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Novela «Martín Rivas»: La fundación de una identidad artística chilena basada en la exclusión

Alberto Blest Gana, escritor y diplomático, instaló su voz narrativa desde la oficialidad, asumiendo de lleno los postulados de José Victorino Lastarria, quien afirmó en su discurso de inauguración de la Sociedad Literaria de 1842, que la literatura debía ser la encargada de representar fielmente los vicios y virtudes del país, con el fin de moralizar los acontecimientos y formar una identidad colectiva y nacional. En efecto, el siguiente ensayo plantea que esta obra clásica del canon local, ofrece una visión de la realidad configurada desde una hegemonía burguesa y aristocrática -que excluye a las voces populares- empezando por la esencia misma de su discurso creativo.

Por Emilio Vilches Pino

Publicado el 25.1.2018

Se quiera o no reconocer, la historia de las repúblicas latinoamericanas se ha escrito siempre desde un punto de vista hegemónico. En efecto, se trata de historias que más allá de su apariencia objetiva presentan una jerarquización de personajes y acontecimientos dispuestos de tal manera (la narrativa) que producen una ilusión de linealidad y coherencia de la cual carecen y que, además, fomentan ciertas verticalidades que ordenan el discurso de acuerdo al modelo de ciudadano que las repúblicas mismas necesitan. Es más, la Historia necesita de la narrativa para ser considerada real en cuanto la narración implica un orden interno que, según Hegel,  en el caso de la historia sería un orden político-social.

El contenido de la Historia, en cuanto a lo que incluye y lo que excluye, tiene una directa relación con el contenido social, político y moral que los Estados deciden entregar a sus ciudadanos y a su propia historia. De este modo, y siguiendo las ideas planteadas por Hayden White, se puede afirmar que los discursos históricos son intencionados y dependen de un marco legal que permita darle sentido y significación moral a los hechos que narra. Ese marco legal es el que, a través de la narración, permite moralizar la realidad, que es en última instancia, lo que buscan los pueblos al contar su historia.  Según White:

Los acontecimientos realmente registrados en la narrativa parecen ser reales precisamente en la medida en que pertenecen a un orden de existencia moral, igual que obtienen su significación a partir de la posición en este orden. Los acontecimientos encuentran un lugar en la narrativa que da fe de su realidad según si conducen al establecimiento del orden social o no. (White; 1987. p. 37)

White afirma, entonces, que los hechos se convierten en históricos en cuanto se enmarcan dentro de un conjunto de acontecimientos organizados que le asignan tal categoría. La organización de estos acontecimientos responde a la búsqueda de un orden social deseado, pero imposible sin la forma narrativa, básicamente porque los hechos reales no son coherentes per se ni ocurren en secuencias organizadas como sí ocurre en las novelas, por ejemplo. Según White, al otorgar una forma narrativa a los hechos reales, los pueblos buscan darles una “coherencia, integridad, plenitud y cierre de una imagen de la vida que es y sólo puede ser imaginaria” (White; 1987. p. 38).

En Chile del siglo XIX, luego del proceso de independencia, vino el proceso de formación de la república y todo lo que conlleva. Luego de décadas de inestabilidad política, económica y social el país lograría en los primeros años de la década del ’40 un orden social y económico que permitió la creación de importantes obras (materiales y culturales) que marcarían la vida ciudadana para siempre. Sin embargo, la elite intelectual de la época veía al país flotando huérfano justo en medio de un oscuro pasado español y un progreso que no podía lograrse sin poseer una identidad como nación. El país era libre, tenía soberanía, prosperaba económicamente, pero carecía de verdaderos contenidos de naturaleza social, espiritual y antropológica que convergieran en una memoria colectiva, una identidad nacional.

José Victorino Lastarria, voz de esta generación de intelectuales, tenía plena conciencia de que el país se encontraba en un momento crucial. Él y los jóvenes de su generación decidieron entonces crear el orden social necesario para dar coherencia a un discurso histórico que apuntaba hacia un modelo determinado de país. Es decir, asumieron la tarea de formar un marco legal moralizante acorde al tipo de república que ellos querían construir y decidieron imponerlo en la sociedad de la época, sin importar las realidades que efectivamente existían más allá de las paredes de sus salones. Pero, tal como venimos exponiendo, ese marco necesitaba de la coherencia que solamente la forma narrativa podía entregarle. Fue entonces que decidieron contar la historia y formar una identidad nacional a través de la literatura.

La literatura se transformó entonces en un discurso utilitario. A través de ella la élite ilustrada decidió educar al pueblo, moralizando los acontecimientos y erigiendo el modelo burgués europeo (principalmente francés) como ideal a alcanzar. El proyecto de este grupo de intelectuales buscó, entonces, implantar a través de la literatura un modelo civilizatorio profundamente eurocéntrico, basado, sobre todo, en una concepción ilustrado-romántica de la realidad. Llevar a cabo esta empresa quedaría solamente en manos de la élite, pues ellos, casi como figuras mesiánicas, se consideraban a sí mismos como los únicos capaces de crear una nación libre, ilustrada, progresista y desprovista de todos los vicios retrógrados de la colonia.

Imponer en el Chile de mediados del siglo XIX un modelo europeo (léase de los buenos europeos) sin tomar en cuenta el contexto, igualando a una sociedad francesa con necesidades muy distintas a las de un país americano recientemente independizado, y además sin considerar a todos los actores sociales, sino sólo a un grupo minoritario, no pudo llevar a otra cosa que un desfase entre lo abstracto y lo concreto.

Este desfase dejó ver asimetrías notables entre un sector social y otro. Las desigualdades que se arrastraban desde los tiempos coloniales se vieron incrementadas en cuanto la élite se cerró aún más y avanzó solitaria en la formación de este modelo de país, mientras que los sectores no ilustrados fueron despreciados y relegados a un papel ya no secundario, sino nulo dentro de la historicidad de este periodo.

Los indígenas, los peones gañanes, los delincuentes, los sectores que vivían en la miseria, etc. Todos fueron excluidos de este modelo regulador fundacional y, por lo tanto, también de la literatura canónica de la época. En efecto, este proyecto no consideró en modo alguno las dinámicas sociales ni los sistemas de creencias de las clases otras al momento de definir esta supra-cultura, ya que ellas simplemente no resultaban funcionales a su proyecto civilizador. Mucho menos tomó en cuenta a la literatura popular, que fue relegada a los sectores rurales y de tradición oral, quedando absolutamente invisibilizada al momento de contar (y crear) la historia oficial de la república.

Según Subercaseaux, la literatura chilena de esta época “expresa sólo a la elite urbano ilustrada y no a toda la sociedad” (Subercaseaux; 1997. p. 250). Al revisar los textos literarios y no literarios canónicos de la época se puede confirmar la validez de esta afirmación en cuanto a la invisibilización de los sectores no ilustrados del discurso oficial.

Nos encontramos, entonces, ante obras en las que el otro está representado por personajes que presentan vicios propios de una época anterior que intenta superarse, pero en ningún caso se toma en cuenta al indígena, al peón o al campesino; ellos ni siquiera alcanzan a ser el otro puesto que se encuentran en un nivel inferior. Todo esto ha provocado el despojo de dichos sujetos históricos de cualquier ‘historicidad’ relevante en el devenir de la nación. Martín Rivas, como novela canónica por excelencia, nos servirá para estudiar estas situaciones.

Alberto Blest Gana, escritor y diplomático, instaló su voz desde la oficialidad, asumiendo de lleno los postulados de Lastarria, quien afirmó en su discurso de inauguración de la Sociedad Literaria en 1842 que la literatura debía ser la encargada de representar fielmente los vicios y virtudes de la sociedad con el fin de moralizar los acontecimientos y formar una identidad colectiva nacional.

Blest Gana asumió que la forma narrativa de la novela costumbrista era el vehículo adecuado para la representación fiel de la realidad. Sin embargo, y a pesar de la supuesta fidelidad a la realidad de este tipo de novelas, nos enfrentamos a representaciones sesgadas y moralizadoras de la historia. Al igual que la historia pura, la novela de la época encerraba en su pretendida objetividad una serie de exclusiones intencionadas. En este formato el orden político-social del cual nos hablaba Hegel aparecía como un marco regulador que fomentaba las virtudes y denunciaba los vicios sociales, orientando la civilidad hacia el modelo ilustrado liberal eurocéntrico que Lastarria y su generación buscaba implantar en nuestro país como realidad deseada. En efecto, Martín Rivas, como novela canónica por excelencia, ofrece una visión de la realidad desde una hegemonía burguesa que excluye a las voces populares de su discurso literario desde la estructura, el enunciado y la enunciación. Según Lucía Guerra Cunningham:

“Más que una reliquia, Martín Rivas es el testimonio de una nación que se consolidó a base de significativas exclusiones y fragmentaciones que aún perduran. Desde la perspectiva de una minoría selecta, poseedora de riquezas y educación, la nación chilena se planteó como homogéneamente blanca eliminando al elemento indígena en un mestizaje no asumido y tachando al Pueblo –palabra muy usada a nivel retórico por los políticos pero que, en la realidad, correspondía a una masa de gente (chusma) que ni siquiera tenía derecho voto”. (Guerra Cunningham, 2011. En línea.)

Siguiendo las ideas de Lucía Guerra, se puede afirmar de entrada que la pretendida universalidad y crítica social con que habitualmente se asocia a la novela de Blest Gana no es tal. Es cierto que el narrador incluye extensos fragmentos en que expresa sus ideas liberales y que condena ciertos vicios de la burguesía capitalina, como lo eran el culto por la moda y las ansias de poder político y económico, pero en oposición a esta crítica nos propone al personaje de Martín, quien supera moralmente a cualquiera de los burgueses capitalinos, aunque en ningún caso hace tambalear las estructuras sociales imperantes. Es más, el triunfo de Martín implica el ascenso de éste al seno de la burguesía, que se presenta en definitiva como un núcleo imperfecto, pero el único capaz de organizar una república. Martín, por sus méritos y cualidades, logra entrar en este mundo para mejorarlo moralmente, pero sin poner en riesgo ni su integridad ni su hegemonía.

Los ideales políticos liberales de Blest Gana apuntan a transformarse en los oficiales, reemplazando a los conservadores (a quienes critica durante toda la obra), pero siempre manteniendo el sistema de jerarquías imperante. No hay que olvidar que tanto conservadores como liberales pertenecían al sector aristocrático nacional. Las clases bajas simplemente no tenían acceso a la opinión pública, la oficialidad no los consideraba. Los liberales pecaban así de un paternalismo poco inocente, querían todo para el pueblo, pero sin el pueblo.

Cabe señalar que Martín Rivas no es un personaje pobre o que represente a algún sector social al cual la élite rechace per se de su proyecto de nación. Él es hijo de José Rivas, un empresario minero de Copiapó que “había perdido toda su fortuna persiguiendo una veta imaginaria”. (Blest Gana, 1862. p.13.) Martín pertenece a una familia empobrecida, pero burguesa al fin y al cabo. Viaja a Santiago a terminar sus estudios de Derecho, un grado que muy difícilmente podría haber obtenido un joven de los sectores no ilustrados de la nación. Valdrá señalar que en 1860, dos años antes de la publicación de Martín Rivas, el analfabetismo alcanzaba al 87% de la población chilena.

Paradójicamente, y pese a la situación de discriminación social de la que venimos hablando, esta novela es considerada por muchos como inclusiva y fielmente representativa de la época. ¿Cómo es esto posible? Es posible porque el mismo Blest Gana intentó darle esa apariencia al incluir al medio pelo a través la familia de Doña Bernarda Cordero. Este sector social, la futura clase media, se nos presenta como representativa de ciertos vicios retrógrados antitéticos de la cultura burguesa. Según Lucía Guerra Cunningham:

En la casa de Bernarda Cordero, prima el desorden, los sonidos desacordes del piano y el lenguaje inculto en una versión adulterada de las costumbres de buen tono. Ropa, modales, bailes, bebidas y comidas típicas, como el pescado frito y el arrollado, son los elementos de un espacio que, en la novela, corresponde a lo grotesco y degradado en contraste con las finezas europeas de las tertulias en la mansión de Dámaso. (Guerra Cunningham; 2011. En línea)

Esta forma de representación tiene que ver con el afán de verosimilitud de la novela costumbrista y ciertamente está orientado a evidenciar los vicios del medio pelo. Además, este sector no aparece como una clase que aspire a algo similar a una reivindicación social, sino que aparece como un grupo cuya máxima aspiración es ascender socialmente, legitimando a la burguesía como único modelo de progreso y de civilización.

Tenemos, en el Chile de entonces, tres clases sociales claramente diferenciadas: la clase alta burguesa, el medio pelo y el bajo pueblo. En Martín Rivas las dos primeras llevan la carga del relato, sobre todo la clase alta; el medio pelo aparece como un soporte a la intriga novelesca y, como ya hemos señalado, como una forma de moralizar (bajo una apariencia inclusiva) las conductas sociales de esta clase. Pero el bajo pueblo simplemente no aparece. O aparece, pero de una forma oculta, mínima, invisible. Estas breves apariciones en la novela no hacen más que estereotipar al bajo pueblo como una clase llena de personajes incultos, sucios, de mal lenguaje, violentos; por ejemplo, el episodio en que Martín discute con un grupo de zapateros en la Plaza de Armas y termina detenido tras una pelea a golpes provocada aparentemente por la odiosidad y salvajismo de las clases bajas. (p.27.)  O cuando Rafael San Luis lleva por primera vez a Martín al picholeo les abre una criada a la que Blest Gana describe de la siguiente forma: “dar una idea de aquella criada, tipo de la sirvienta de casa pobre, con su traje sucio y raído y su fuerte olor a cocina, sería martirizar la atención del lector. Hay figuras que la pluma se resiste a pintar” (Blest Gana, 1862. p.61.)

Para Iván Carrasco, esta forma de concebir y crear la literatura ha creado “identidades caracterizadas por la imitación criolla de los valores europeos refinados (…) es decir, el esfuerzo por dotar al chileno de una identidad despojada de los valores ancestrales de nuestros pueblos originarios y confundirlo con un europeo (…) La concepción de la sociedad, del arte y de la literatura derivada de esta identidad ha sido hegemónica en gran parte de la historia de nuestra modernidad y, consecuentemente, ha excluido de su canon las expresiones tradicionales indígenas y populares”. (Carrasco; 2005. En línea)

Se trata entonces, siguiendo los planteamientos de Carrasco, de un proceso sistemático de discriminación y exclusión de lo popular y lo indígena, suplantado por un modelo extranjero que poco tiene que ver con nuestra realidad.

La literatura popular que en el siglo XIX tuvo una importancia enorme en el desarrollo cultural de los sectores no ilustrados fue, consecuentemente con lo que venimos planteando, dejada de lado, invisibilizada por el canon que pretendía formar una literatura nacional. En Martín Rivas lo más cercano a alguna aparición de literatura popular son las tonadas que el personaje de Amador toca con su guitarra en medio de los picholeos. Pero estas apariciones son breves y escasas, y no van más allá de una situación exótica que merece ser mostrada como en un cuadro de costumbres. Pero lo realmente popular, la lírica que nació y representó al pueblo, la oralidad, los elementos campesinos e indígenas, todos fueron sistemáticamente dejados fuera de la oficialidad, perdiendo en gran parte su historicidad ante la literatura canónica europeizante y sociopolíticamente correcta.

Al respecto plantea Marcela Orellana que: “en el siglo XIX lo literario estaba ligado a la construcción de la nación, contexto en el cual el pueblo aparecía como un ente pasivo al que había que educar. Su capacidad creadora es por lo tanto ignorada en función de objetivos más generales” (Orellana; 2005. p.11). Estos objetivos más generales son los relativos a la conformación de un tipo determinado de ciudadano republicano. Lastarria había sido muy claro cuando planteó que la literatura, como vehículo de formación de identidad, debía fomentar las virtudes del pueblo, combatir sus vicios, recordarle sus hechos heroicos y destacar el respeto por las instituciones. Al respecto, agrega Orellana que “el pueblo aparece como un grupo al que hay que configurarle sus referencias históricas para guiarlo hacia el progreso” (Orellana; 2005. p.11). La historia que se estaba configurando a través de la literatura canónica no quería ni debía incluir lo popular, las temáticas tabú, la oralidad y la memoria. Se estaba intentando crear una memoria, no rescatarla. No se trataba, en conclusión, del pueblo creando su identidad, su historia, sino un grupo de intelectuales imponiendo al pueblo una identidad ajustada a sus sistemas de creencias e intereses.

La exclusión de la oralidad a la cual estaba asociada la literatura popular y rural tiene que ver con esta intención de excluir la memoria, el testimonio. Utilizando los postulados de Walter Benjamin, se trata de una necesidad de dejar de lado la memoria y poner en su lugar la rememoración. La novela como género atendería a esa rememoración, pues la novela representa el ocaso de la narración (oral) debido a su origen y su finalidad. Según Benjamin: “El narrador toma lo que narra de la experiencia; la suya o la transmitida, la toma a su vez en experiencias de aquellos que escuchan su historia. El novelista, por su parte, se ha segregado. La cámara de nacimiento de la novela es el individuo en su soledad” (Benjamin; 1991. En línea.). Es por eso que la novela resultó ser el género que más se acomodó al proyecto de Lastarria y Blest Gana; es un género nacido entre cuatro paredes y que remite a una rememoración única, cabalmente significativa entendida dentro de cierto contexto de producción. El proyecto fundacional no podía llevarse a cabo desde la experiencia, desde lo oral y lo popular, sino desde las páginas de libros escritos para imponer una identidad.

Al revisar los planteamientos de Benjamin acerca de la desaparición del narrador (oral) no deja de llamar la atención la omisión de este punto: la importancia que ha tenido en este proceso el orden sociopolítico que ciertos sectores han impuesto a sus pueblos. El caso de Chile es un ejemplo. La oralidad y la literatura popular fueron sistemáticamente quitadas de la oficialidad y relegadas a espacios silenciados e ignorados. Ciertamente Benjamin no se refiere exclusivamente al aspecto literario de la narración y sus explicaciones acerca de la muerte de la narración oral no son en caso alguno incoherentes o erróneas, sin embargo, también es significativo que en naciones que han cimentado su construcción sobre un discurso que oculta  y menosprecia a la tradición oral y popular ésta haya ido desapareciendo significativamente.

Martín Rivas, como ya hemos señalado, representa la realidad bajo ciertos criterios de inclusión e inclusión coherentes con el discurso oficial y por lo mismo se erige como una obra fundamental del canon. Es más, en gran medida es una novela que fundó el canon. Así lo demuestra el hecho de que influyó notoriamente en obras posteriores, como también el hecho de que es la novela más editada en Chile, que se ha adaptado al teatro y la televisión, y que está incluida en los programas escolares de educación. Estos criterios de inclusión y exclusión que la hacen ser canónica, ya hemos visto, tienen mucho que ver con la discriminación de los grupos considerados inferiores, pero también con la intención de asimilar lo nacional a lo europeo, especialmente a lo francés. Es así como Martín Rivas, y las novelas de la época en general, responden a patrones estilísticos exportados. Desde la elección de la novela hasta la mezcla entre romanticismo y realismo de su concepción, remiten a referentes europeos. Ciertamente existe un filtro que hace que lo europeo no sea imitado tal cual, sino acomodado a la realidad chilena, o al menos a cierta realidad chilena. No se trata de tragarse todo lo extranjero sin filtrar (como lo evidencia la ridiculización del personaje de Agustín Encina), sino que los modelos europeos son adaptados a temáticas criollas.

La influencia en Blest Gana es tan evidente que basta con recorrer las páginas de Martín Rivas para encontrarse con numerosas alusiones textuales a Balzac y Stendhal, por ejemplo. Estos escritores franceses fueron los modelos literarios del chileno, al igual que la sociedad francesa fue el espejo en el cual nuestra aristocracia quiso reflejarse. Pero es bien sabido que mientras Francia proclamaba el amor, la igualdad y la fraternidad como ideales de nación, invadía países vecinos y discriminaba a sus clases menos favorecidas. Las luces de la Ilustración iluminaban solamente a las clases intelectuales y acomodadas, mientras las clases populares se hundían cada vez más en su oscuridad. Y Chile adoptó el mismo modelo.

Las profundas desigualdades de nuestra sociedad actual no son producto de un mandato divino ni de la mala suerte: tienen su origen en la violencia de la conquista, los abusos de la época colonial y la discriminación a las clases populares que impuso una nación que se jactaba de ser civilizada mientras escondía bajo la alfombra los errores de un sistema cada vez menos humano.

 

 

Bibliografía

Benjamin, Walter: El narrador. 1936. Traducción de Roberto Blatt, Madrid, 1991. En línea en http://mimosa.pntic.mec.es/~sferna18/benjamin/benjamin_el_narrador.pdf (Fecha de consulta: 21 de diciembre de 2013).

Blest Gana, Alberto.  Martín Rivas. Editorial Andrés Bello. Santiago, Chile, 2005. Primera Edición 1862.

Carrasco, Iván; Literatura chilena: canonización e identidades. Universidad Austral de Chile, Instituto de Lingüística y Literatura, Valdivia, 2005. En línea en http://www.scielo.cl/scielo.php?pid=S0071-17132005000100002&script=sci_arttext (Fecha de consulta: 30 de diciembre de 2013)

Fernández Fraile, Maximiliano. Historia de la Literatura Chilena. Tomo I. Editorial Salesiana, Santiago, Chile, 1994.

Guerra Cunnigham, Lucía: Nación y cartografía urbana en Martín Rivas de Alberto Blest Gana. Universidad de California, 2011. En línea en http://estaciondelapalabra.cl/edicion-n3/132. (Fecha de consulta: 2 de enero de 2014.)

Lastarria, José Victorino: Recuerdos literarios. Santiago, LOM, 2001. Primera edición 1878.

Orellana, Marcela: Lira popular, pueblo, poesía y ciudad (1860-1976). Editorial Universidad de Santiago, 2005.

Rafael Gaune y Martín Lara (comp.): Historias de racismo y discriminación en Chile. Santiago, Uqbar Editores, 2009.

Subercaseaux, Bernardo: Historia de las ideas y de la cultura en Chile, Tomo I: sociedad y cultura liberal en el siglo XIX: José Victorino Lastarria. Santiago, Editorial Universitaria, 1997.

White, Hayden: El contenido de la forma. Ediciones Paidós, 1987.

 

Imagen destacada: Alberto Blest Gana (1830 – 1920) en un foto montaje propiedad de la Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes

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