La novela del escritor mexicano Juan Pablo Villalobos es una deliciosa vuelta de tuerca literaria entre dos personajes (migrantes) que se debaten a través de los grandes misterios de la humanidad, mientras se encuentran «perdidos», más allá del tiempo y del espacio, en un pueblo que puede estar en cualquier rincón donde se hable español, y en una obra que ya disponible en las librerías chilenas, nos trae a la memoria la bibliografía del sacerdote y narrador madrileño —quien también publica en la selecta Editorial Anagrama—, Pablo d’Ors.
Por Alfonso Matus Santa Cruz
Publicado el 10.9.2020
¿Estamos solos o no estamos solos? Esa pregunta es la que en principio parece servir de eje narrativo a la última novela de Juan Pablo Villalobos (1973), escritor mexicano residente en Barcelona, La invasión del pueblo del espíritu (Editorial Anagrama, 2020), y ganador del prestigioso Premio Herralde versión 2016, con su obra No voy a pedirle a nadie que me crea.
Esta incógnita no solo refiere a la existencia de otras formas de vida inteligente, ya sea en este planeta o en uno ubicado a años luz de distancia, sino a la soledad de los personajes que se van perfilando en esta ficción de hombres madurados no sin cicatrices y retrocesos anímicos, como frutas olvidadas en un árbol más de cualquier parque urbano.
Nosotros observamos el transcurso del relato como arrimados a los hombros de Gastón, no desde dentro de su cabeza, sino intentando descifrar párrafo a párrafo los semblantes de su amigo Max, sumido en una adicción a Candy Crush mientras se acerca la fecha de abandonar el restaurante que le pertenecía, y su hijo Pol que investigaba algo confidencial en la Tundra.
Esa comedida forma de narrar a la manera de grupo de testigos que levitan junto a Gastón, entrometiéndose a veces entre las sienes, grupo en el que estamos quizá todos los lectores al invadir el espacio ficticio de los personajes, que para ellos está constituido de una espesa e incierta realidad de vida barrial en algún lugar de Barcelona que poco a poco está siendo colonizado por los comercios de los orientales, opera a la manera de una radiografía algo borrosa de los deseos y miedos de los otros personajes, y del propio Gastón, rasguñando y penetrando despaciosamente en el ámbito de los sobreentendidos y eufemismos que pueblan la jerga de los migrantes del este y de la antigua colonia americana, entre los que se cuentan el protagonista de la novela, si cabe llamarlo así, pues más bien el hombre pasea a su perro moribundo intentando atar los cabos sueltos, distinguir si Pol sufre un episodio paranoico o efectivamente ha accedido a alguna evidencia secreta sobre vida extraterrestre.
La conspiración se respira entre líneas, y no, tampoco estamos ante un thriller que congrega a la cúpula secreta de algunos grupos de poder capaces de mover los hilos tras bambalinas, sino más bien ante una serie de conjeturas, de probabilidades sopesadas al pasar las páginas, al ir integrando escena a escena algún hito del pasado de Max o Gastón, que nos contribuye a disipar lo de supersticioso, prudente o abúlico que hay amalgamado a las conductas y elecciones de uno u otro personaje, permitiéndonos captar algo, aunque sea esquivo, de lo singular y accidentado que hay en ellos, en sus memorias, en las sombras de las que huyen (las suyas y de sus familias), en sus relaciones interpersonales donde las mujeres son desaparecidas por disputas o necesidad, hasta la llegada de la adormecedora que acompañará a Gastón en el proceso de duelo.
Se nos plantea esta dicotomía entre las disputas territoriales y comerciales de las diversas comunidades —u simulacros de comunidades, zoológicos donde impera la ley del poder adquisitivo por sobre la solidaridad— de inmigrantes y la calma del huerto donde crecen las papas que llegarán a la mesa del mejor futbolista de la Tierra, que durante las semanas de narración sufre de vómitos en plena cancha, lo que da para un cóctel de especulaciones periodísticas.
El huerto de Gastón, ese refugio en que reside un presente despercudido de tumores imaginarios (donde prima el instante, las cervezas y conversaciones compartidas), un lugar que podría ser el comienzo de todo, se ve rodeado por resentimientos ancestrales, grupos que dicen contactar a extraterrestres, un hombre alto y sospechoso de negro, todos los ingredientes propicios a modelar una gran conspiración y, sin embargo, quizás el susurro que circula entre esas voces perseguidas o empujadas a desmigajar lo de trivial o trascendental que hay en alguna señal de vida de Pol o un mensaje de whatsapp, nos habla más que nada de una relación de amistad, de una depresión y el cariño de un hombre hacia su amigo y el hijo acuciados por desórdenes mentales.
Esa bondad que ejemplifica Gastón, gracias a las condiciones que lo avalan a oscilar entre la indiferencia y la ternura, sin necesidad de azuzar a los vecinos menos afortunados, a los que con poco que perder no desoyen hormonas más ofensivas e interesadas en satisfacer las propias carencias materiales.
Aunque claro, la pregunta queda abierta como una puerta a través de la cual entra algo de luz, una dosis de elegantes y calibradas hipótesis que van zurciendo las rotas vidas de los personajes hasta proveerlos de una nueva orientación, de otros inescrutables mañanas con una que otra incógnita y alguna compañía para desmadejar las pequeñas y grandes preguntas, los puntos suspensivos de cada intento comunicativo, esa cuerda floja tendida en diálogos donde se prorroga la honestidad y el fracaso es un espejo trizado, oraciones confinadas a la manzana de Adán.
Tal vez eso hace Villalobos, y lo hace con palabras aparentemente pequeñas, con frases quirúrgicas y amenas, podando una de esas oscuras marañas de hiedra cimbradas a cualquier vida, hasta entregarnos un claro, algunas señales de vida y solidaridad entre tanta confusa entropía.
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Alfonso Matus Santa Cruz (1995) es un poeta y escritor autodidacta, que después de egresar de la Scuola Italiana Vittorio Montiglio de Santiago incursionó en las carreras de sociología y de filosofía en la Universidad de Chile, para luego viajar por el cono sur desempeñando diversos oficios, entre los cuales destacaron el de garzón, barista y brigadista forestal. Actualmente reside en Punta Arenas, cuenta con un poemario inédito y participa en los talleres y recitales literarios de la ciudad.
Asimismo, es redactor permanente del Diario Cine y Literatura.
Imagen destacada: Juan Pablo Villalobos.