojas

Publicado el 22.4.2019

 

«Toda gran obra de arte del pasado tiene dos significados, uno de carácter contemporáneo y otro histórico. Si un poema, una pintura o una pieza musical no tienen significado contemporáneo, solo pertenecen a la historia, e interesarán principalmente a los eruditos».
Douglas Moore

Luego de 60 años, La fuerza del destino volvió al Municipal de Santiago con una potente puesta en escena. El contraste entre la luz y la sombra, lo religioso y lo pagano, y lo terrenal con lo celestial fueron el centro de la propuesta del régie Stefano Vizioli. En conjunto, la soberbia batuta del director musical chileno Pedro – Pablo Prudencio destacó por su precisión y una musicalidad muy particular, durante la función de estreno de la versión elenco estelar este jueves 18 de abril.

El sino trágico es, indiscutidamente, la materia prima de esta ópera. Así como Sófocles usó en sus tragedias aquel recurso al que llamamos ironía trágica, así también pareciera que, tratando de eludir el destino, los personajes de esta obra se acercan cada vez más a su cumplimiento.

Las decisiones de doña Leonora y don Álvaro sellan su final desde que intentan huir del marqués de Calatrava, padre celoso que prohíbe la relación entre su hija y el mestizo. Sin lugar a dudas, la construcción dramática de esta ópera alcanzó un punto de madurez y una línea argumental bastante deseable; solo interrumpida por unas escenas que muy poco aportan a la trama, pero que sirven de distensión para el público.

Llevar a escena una ópera de esta magnitud no es tarea fácil. Siempre se puede optar por una representación simplista, en la que prime la precisión histórica, pero sin mayor simbolismo. A su vez, se podría caer en un vanguardismo exagerado en el que poco se distinga la intención de la obra y se transforme en una “actualización” burda de una ópera de antaño.

Hallar el punto de equilibrio entre lo moderno y la tradición es, en efecto, complejo. Sin embargo, Vizioli logró conciliar el simbolismo de las formas, los planos y las luces con la plasticidad de lo práctico, equilibrándolos de tal manera que impacta de entrada al espectador.

La escenografía destacó por el movimiento. La escena —situada en un viejo teatro, representando, en palabras del mismo Vizioli, que: “La fuerza del destino es realmente un teatro de la vida”— inicia con la opulencia de una mesa bien dispuesta, pero poco a poco esa riqueza se va disolviendo ante la guerra que todo destruye y enrarece.

Las tonalidades oscuras acompañan al oscuro motivo de las cuerdas, las luces y sombras juegan a ir y venir entre la esperanza de los personajes y el horror de un futuro ya escrito. Todo parece responder a una dinámica de violencia, el deseo de venganza para restituir el honor, pagar con sangre la sangre derramada; mas algo hace ver que no todo está perdido; que el hombre no está condenado al sufrimiento y a la muerte. Es verdad, la mesura se ve contrastada con el reinado de la ira y una religiosidad hipócrita; con todo, la redención se muestra como una puerta siempre visible.

Yendo más al detalle, la obertura nos despertó con el brillo inicial de los bronces. Su sonido ceremonial con una nota repetida seis veces anuncia el motivo trágico de las cuerdas. Desde este momento, el espectador cuenta con pocos momentos, una atmósfera densa satura el ambiente constantemente, augurando la tragedia cada vez que se introduce el motivo de las cuerdas.

Con esta impresión en el oído, la apertura del telón se llena de expectativas. La vista del público queda inmediatamente atrapada en la semioscuridad del escenario. La primera escena, en la que participan doña Leonora y el marqués de Calatrava no deja espacio para la liviandad. La tragedia se anuncia desde el inicio mediante la evidente sobreprotección del padre.

Muchas son las formas de interpretar una escena. Entre ellas, una de las más importantes pasa por la disposición de los personajes en el espacio. Como muchos pueden pensar, los cantantes no se mueven tan libremente en las tablas. Si bien existe cierta libertad de movimiento, cada uno tiene esquemas que seguir para llevar a cabo con mayor plenitud los objetivos de la ópera.

Es de notar, en torno a lo mismo, que los cantantes tuvieron un excelente desempeño escénico. No solo maravillaron al público con sus voces —sobre todo doña Leonora (la soprano Lilit Soghomonyan) —, sino que también deleitaron con una magnífica actuación. El desarrollo de los personajes —bastante bien logrado desde el punto de vista teórico—, se fue notando en la actuación misma.

Don Carlo (Ricardo López), quien buscaba restituir el honor vengando la sangre de su padre, permaneció obnubilado por su deseo de venganza, mas no careció de profundidad humana. De hecho, el único personaje arquetípico sería Melitone, cuya labor es la de distender la trama con pequeños momentos de humor.

Volviendo a lo técnico, el desarrollo coral fue notable. La imagen de los penitentes y sus cantos pidiendo piedad se allega a la necesidad de perdón que siente doña Leonora, amenazada con morir por el hierro de su hermano. La antítesis entre la euforia de la guerra y una piedad a veces tartufiana pone tanto al espectador como a los personajes entre la espada y la pared, pues la guerra plasma en sí los deseos mundanos y la religión parece ser el único consuelo de los desventurados amantes. La pureza de Leonora se resalta y hace contraste con la imagen que del Marqués y don Carlo tienen sobre el mestizo don Álvaro (Héctor Sandoval), quien se defiende apuntando la real estirpe de la cual proviene.

A medida que la desesperanza abraza a los personajes, la escenografía se va destruyendo producto de la guerra y, por qué no, fruto de un destino inexorable, que embate todo con una sombría capa de desdicha. La cruz venerada por todos yace rota entre las ruinas, como si no hubiera esperanza de redención, cual si la existencia estuviera predispuesta para la perdición.

Llegando a la última escena de esta ópera, podemos apreciar un escenario semivacío, en el cual se baten a duelo don Álvaro (convertido en monje penitente) y don Carlo.

Paradójicamente, los amantes están ahora separados por un voto, y sin saber el uno del otro: doña Leonora en la ermita y su amado en el claustro.  Pasado ya tanto tiempo, don Carlo busca aún su venganza, encontrando su propia muerte en el duelo. Pareciera que al final de su vida hubiera buscado el perdón, o así lo sugerían sus gritos pidiendo el sacramento de la confesión; sin embargo, al salir su hermana de la ermita para consolarlo, aprovecha sus últimas fuerzas para consumar su infame empresa. Don Álvaro encuentra la paz en las últimas palabras de su amada tan esquiva y la ópera acaba mientras abandona la escena.

La construcción de esta ópera —tanto en lo musical como en lo dramático— destaca por su fuerza. Completamente bien pensada, resignifica el antiguo tema griego del destino inexorable y lo actualiza a un tiempo en el que la espiritualidad nos otorga una salida. Una tragedia como esta se mantiene tan vigente como es vigente la humana sensación de que todo está escrito. El hombre se ve a sí mismo en un papel que muchas veces parece guiado por un dramaturgo tiránico. Con todo, y tal como se puede entrever en esta ópera, existen pequeñas luces que pueden conducir a la liberación, a la redención y, probablemente, a la paz.

El elenco estelar de La fuerza del destino tendrá una nueva y última función este martes 23 de abril, a las 19:00 horas, en el histórico escenario de la calle Agustinas.

 

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Ismael Sánchez Rojas (Santiago, 1992) es licenciado en literatura de la Universidad de los Andes (Chile), experto universitario en composición e instrumentación para la enseñanza musical en la escuela de la Universidad CEU Cardenal Herrera (España) y compositor amateur.

En 2017 estrenó su obra para orquesta de cuerdas Siesta de una sirena y el año 2018 su elegía también para cuerdas bautizada como Cuarzo, siempre bajo su dirección.

Esa misma temporada (2018) tuvo la oportunidad de dirigir Cuarzo en L´école de musique Vicent-d’Indy, y en el Conservatorio de Música de Montreal, ambos recintos domiciliados en Quebec, Canadá.

 

La soprano Lilit Soghomonyan como doña Leonora en la versión estelar de «La fuerza del destino» en el Municipal de Santiago

 

 

El montaje de «La fuerza del destino» versión estelar en el Teatro Municipal de Santiago

 

 

Las sombras y las tonalidades oscuras prevalecieron en la escenografía de «La fuerza del destino»

 

 

Francisco José Folch (primero, desde la izquierda), miembro del directorio del Teatro Municipal de Santiago, y uno de los artífices de la llamada «resurrección del arte lírico» en el principal escenario del país

 

 

Ismael Sánchez Rojas

 

 

Crédito de las imágenes utilizadas: Municipal de Santiago, Ópera Nacional de Chile.

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