El caso del estudiante de historia Gustavo Gatica -quien perdió sus dos ojos víctima de los balines utilizados por las fuerzas policiales durante las manifestaciones del estallido social-, revela la praxis de un poder político capaz de recurrir a cualquier método represivo en procura de mantener la «invidencia política» de la comunidad nacional.
Por Edmundo Moure
Publicado el 11.11.2019
“Tiresias era ciego desde joven. Según las versiones, su ceguera fue causada por la diosa Atenea (que lo castigó por haberla sorprendido mientras se bañaba) o por la diosa Hera (tras mediar en una disputa sobre el placer que tenía con Zeus), aunque en ambos casos le fue concedido en compensación el don de ver el futuro”.
Es impresionante y patética la ceguera de la clase política chilena, exacerbada en este gobierno de plutócratas, encabezado por uno de los máximos jerarcas millonarios de Latinoamérica. Tanto se han alejado de la realidad cotidiana de esa mentada «inmensa mayoría», a la que no dejan de apelar en la demagogia de sus discursos, que se habituaron a mirarla como una suerte de difusas siluetas pululando en una dimensión semejante a esos multiversos de que nos hablan algunos esclarecidos científicos.
En este país isleño del fin del mundo -más evidente aún en una metrópoli como Santiago del Nuevo Extremo-, existen diversos ámbitos exentos de real convivencia; lenguajes y modos de vivir diametralmente opuestos, ligados apenas por un mero intercambio de transacciones y servicios, en donde los vínculos impersonales se limitan a intereses utilitarios, regidos por el código inamovible que funciona de mayor a menor, en pirámide similar a la estructura de la Iglesia y de la Milicia.
Esta actitud, de absoluta inadvertencia de lo que tienes más allá de tus narices, es común, no solo entre miembros de las clases dominantes, sino en un más amplio sector de «aspiracionales», y aun «fachos pobres» o simples desclasados que pugnan por participar de la cena de los amos, aunque sea en el sustituto menor de la «mesa del pellejo».
Por otra parte, nos encontramos con el complemento mediático que orquesta la ceguera nacional; me refiero a la televisión abierta, esa especie de casa de remolienda y vitrina de la farándula necia, donde se ejerce un pseudo periodismo ramplón, articulado para mentir, desinformar y embrutecer mediante las luces fatuas de un constante espejismo, proceso que es otra faceta de la ceguera que nubla la precaria “razón de la sinrazón” en la que vivimos inmersos.
Hoy, nos ha estallado en la cara la metáfora infame de la ceguera, en su doble cara, como una serie de actos criminales planificados e infligidos por la manu militari y policial que sirve de escudo y arma al poder aleve. Mediante el uso de la disuasión perversa, estos fusileros del averno llevan ya más de doscientos compatriotas -ciudadanos del remedo de república chilena con que nos engaña la estadística-, cegados o tuertos por la pericia criminal de mílites mercenarios que cumplen su cometido sin cuestionamientos, sin descifrar ni intuir las artimañas de una voluntad superior, en procura de acrecentar esa ceguera colectiva que le permite producir al “invidente político” y así seguir siendo el amo de una plutocracia servida por desalmados usurpadores.
A estos jóvenes, al revés de Tiresias, se les ha velado el futuro, ojalá no para siempre, por una mano canalla que defiende la sacrosanta “propiedad privada”, aunque su adquisición provenga, en el caso del mandamás de La Moneda y de varios de sus adláteres, del saqueo, el robo o la estafa reiterada, cumpliendo a cabalidad la definición de Bakunin para lo que éste definía como “derecho de apropiación”.
En el contexto de esta falsa moral, el incendio de un edificio, el hurto en locales de comercio o la destrucción de bienes públicos, son exhibidos por el gobierno y los medios de comunicación a su servicio, ya sea de manera voluntaria o por censura e intervención previas, como “atentados inaceptables”, mientras se justifica y apoya a las fuerzas represivas por su ferocidad demencial en contra de la población desarmada, premiando a los uniformados con “bonos de comportamiento eficaz”. Entretanto, los crímenes de lesa humanidad, perpetrados contra la integridad física de los manifestantes, quedan en un segundo plano, como incidentes menores o sucesos “accidentales”.
Mientras escribo esta crónica, me comunican dos noticias televisivas, comentadas con carácter de anécdotas intrascendentes:
Primero, que una armería de la privilegiada comuna de Vitacura, ha sido virtualmente copada por vecinos ABC1, que comienzan a comprar armas “defensivas” para enfrentar una supuesta invasión de pobladas de barrios marginales que tratarían de despojarlos de sus bienes. –“Yo, lo mío lo defiendo con mi vida, si fuese necesario” –espeta un hombre mayor, premunido de un rifle con mira telescópica que está dispuesto a usar contra los invasores de su misma nacionalidad, a los que jamás llamaría “compatriotas”.
Y segundo, que en el exclusivo balneario de Reñaca, fueron convocados, hoy domingo, habitantes de Valparaíso, Quilpué, Limache y de otras ciudades y villas de la V Región, con el objeto de que disfrutaran de su elitista playa, en una suerte de reclamación democrática que también es interpretada como un desafío para los usuarios habituales del lugar. Un individuo de “chaqueta amarilla”, símbolo del reaccionario de medio pelo que defiende tiendas y supermercados, las emprendió a balazos con los jóvenes que cantaban “El derecho de vivir en paz”, de Víctor Jara, reunidos sobre las doradas arenas de Reñaca.
¿Qué nos espera ahora, ciudadanos?
Quizá Tiresias hubiese podido respondernos, pero está demasiado lejos, como lo están Grecia, su cultura y el extraviado humanismo que los hombres de la Ilustración soñaban, hace más de dos siglos, en el oxímoron de la mejor utopía posible.
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Edmundo Rafael Moure Rojas nació en Santiago de Chile, en febrero de 1941. Hijo de padre gallego y de madre chilena, conoció a temprana edad el sabor de los libros, se familiarizó con la poesía española y la literatura gallega en la lengua campesina y marinera de Galicia, en la que su abuela Elena le narraba viejas historias de la aldea remota. Fue presidente de la Sociedad de Escritores de Chile (Sech) en 1989, y director cultural de Lar Gallego desde 1994. Contador de profesión y escritor de oficio y vida fue el creador del Centro de Estudios Gallegos en la Universidad de Santiago de Chile, donde ejerció durante 11 años la cátedra de «Lingua e Cultura Galegas». Ha publicado veinticuatro libros, dieciocho en Chile y seis en Europa. En 1997 obtuvo en España un primer premio por su ensayo Chiloé y Galicia, confines mágicos.
Crédito de la imagen destacada: Junior Vásquez.