La obra del realizador galo es una de esas piezas artísticas y audiovisuales que no es casual que vea la luz en 1969, a nada más que un año después de la explosión del mayo francés, cuando el sistema a combatir era justamente el que llegaba a la Luna y el cual alcanzaba su punto más caliente en sus conatos de Guerra Fría entre la desaparecida Unión Soviética y los Estados Unidos de Norteamérica. En este largometraje, así, se desencadenan el problema del amor, de la sexualidad -y el de la vida y la muerte- que se resumen en el mito judeocristiano del Génesis, en una obra que cuestiona profundamente la evolución de esa década convulsa.
Por Horacio Ramírez
Publicado el 30.9.2018
Acerca del Jardín de Edén y lo que pasó después
Durante siglos, teólogos judíos y cristianos habían coincidido en que el origen del mundo relatado en el Libro del Génesis no sólo había sido inspirado por el Dios común a ambas religiones sino que, además nada debían a otras religiones. Sólo los fundamentalistas abonan hoy esta idea: hay referencias más antiguas entre accadios, sumerios y babilonios que refieren creaciones fácilmente asimilables a la creación bíblica. Es más: circulaban entre los judíos dos creaciones bíblicas en simultáneo conocidas por los historiadores como Génesis I y Génesis II. El Génesis I fue escrito al regreso del destierro de Babilonia en Jerusalén (siglo VII antes de Cristo), mientras que el Génesis II es aun anterior a este exilio. Siempre se trató de unificarlos, pero es sabido que son diferentes no sólo en cuanto a las épocas de escritura sino en cuanto al orden en que fueron creadas las diferentes cosas que componen el Universo.
Según el Génesis I, por ejemplo, primero se creó el Cielo, luego le siguieron, la Tierra, la Luz, el Firmamento (por encima del cielo), la Tierra seca, plantas, estrellas, animales marinos, aves, el resto de los animales y concluía con la creación del ser humano: Adán y Eva. El Génesis II tiene un orden algo diferente: primero se creó la Tierra y luego le sigue el Cielo; después le siguieron la Niebla, el Hombre, Árboles, Ríos, Animales -cuadrúpedos-, luego las Aves y por último, la Mujer. Ante esta confusión, los rabinos intentaron diversos planes que les permitieran identificar el descanso sabático, conciliar las incongruencias de orden entre ambos Génesis y darle una cierta sistematicidad muy afín al pensamiento cabalístico… En realidad, el orden generalmente aceptado es el del Génesis I que terminó en el canon de la Biblia que tenemos hoy, abandonando al olvido al Génesis II. La sistematicidad del Génesis I -del canon católico- responde, en verdad y por la cercanía con el cautiverio, a los diferentes dioses de la semana babilónica… pero dejando de lado estas cuestiones, nos debe interesar esta angustia que experimentó desde siempre el Hombre por identificar de alguna manera -preferentemente mítica- su aparición en el mundo. Y de las diferentes historias míticas, la que quedó más grabada en nuestra cultura ha sido -qué duda cabe- la historia del origen de Adán y de Eva… la historia del Jardín en el que se encontraban; el estado de inocencia en el que se hallaban y lo que pasó después.
Había en el jardín dos árboles importantes, el de la Vida Eterna y el del Conocimiento del Bien y del Mal. Y de estos dos árboles, sobresale, por supuesto, el del Conocimiento porque desde algún lugar misterioso de su copa desciende Satanás en forma de serpiente. Como sabemos, se les había prohibido comer del fruto de este árbol en especial y la serpiente tentó a Eva para que comiera y Eva desobedece la orden y lo hace desobedecer a Adán y así fue cómo fueron expulsados del Edén. En rigor a la verdad, es fácil ver que no existe ningún pecado en la desobediencia por el simple hecho de que tanto Eva como Adán supieron que las cosas no iban bien con Dios después de haber comido del fruto del Árbol del Conocimiento (que tradiciones celtas impusieron, luego, como la manzana). Esto es: ninguno de los dos supo que era malo desobedecer sencillamente porque no conocían el mal sino hasta después del primer bocado y en tal caso, el hecho de no poder pertenecer más al Edén es otra cuestión aparte y nada tenía que ver con pecado alguno… Como sea, el mito quedó así instalado y repetido hasta el cansancio y usado de mil formas diferentes porque el mito en sí refiere a dos cuestiones fundamentales: la fidelidad al amor y a la muerte. Cuando hablamos de la fidelidad en el amor hacemos referencia al surgimiento en el psiquismo humano de la posibilidad de “caer en tentación”, sexualmente hablando. El amor es entendido, en general, como uno solo, aplicable en las diferentes instancias de la vida humana. Sabemos que, en condiciones normales, ningún niño deja de amar a su mamá para pasar a amar a la mamá -en tanto que madre- del vecino y lo mismo pasa entre hermanos, etcétera. Pero en el amor entre adultos sin lazos familiares, la unión implica no sólo el amor sino también la abierta posibilidad sexual, y ahí está la madre del borrego de nuestra historia: la sacralidad sexual que conlleva los problemas de homosexualidad, incesto, infidelidad, etcétera. Ahora bien: el amor y la sexualidad combinados son los factores ideales generadores de la vida, y como tales, son los traedores de la muerte… y como la que engendra es la mujer, ella es “la que trae la muerte” a la Tierra. Como es evidente que estas historias -aun en sistemas religiosos de alta participación femenina tanto de diosas como de sacerdotisas- la escribieron varones, la mujer es puesta como un gran atractivo para el pecado. Y aunque sabemos que si nadie hubiera muerto desde el comienzo de la especie, hace siglos que no habría lugar para más humanos, sabemos de sobra que nadie quiere morir, de modo que la muerte, la sexualidad y el amor están indisolublemente ligados por un conflicto: queremos vivir y para eso -para vivir- sabemos que deberemos morir.
Ya habíamos hablado en otra oportunidad acerca de que la función reproductiva de la mujer es un poderoso detonante mítico y simbólico. Habíamos dicho que el acto de parir (partir, romper) por la cadera quiere decir “descender por el camino de la caída”. Cadera: cadere: caer, los que caen: los cadáveres: los que nacen cayendo por la cadera para morir tiempo después. Naturalmente, el amor le da cierto sentido de salida a ese conflicto… o si no sirve de pleno sentido, sí, por lo menos, sirve como algo de consuelo.
Queremos vivir y no queremos morir pero sabemos que lo vamos a hacer igual. Queremos participar del amor para conseguir la vida pero también somos juguetes de la pasión sexual que nos puede hacer olvidar del amor. En este enredo se encontraron Adán y Eva tras la pérdida de la inocencia sexual. Ese era el sentido del Árbol del Conocimiento del Bien y del Mal. De hecho, en la indefinición espiritual previa a la caída, no había camino por el cual acercarse a esta pareja si no era por el símbolo fálico (masculino) del árbol (ya que los corazones de la pareja eran inmunes a la tentación), y por allí descendió la serpiente diabólica. Su descenso o ascenso está presente en numerosos símbolos: la vara de Asclepios (la divinidad de la medicina), con una vara y una serpiente; las dos serpientes que ascienden por la vara de Hermes en el caduceo; la kundalini: la serpiente en torno a nuestra columna vertebral organizando el sistema de chakras; la serpiente en el báculo de Moisés… incluso el símbolo ‘$’ remeda este par serpiente y eje. En lo que a nosotros respecta, aquí la vara es el tronco de un árbol y la serpiente es el diablo que desciende por él para que la maquinaria espiritual del Hombre se asocie a la materia física y comience el conflicto antes mencionado… de este conflicto, destacaremos finalmente, nacerá el pecado, el valor negativo por la desobediencia y el positivo por la obediencia. Tras la expulsión de Edén, entonces, nacería el mérito de crecer espiritualmente, padeciendo y superando las diferentes inercias de un cuerpo material. Nacería el valor del esfuerzo por amar con fidelidad a pesar de que la sexualidad tienda para su lado, con un Amor que lo organiza todo -incluyendo árbol y serpiente-… No olvidemos, en el final de nuestro resumen, que por algo el Dante termina su terceto final de la Divina comedia con un: “…el Amor, que al sol mueve y las estrellas”, y que Dante pertenecía a una sociedad secreta llamada Los fieles del Amor…
El final de una era
Cuando habíamos hablado de Los cuatrocientos golpes de François Truffaut -1959-, decíamos que comenzaba la controvertida década de los ’60 y su expresión cinematográfica de la Nouvelle Vague, de profunda llegada social, especialmente en Europa y con reflejos en algunas grandes urbes latinoamericanas y, por supuesto, en los Estados Unidos de Norteamérica. Comenzaba el cuestionamiento de las estructuras sociales establecidas y del cine que se remitía a ellas. Comenzaba el “amor libre”, el abuso de las drogas psicodélicas y la promiscuidad sexual como símbolo y síntoma de una rebeldía, en el fondo, mal entendida. Es una cuestión elemental de que toda rebeldía contra un estado de cosas, todo ataque al corazón de un sistema ideológico y ético, sólo sirve para informar al atacado, el cual se repliega mansamente, se reajusta a las nuevas condiciones, absorbe el esfuerzo del rebelde, lo metaboliza y sigue su marcha ya perfeccionado. La Nueva Ola francesa que había nacido con Truffaut tuvo entre Los Beatles y Los Rolling Stones y los diferentes “Woodstocks” que se repetían por el mundo, una fuerza que parecía realmente nueva, pero que en esencia remitía a una vieja cuestión: el formato hippie así como el del intelectual cuestionador y demoledor, los artistas y sus “happenings”, todo eso sólo reflejaba, en los ’60, el caos vivido en carne propia, quince años antes, durante la Segunda Guerra Mundial. Volvían a una niñez de amenazas, muerte, abusos de poder y desorganización social vividos durante la guerra. Aquellos niños de los ‘40 eran, en los ’60, estudiantes y obreros aliados contra el poder instalado. Los lemas del Mayo francés del ‘68 reunidos en la expresión France Reveille toi (Francia despierta) hoy se usan como pálidos arietes de la emancipación de jóvenes trasnochados… hippies viejos que quedarán en el anecdotario. La Nueva Ola se acabó. Y es difícil decir cuándo ocurrió esa muerte, pero -y como siempre- fueron los artistas quienes empezaron a ver que el laissez faire más sexual que amoroso, esa invocación a la serpiente del Génesis, estaba llegando a una extinción sin mayor trascendencia que la de una travesura, y volvía al seno del mar como una resaca ineludible… como una travesura, histórica pero travesura al fin. El tiempo fue absorbiendo en sus mudanzas aquella fuerza y fue llevando al rebelde a entrar a un sistema económico social que siguió evolucionando por su cuenta, adaptado al cambio precisamente para anularlo.
La piscina perdida
La piscina de Jacques Deray es una de estas piezas artísticas que no es casual que vea la luz en 1969, a nada más que un año de la explosión del Mayo francés, cuando el sistema a combatir era, justamente, el que llegaba a la Luna y alcanzaba su punto más caliente en sus conatos de guerra fría entre la Unión Soviética y los Estados Unidos. “Los niños del ‘45” ya eran hombres y mujeres que debían moverse entre los nuevos jóvenes, que reclamaban el viejo discurso del “espacio vital” nazi y que invadían el presente con un mundo ya diferente, donde la guerra era una excusa molesta que los viejos usaban sólo para rezongar. Y, también como señal demoledora de ese final de la Nouvelle Vague, ya en el año ‘66, Truffaut -creador del movimiento- lo abandonaba filmando Farenheit 451, lo que le valió hasta la enemistad de otros directores.
En La piscina de Deray se desencadena el mentado intríngulis de amor, sexualidad, vida y muerte que se resume en el mito judeocristiano del Génesis y que cuestiona la evolución de esa década. En efecto: aislados en una elevación, fuera del mundo, donde los autos pasan a lo lejos y bajo la presencia de un árbol grande y seco comienza el filme con la imagen invertida -como reflejada- del árbol y palomas que sobre él vuelan. Estos seres aéreos son cubiertos por los créditos que se disuelven como si estuvieran ellos mismos sobre la superficie del agua. Finalmente, la imagen invertida del árbol da lugar a la superficie del agua y de allí hacia la figura de un hombre, casi desnudo como un Adán recién creado, junto a la piscina y con el viejo árbol seco de fondo. Es Jean Paul -Alain Delon-, un escritor fracasado a quien despierta de su ensueño edénico la aparición de Marianne –Romy Schneider- brincando intempestivamente en la piscina: había aparecido en escena Eva. La belleza física de ambos actores forma parte del relato y de su referencia al mito del Génesis y de la belleza misma de la Creación. El romance libre de preocupaciones vivido en la piscina dura pocos minutos: suena a lo lejos el teléfono y ya se establece la primera desarmonía en la pareja. Es Harry -Maurice Ronet-, un músico de éxito, ex amante de Marianne y amigo de Jean Paul, avisándole que está en Niza, cerca de aquella enorme casa que, por otra parte, no era de ellos, sino que era prestada e iban a tener que devolverla tras las vacaciones.
Marianne, alegre, lo invita y cuando aparece, lo hace en un marco de vulgar gloria, conduciendo un poderoso Maserati, una chillona bocina y acompañado de su hermosa hija, Penélope (Jane Birkin) la que creció sin saber mucho del mundo de aquella Segunda Guerra Mundial… Aquí podemos hacer un paréntesis y pensar en que, si bien la marca del auto no se menciona nunca ni aparece en ningún momento en las tomas del vehículo, Deray se preocupa de que se vea el logo: el tridente Maserati como atributo del Señor de la Tierra Media: Poseidón, el que se manifiesta armado, emergiendo del agua y causando, con ese tridente, las tormentas… La cuestión es que el filme va creciendo en tensiones con una sutileza de manejo que casi calificaríamos de perfecta, hasta que efectivamente se desata la tormenta entre los cuatro personajes. Jean Paul queda, por un lado, embelesado de la hermosa Penélope. Marianne se da cuenta de esta tensión sexual que va creciendo desde Jean Paul hacia la chica y va cediendo a los acercamientos de Henry mientras Jean Paul también lo advierte. Una noche, Harry, su Maserati y su estruendosa bocina -estruendosa y vulgar, como todo lo diabólico- traen a un grupo de jóvenes y los tres personajes mayores quedan, en medio del ruido y del alcohol como tres veteranos de la vida en un grupo que ya vive una juventud distinta. Los cruces de miradas, las sugerencias en los gestos, todo va tejiéndose entre ellos con los cuatro elementos ya mentados: la vida con Penélope, la muerte con el paso del tiempo marcado en la edad madura de los otros tres personajes, el amor y la tentación… pero este tejido lo desteje Penélope al descubrirle a Jean Paul que Harry lo despreciaba, que si le había cedido a Marianne era porque ya no la quería más y que usaba a su hija para hacerla pasar como una conquista y recobrar, así, algo de la juventud perdida…
Una tarde, Jean Paul y Penélope van al mar. Al regresar, ya de noche, Harry muestra su encono por aquel paseo y anuncia que irá a visitar a un amigo… al regresar de noche cerrada, ebrio, le escupe a Jean Paul su despecho y le anuncia que al día siguiente se irá y que no le dejará a Penélope “para su diversión”. Le arroja una trompada que cruza el aire y, de puro borracho, cae al agua de la piscina, pero ahí sucede el pecado fatal: Jean Paul lo ahoga en una larga, penosa y siniestra escena. Asustado, quiere sacarle la ropa al cadáver y mientras lo desnuda se oye pasar un avión en las alturas. Jean Paul mira hacia arriba y tenemos el mítico momento de cuando Adán y Eva oyen a Jehová y buscan huir de su mirada por la recién nacida consciencia del mal. Luego, en la ceremonia del entierro, a pleno sol mediterráneo, un breve cortejo acompaña al cuerpo y de entre las lápidas emerge la figura de la ley observando al grupo: el inspector de Policía que investigará la muerte. En ese momento, en el cuarto final del filme, el guión gira de drama a thriller policial. Marianne, finalmente, descubre por su cuenta -y a instancias del detective- que Jean Paul había matado a Harry, pero no lo delata: decide compartir la culpa.
El inspector no puede demostrar el crimen pero deja sembrado el miedo en la pareja. Penélope regresa a París y nos enteramos, como al acaso, que el director de la empresa discográfica donde trabajaba Harry se había quedado con el auto que era de su propiedad. Nadie era dueño de nada… ni de las casas, ni de los autos… ni siquiera de sus propias vidas: apenas si eran dueños de sus miedos y de sus remordimientos.
Sobre el final, se ve la piscina envenenada por la presencia imborrable en sus corazones del cadáver flotando y el viejo árbol seco con sus aves que se refleja en ella… una piscina ahora convertida en mito. Tras la ventana, en el interior de la casa, lejos del hedonismo y de la antigua belleza, Marianne y Jean Paul se miran, se abrazan y se consuelan en silencio, como una Eva y un Adán recién expulsados del Paraíso…
Tráiler:
Horacio Carlos Ramírez (1956) nació en la ciudad de Bernal, Partido de Quilmes, en la provincia de Buenos Aires, República Argentina. Tras terminar sus estudios secundarios comenzó a estudiar Ecología en la Facultad y Museo de Ciencias Naturales de La Plata, pero al cabo de algunos años: “reconocí que estudiaba la vida no por ella, sino por la estética de la vida. Fue una época de duras decisiones, hasta que me encontré con una serie de autores y un antropólogo de la Facultad -el Dr. Héctor Blas Lahitte- que me orientaron hacia un ámbito donde la ciencia instrumental se daba la mano con el pensamiento estético en sus facetas más abstractas y a la vez encantadoras… pero ese entrelazamiento tenía un precio, que era reencausarlo todo de nuevo… y así comencé a estudiar por mi cuenta estética, antropología y simbología, cine, poética. Todo conducía a todas partes, todo se abría a una red de conocimientos que se transformaban en saberes que se autopromovían y autojustificaban. La religión -el mal llamado ‘mormonismo’- terminó de darle un cierre espiritual al asunto que encajaba con una perfección que ya me resultaba sin retorno… La práctica de la pintura -realicé varias exposiciones colectivas e individuales- me terminaron arrojando a las playas de la poesía. Hoy escribo poesía y teorizo sobre poesía, tanto occidental como en el ámbito del haiku japonés. Doy charlas sobre la simbólica humana y aspectos diversos de la estética en general y de estética de la vida, donde trato de mostrar cómo una mosca y un ángel de piedra tienen más elementos en común que mutuas segregaciones, y para ayudar a desentrañar el enredo sin sentido al que se somete a nuestra civilización con una deficiente visión de la ciencia que nos hace entrar en un permanente conflicto ambiental y social… La humana parece ser una especie que, de puro rica y a la vez desorientada, está en permanente conflicto con todo lo que la rodea y consigo misma…”
“He escrito cuatro libros de poesía, el último con algunos relatos y una serie de reflexiones, y estoy terminando dos textos que quizás algún día vean la luz: uno sobre simbología universal y otro sobre teoría poética…”
Actualmente vive con su familia en la localidad de Reta, también la provincia de Buenos Aires, en el partido de Tres Arroyos sobre la costa atlántica (a unos 600 kilómetros de su lugar natal), dando charlas guiadas sobre ecología, epistemología y paseos nocturnos para apreciar el cielo y su sistema de símbolos astrológicos y las historias que le dieron origen en las diferentes tradiciones antiguas.
Este artículo fue escrito para ser publicado exclusivamente por el Diario Cine y Literatura.