El excelente filme de la realizadora norteamericana (que data de 2015) debería figurar entre las primeras páginas de cualquier curso de cómo componer un thriller psicológico dedicado a indagar audiovisualmente en el gran misterio de la existencia humana: por qué vivimos, y luego, inesperadamente, dejamos de respirar.
Por Horacio Ramírez
Publicado el 23.2.2019
Las preguntas que surgen con el tiempo, cuando uno se va despejando mentalmente de la pringue, de la sangre, el miedo y de la última vuelta de tuerca del guión de La invitación (2015)de Karyn Kusama, son preguntas que de vez en cuando nos asaltan en la vida diaria. Preguntas sobre la muerte… la nuestra y la de nuestros amigos, parientes y conocidos.
A veces, en una noticia, la muerte apenas nos roza aun cuando se trate de grandes matanzas. Otras veces, la muerte nos golpea duramente por la cercanía afectiva… y a veces nos morimos nosotros. Para Freud, la muerte es algo sin registro en nuestro aparato psíquico. Para Epicuro -como para el budismo- nuestro deber es siempre para con la vida, no para con la muerte: “que nada tiene que ver con nosotros”, según sentenciaba el filoso filósofo de Samos.
Sin embargo, a medida que crecemos, el morir de aquellos seres inmortales en nuestros corazones -los abuelos, un tío, papá, mamá-, ese morir nos va rodeando. Incluso en la plenitud de nuestras vidas -cuando le damos a ella nuevos seres en los hijos, podemos llegar a entender que le estamos dando de comer también a la muerte. Y tras los hijos -que crecen hacia su propia plenitud- viene el propio deterioro físico: es la muerte sepulturera que está tomando las medidas de nuestro cuerpo para el ataúd como en los viejos filmes de cowboys.
Este panorama nos va enfrentando con distintas preguntas: ¿dónde termina o empieza la vida? ¿Cuándo empieza o termina? ¿Hay límites en ella? ¿Fronteras..? Ayer, una persona, un árbol, un animal no existían; hoy existen y mañana, de nuevo, ya no están más. La vida ha transcurrido entre ellos -entre nosotros- como un fantasma que anima la materia y de pronto la misma vida abandona esa materia y la devuelve a una suerte de nada sin significado. La materia mineral de la que se formó el organismo, nuestro planeta, vuelve a campear insolente en alguna forma de desierto como si la vida que la afectara por unos meses o años hubiera sido sólo un sueño sin importancia. Un sueño indigno siquiera de memoria alguna sobre aquellos sucios terrones con agua que supieron andar, gritar y llorar por su superficie.
Pero en el caso de la vida humana, con sus características tan particulares, el asunto no es tan sencillo: ese trozo de materia inerte que se anima por unos minutos o años, tiene en gran parte de su trayecto consciencia de sí misma. Es cierto que ley del aparecer y desaparecer acompaña también, infalible, a lo humano, que todo humano morirá, que dentro de cien años todos los que participamos de esta lectura ya estaremos todos muertos, pero mientras esa vida dura, se llenará de fantasmas de vida… algunos más reales que otros… algunos más poéticos que otros… algunos más patéticos que otros…
Pasa que la visión humana del mundo es eso: humana. Todo se antropomorfiza y se mitifica: todo se vacía en el molde de nuestras formas mentales y todo se vuelve una historia. Para el hombre, vivir es contar un cuento en donde él y su escenario se convierten en todo lo existente.
El vivir humano es literatura…. y literatura fantástica. Fantasmática.
Sus teorías científicas más abarcativas, como la del origen del Universo en un Big Bang, toman la formalidad mental de un antiguo mandala tibetano o de las primeras líneas del Génesis judío. Su memoria es moldeada según el dolor o sonrisa que esa memoria le puede causar, así como su visión general del mundo que lo rodea… y, como cumbre de su tipificación, siente que, efectivamente, todo lo rodea, que todo gira a su alrededor: que él es el centro de todo y que en esa situación lo controla todo como una estrella controla a sus planetas… Pero en el fondo, sabe que no es así. Sabe que las estrellas también mueren. Sabe que por ahí, por sus ilusiones de amor, siempre estuvo rondando ella: la muerte. Y es en ese saber que queremos olvidar que está comenzando el gran proceso humano mitificador a funcionar: humanizar la muerte como se humaniza todo. Convertirla en un personaje más de su relato. El ser humano no se conforma con la idea de ser un objeto más: quiere, anhela, ansía ser un sujeto más allá del silencio del cadáver que está inerte sobre el lecho o tirado en la calle… ser más allá de su propio cadáver y de todos los cadáveres que lo van poblando con el tiempo.
Sentimos que existimos y eso parece ser suficiente para nosotros… aunque no sepamos si efectivamente existimos. Pero eso es lo de menos: sentimos la pulsión incontrolable de controlar lo mineral humanizándolo y llenando de grandes o pequeñas divinidades todo aquel espacio que entra a nuestra consciencia con tal de no dejar de ser. Ni la más fría maquinaria exterminadora de la razón puede con esa fuerza. Asirnos, agarrarnos de lo que sea antes de aceptar el ineluctable abandono de la existencia vital para volver a ser tierra. Y con ese fin inventó aparatos mentales como el “no-hombre” de la humanidad. Ese hombre de las ideas que no tiene lugar físico ni existencia tangible. El que no tiene sexo ni época. El conceptual. El que no puede morir.
La humanidad, entonces, era una posibilidad de hacer al hombre lo suficientemente abstracto como para que, en esa abstracción, la muerte ya no pudiera actuar. Otra estrategia fue dotarlo de espíritu: no era él el que moriría sino su cuerpo, y sobre el espíritu -obviamente, por no tratarse de carne- la muerte no tendría autoridad alguna. La poesía y la literatura en general, por su parte, llenaron su cuerpo de expansiones inasibles que lo conectaban con la totalidad, como también lo hicieron ciertas filosofías y hasta la ciencia más actual de partículas subatómicas aporta su cuota para que la poética y la filosofía tuvieran más argumentos de evasión de aquella fatalidad tan temida: no puede existir el morir cuántico porque nuestra existencia no es material, densa, pesada, dotada de fuerzas e inercias: es sólo la suma de las probabilidades de cada uno de nuestros átomos… El peso de un féretro camino a su tumba es sólo una alta probabilidad en un mar de inevitables y objetivas incertidumbres.
A estos subterfugios y eufemismos tan expandidos por el tiempo y las culturas, que pretenden instalarnos como inmortales ante la muerte, se alza una supervivencia asegurada en la memoria, en monumentos, en fotos, en lápidas, en discursos, en homenajes… y frente a ellos se yergue la creación humana más grande dedicada al no morir: la religiosidad.
Aun cuando la razón quiso copar la parada para limpiar lo humano y darle la asepsia de una roca cristalina aun en la misma muerte, desde la propia razón se alzaba la voz de Sócrates condenando a Anaxágoras por su impío deseo de querer explicarlo todo racionalmente, sin ver niveles profundos de divinidad en todas las cosas. Leíamos a un Platón para quien las estrellas y los planetas eran dioses; un Hipócrates que sostenía la divinidad de toda enfermedad, así como a Aristóteles sosteniendo que lo que llovía, que la lluvia misma, no era otra cosa que Zeus… la razón encontraba en su propósito casi militar de pensamiento rígido, seco y obcecado -muerto- siempre a un dios, una historia o un espacio mental en el que la vida se volvía tortuosa, escurridiza y sobre todo, inmortal… No se podía, ni se puede hoy, razonar sin divinidades merodeando entre premisas, fórmulas, algoritmos y conclusiones.
Estrategia -la religiosa-, que a su manera y por otra parte, integra en gran medida a todas las demás, creando una fortaleza psicológica prácticamente imbatible apenas hace pie en el andamiaje existencial del hombre. En todas sus formas y con todas sus fuerzas, la religiosidad puede descomponer toda percepción, transformarla y redirigirla hacia donde se la necesite para que la muerte deje de ser una presencia omnímoda y pase a ser un fantoche, un buitre repulsivo que sólo se queda con las almas indignas del recuerdo. Y no nos referimos específicamente a ciertos ritos o teologías específicas, sino a esa área omnipresente de descomposición del conocimiento directo, administrado por los motores más profundos del hecho vital, para enajenarnos de nuestra propia vida y hacernos ver que lo que muere sólo es el muerto que yace bajo la sábana y no nosotros… que nosotros somos inmortales.
La muerte: esa gran invitada
Y la muerte es la gran invitada al excelente filme La invitación, de la realizadora norteamericana Karyn Kusama y que debería figurar entre las primeras páginas de cualquier curso de cómo componer un thriller psicológico. No lo vamos a contar en su totalidad, porque a La invitación le pasa lo que le pasa a toda obra muy atada al guión: contarla es spoilearlo. Sin embargo, algo diremos.
Will (Logan Marshall-Green) y Kira (Emayatzy Corinealdi), conducen hacia la fiesta a la que fueron invitados por la ex mujer de Will, Eden (Tammy Blanchard). Cierto incidente al comienzo del filme, que para muchos críticos estaba de más, en opinión nuestra nos alerta, nos prepara para sobrellevar desde el comienzo la presencia de la muerte, la gran protagonista del largometraje. Nunca estaremos preparados para la muerte, aun después de conocer el resultado de los análisis y radiografías y haber visto la cara del médico al recibirnos en su consultorio. Aun cuando sea esperada con cierta precisión, es siempre sorpresiva. Y así lo define magistralmente Kusama, incluyendo una situación paralela al discutido accidente inicial, en medio de la escena culminante.
La fiesta va evolucionando en una progresiva trama donde se alternan momentos de normalidad y de extrañezas muy sutiles. Lo que parece, deja de parecer al rato y lo que no parece, vuelve a parecerlo después. Pequeñas señales que se suman a las anteriores señales que el espectador va recibiendo en una codificación matemática. Se trata de un marasmo de sensaciones de normalidades y extrañezas en el que nos vamos hundiendo de a poco. Gestos. Miradas… En La invitación se hace más que cierta y potente la expresión anglosajona: “El diablo está en los detalles”. Y La invitación esconde en los detalles, en los pliegues de la trama, el alma siniestra de la duda, primero y la sospecha, después.
La gota de saliva de un monstruoso Alien escurre invisible en todos lados como pródromo de una tragedia y sólo Will lo nota.
Esa casa había sido la casa del matrimonio de Will y Eden, hasta que en un accidente, durante su cumpleaños, el niño de la pareja muere. El matrimonio se disuelve. Al tiempo, Eden se vuelve a casar con David (Michiel Huisman) y se queda con la casa. A poco de desarrollarse el comienzo de la cinta, revelan que, tras su paso por México buscando cada uno superar su trauma particular -ella, la muerte del hijo que había tenido con Will, y él, su adicción a la cocaína-, han ingresado en una organización un tanto indefinible que tiene todo el aspecto de una secta. Sus amigos asisten incrédulos y estupefactos a un video de un momento en la vida de la secta. El grupo, por su lado, representa el arquetipo de lo americano y de su cine contemporáneo: el matrimonio gay, el rollizo simpático a quien nadie toma en serio, la asiática, la mujer conservadora y con Kira, se incluye en la reunión el elemento afroamericano. Con tales presencias, Kusama instala un ambiente modélico al cual atacará con la muerte, como si atacara a la nación misma que le sirve de modelo ingresando, de lleno, al ámbito del cine independiente.
A pesar del shock del video, todos parecen disfrutar de la reunión, del reencuentro, mientras comienza a tejerse el lento proceso de la sospecha. Will recela de todo: siente que hay un peligro alrededor; tiene miedo, pero no entiende su procedencia.
Como en el cine expresionista alemán, lo torcido forma parte de una coreografía psicológica que todos los personajes ven recta, y que de nuevo sólo Will parece notarlo. Por su lado, la habilidad de la directora y del guión de Phil Hay y de Matt Manfredi, hacen que el espectador zigzaguée, tomando partido a veces por el bando “normal” y a veces por el lado de la sospecha, poniéndose alternativamente de parte de la idea de un complot latente en la fiesta o de que todo forma parte de una mirada paranoica de Will.
Mención aparte para John Carrol Lynch el actor que se pone en el papel de Pruitt. Su aparición, su aspecto y hasta su expresión de casta normalidad (virtud ésta que revela la pasta de verdadero actor) así como su presencia fuera del ritmo general del filme y con sólo un par de frases y dos o tres gestos, literalmente logra helar la sangre…
Will lo dice ante todos: el hijo de ambos y su muerte fueron y son algo “real”. Su cadáver, su muerte, su ausencia (que es como más se entiende a la muerte), son reales y están sólida y materialmente presentes entre ellos. Nada: ni fiestas, ni reencuentros, ni sublimaciones, ni religiones o técnicas New Age pueden quitar el cuerpo del niño del seno de la tumba en la que se han convertido sus corazones…
Todos nuestros esfuerzos por alejar a la muerte, habrán de fracasar y habrán de golpear duro en toda mente normal.
La invitación es una película acerca de esa muerte más certera y confiable que la vida y, sin entenderlo del todo y sin haberlo querido, nos hace descubrir que nosotros la hemos invitado también al variopinto manicomio de nuestra fiesta personal.
Tráiler:
Horacio Carlos Ramírez (1956) nació en la ciudad de Bernal, Partido de Quilmes, en la provincia de Buenos Aires, República Argentina. Tras terminar sus estudios secundarios comenzó a estudiar Ecología en la Facultad y Museo de Ciencias Naturales de La Plata, pero al cabo de algunos años: “reconocí que estudiaba la vida no por ella, sino por la estética de la vida. Fue una época de duras decisiones, hasta que me encontré con una serie de autores y un antropólogo de la Facultad -el Dr. Héctor Blas Lahitte- que me orientaron hacia un ámbito donde la ciencia instrumental se daba la mano con el pensamiento estético en sus facetas más abstractas y a la vez encantadoras… pero ese entrelazamiento tenía un precio, que era reencausarlo todo de nuevo… y así comencé a estudiar por mi cuenta estética, antropología y simbología, cine, poética. Todo conducía a todas partes, todo se abría a una red de conocimientos que se transformaban en saberes que se autopromovían y autojustificaban».
«La religión -el mal llamado ‘mormonismo’- terminó de darle un cierre espiritual al asunto que encajaba con una perfección que ya me resultaba sin retorno… La práctica de la pintura -realicé varias exposiciones colectivas e individuales- me terminaron arrojando a las playas de la poesía. Hoy escribo poesía y teorizo sobre poesía, tanto occidental como en el ámbito del haiku japonés. Doy charlas sobre la simbólica humana y aspectos diversos de la estética en general y de estética de la vida, donde trato de mostrar cómo una mosca y un ángel de piedra tienen más elementos en común que mutuas segregaciones, y para ayudar a desentrañar el enredo sin sentido al que se somete a nuestra civilización con una deficiente visión de la ciencia que nos hace entrar en un permanente conflicto ambiental y social… La humana parece ser una especie que, de puro rica y a la vez desorientada, está en permanente conflicto con todo lo que la rodea y consigo misma…”.
“He escrito cuatro libros de poesía, el último con algunos relatos y una serie de reflexiones, y estoy terminando dos textos que quizás algún día vean la luz: uno sobre simbología universal y otro sobre teoría poética…”.
Horacio Ramírez actualmente vive con su familia en la localidad de Reta, también de la provincia de Buenos Aires, en el partido de Tres Arroyos, sobre la costa atlántica (a unos 600 kilómetros de su lugar natal), dando charlas guiadas sobre ecología, epistemología y paseos nocturnos para apreciar el cielo y su sistema de símbolos astrológicos y las historias que le dieron origen en las diferentes tradiciones antiguas.
Este artículo fue escrito para ser publicado exclusivamente por el Diario Cine y Literatura.
Imagen destacada: Un fotograma del filme The Invitation (2015), de la realizadora estadounidense Karyn Kusama.