Un completo análisis estético, sonoro, plástico y visual, es el que esboza el escritor peruano, acerca de las múltiples variantes y senderos metafóricos y de interpretación simbólica, que surgen desde la obra lírica del genio mexicano, y quien fuera galardonado con el Premio Nobel de Literatura en 1990.
Por Daniel Rojas Pachas
Publicado el 9.1.2019
«El río», poema de Octavio Paz del año 1953, forma parte del poemario La estación violenta (1958). Elegí “El río”, pues considero que grafica a plenitud la construcción de un espacio móvil y cambiante; la edificación de una idea de ciudad, mente y practica escritural, con sus respectivas redes y entramados sensoriales, los cuales se desbordan y no se detienen hasta llegar a sí mismos para auto fecundarse: “Y el río remonta su curso, repliega sus velas, recoge sus imágenes y se interna en sí mismo” (81).
El cierre del poema funciona como un uróboro, en esa medida es una invitación a un nuevo comienzo, a un constante ciclo de movimiento y de retorno.
Si ponemos a dialogar estos planteamientos con el título del poemario, podemos pensar en una estación como una parada, un alto al recorrido, una espera, sin embargo, la condición violenta que acompaña al sustantivo, determina el perpetuo cambio tras una pausa.
Un cambio sabemos implica transformación, por tanto es una interacción violenta que provoca amenaza, pero esa violencia también remite a la noción de sucesos intempestivos, movimiento y fluctuación en una danza de vida y muerte imbricados.
En “El río” el silencio total no existe, es una estación invadida por una torrencial voz. “El río” es una alegoría de todos estos significados y nos permite pensar la escritura de Paz como «un río de tinta» (79).
Los textos del mexicano son poemas río, esta denominación la confirma Ramón Xirau: “poema movimiento, un poema río, un poema corriente de conciencia. Es, también, un poema regreso, un poema que empieza como y donde acaba, un poema continuo, eterna vuelta sobre sí mismo» (1958: 15).
Mi lectura procura seguir el cauce que «El río» propone desde su título, al remitirnos a un torrente que se abre paso en un territorio. Paz en el primer verso nos sitúa al señalar en versales: LA CIUDAD.
El espacio ciudadano sufre una condición, el poema usa el adjetivo desvelado, pues se trata de una urbe que no duerme, que sufre de insomnio. La ciudad en voz del hablante es además un torrente interior, un río que palpita por nuestras venas, pues «desvelada circula por mi sangre como una abeja» (78).
La sangre es el río que lleva información por nuestro cuerpo, el corazón bombea y las venas son tuberías que cruzan un organismo. Si observamos un plano anatómico, los mapas de diseño de una urbe y los intersticios de una colmena, podemos entender la conjunción de esos tres universos como vasos comunicantes.
Ciudad, sangre y abeja son copresencias que remiten a una noche afiebrada de escritura, en que la pulsión de crear palpita como un zumbido y el desborde de las palabras rompe los muros de la razón: “y el alfabeto ondule largamente bajo el viento del sueño y la marea crezca en una ola y la ola rompa el dique” (80).
El poema radicalizará estas yuxtaposiciones, llevando al lector desde lo urbano y artificial (ciudad, aviones y tranvías) a lo cósmico: “el nacimiento del instante y la respiración de la noche fluyendo enorme a la orilla del tiempo” (79).
El poema también confronta lo mundano (plazas, galerías y fuentes) con lo trascendental: “sentado sobre mí mismo como el yoguín a la sombra de la higuera, como Buda a la orilla del río, detener al instante” (Ibíd). “El río” contrapone diversos binarismos, cielo y tierra, sólido y líquido, quietud y movimiento, a partir de una lucha agónica. Es un “combate a muerte entre inmortales” (80), señala el poema. Se trata de una batalla encarnizada entre lo monolítico y una corriente que erosiona y fluidifica al mundo para engendrar.
Esta lucha se comunica con la escritura, el poeta nos dice: “que el papel se cubra de astros y sea el poema un bosque de palabras enlazadas” (80). La cita es significativa, pues este verso está precedido por la imagen que nos habla de la destrucción de diques. El poema utiliza palabras afines, para comunicar el estancamiento o la paralización: muro, estatua, torres y terrazas son edificaciones pétreas que el río rompe, tal cual lo hace una escritura que erotiza, fecunda, invoca y crea mundos en un desierto plagado de silencios: “es una explanada desierta el poema, lo dicho no está dicho, lo no dicho es indecible” (79).
A partir de esa estación desierta, quietud o silencio momentáneo, el poema fluye y violenta la realidad creando una fusión, una amalgama de pares que no se desgarran sino que conviven en un fluir constante: “cascada de sílabas azules que cae de los labios de piedra” (Ibíd). El poema además es una corriente que abisma, pues todo principio es un precipicio: “un secreto que repta / abren lo obscuro, precipicios de aes y oes, túneles de vocales taciturnas” (Ibíd). Debo señalar que si bien la segunda mitad del poema es un desborde de imágenes, Paz nunca abandona el diálogo entre la ciudad que construye al principio y la consciencia que fluye en la segunda mitad del texto: “y la ciudad va y viene por su sangre, quiere decir algo, el tiempo quiere decir algo, la noche quiere decir” (80). El poema desde un principio comunica con sutileza y contención los códigos que luego dispersará como un rizoma.
“El río” tras develar las rutas oscilantes de un vuelo y los impredecibles giros de un tranvía, hace una pausa y fija la atención en un árbol, una imagen estoica en medio de la ciudad, pues el árbol: está «cargado de injurias» (79). El árbol de Porfirio es una figura que sirvió por siglos a la filosofía, para establecer una lógica de conceptos y substancias jerarquizadas, a través de taxonomías y categorías nominales. En el poema el árbol es sacudido por un sujeto apócrifo en medio de la plaza, en un espacio abierto y público a mitad de la noche. A partir de ese punto en el recorrido, el torrente de «El río» se bifurca de modo arborescente como sargazos, pues el árbol también esconde ante la mirada distraída, un universo de raíces que se extiende subrepticio: «los ruidos que ascienden y estallan y los que se deslizan y cuchichean en la oreja un secreto» (Ibíd). El verso dice “cuchicheo” como un resuello, un suspiro que se comunica a través de las redes en el subsuelo.
Los ríos subterráneos son una imagen a la que podemos recurrir para contraponer lo imperceptible frente a esos ruidos que ascienden y estallan en el poema, pues las ramas, como anverso de las raíces también buscan un punto de fuga en ese cielo sobre el cual un avión escribe su ruta y “traza un gemido en forma de S larga» (79).
“El río” intempestivo, deja atrás al árbol y se precipita hacía un túnel dejando que el cauce nos trague como si fuese un hoyo negro: «cae en el hoyo como un río de tinta» (Ibíd). A la manera de Walter Benjamin, el poema invoca galerías como nexos con espacios y tiempos indeterminados en un constante fluir de tráfico y pasajes. Para Benjamin son los pasajes del sueño pero también los pasajes del comercio. Luces de neón y cárteles, la escritura de los templos dedicados al intercambio. El poema dice: “galerías que recorro con los ojos vendados, el alfabeto somnoliento cae en el hoyo como un río de tinta” (Ibíd). El poema “El río” es una ciudad, una arborescencia, un laberinto repleto de túneles y una consciencia que no duerme. La estación violenta se compone de versos libres, versos ríos que se suceden llevando al destinatario por cauces impensados, que por momentos nos abruman, empero, en ese fluir de ideas y voces hay un camino a recorrer, el de la escritura como una puerta al infinito.
Octavio Paz y la poética del entre
El poema «La palabra dicha» comprendido dentro de Salamandra (1962) presenta desde el título una dialéctica, escritura y habla, que permite pensar la obra de Paz a través de una poética del entre, de un pensamiento limítrofe en que los significados se (re)construyen y (re)vitalizan, a partir de la amalgama que se produce en los intersticios de binarismos, que como dice el poeta mexicano, no se desgarran sino que se complementan para crear algo nuevo, un fluir constante de creación y destrucción, de silencio y desborde en un equilibrio dinámico u homeostasis. «La sabiduría no está ni en la fijeza ni en el cambio, sino en la dialéctica entre ellos. Constante ir y venir: la sabiduría está en lo instantáneo. Es el tránsito.» (1974:17).
Esta cita, extraída de El mono gramático, explicita el entre como un mantra que atravesará no sólo esa gran obra sobre el viaje de la escritura, sino que ilumina por entero el proyecto escritural del mexicano, desde sus primeros libros. En La estación violenta tenemos los versos ríos que Xirau destacaba como un torrente que se auto fecunda cual uróboro, dando cuenta de cómo el entre es puro tránsito y fluidez. El título del poemario de 1956 ya es significativo en relación a un entre que fluye desde una parada o alto, quietud o fijeza que se rompe y estalla con la violencia de un hachazo sobre la nuez [1].
En «La palabra dicha» si realizamos una lectura a partir de la noción de la poesía como un entre, vemos cómo el autor otorga vida a la palabra y esta se levanta de la página escrita, pero apenas le da movimiento se lo quita y la congela: «La palabra, / labrada estalactita» (1989:112). Estamos ante una fluidez petrificada, empero, sobre esta columna de hielo se escribe y graban letras como si fueran tablillas sumerias o escritura arábiga en las ruinas de Turquía. El poema señala: «grabada columna, / una a una letra a letra»(Ibíd).
La palabra congelada espera fluidificarse y liberar sus resonancias sobre el papel. «El eco se congela /en la página pétrea»(Ibíd). En la segunda estrofa del poema, la palabra vuelve a levantarse y camina cual trapecista por una cuerda. La palabra viaja y atraviesa un puente tan delgado como el hilo de Ariadna, que fluye por el laberinto: «sobre un hilo tendido / del silencio al grito, / sobre el filo / del decir estricto. / El oído: nido / o laberinto del sonido» (Ibíd).
El verso es rico en ideas recurrentes para Paz, la caída se representa en el filo y el oído es un túnel. Entre ese precipicio y galería, en que convergen realidades, discurre el decir y escuchar. No es casual que luego el poema se abisme en lo indecible, como si un hoyo negro se tragara toda posibilidad comunicativa: «Lo que dice no dice / lo que dice: ¿cómo se dice / lo que no dice? (Ibíd).
De ese abandonarse en el silencio emana una pregunta que rompe lo inefable y nos interroga sobre: “cómo se dice ataraxia” (Ibíd). Cómo hablar de la pérdida del temor y el deseo y sobre todo, cómo hablar implica también una renuncia al yo y escuchar al otro.
En el poema “Aspiración” señala: “Desatado del cuerpo, desatado / del ansia, vuelvo al ansia, vuelvo / a la memoria de tu cuerpo. Vuelvo. Y arde tu cuerpo en mi memoria” (1989:121). Podemos atisbar en estos poemas la importancia de las zonas fronterizas, que al interactuar convocan un devenir inédito, la revelación de la poesía y la memoria, que tan pronto como aparece se desvanece permitiendo el perpetuo fluir. «Pero apenas digo tránsito se rompe el hechizo. El tránsito no es sabiduría sino un simple ir hacia… El tránsito se desvanece: solo así es tránsito.” (1973:17).
En Salamandra sin duda vemos a un Paz contenido y minimalista en el “tránsito” que opera en muchos de sus textos, sobre todo si comparamos poemas brevísimos como «Certeza» o «Identidad» en relación a «Piedra del sol», sin embargo, el entre permite un diálogo cointerpretativo de sus textos. Un poema para Paz no es algo estático, sino una continua resonancia.
La poesía señala el autor: «es un tiempo y ritmo perpetuamente creador” (1956:26), y esa creación indefectiblemente convoca al otro, incluso en la posibilidad de un diálogo interno, en la posibilidad que tenemos de auto interrogarnos para movilizar el pensamiento, como dice Gadamer: “un hecho lingüístico del género de ese diálogo interno del alma consigo misma, como definió Platón la esencia del pensamiento” (1992:181).
En todo caso, los poemas de Paz parecen imponer la búsqueda primal de un oyente en la otredad. En “Piedra del sol” esa necesidad del otro ya estaba presente: «el mundo cambia / si dos se miran y se reconocen, / amar es desnudarse de los nombres» (1989:95).
En Salamandra, poemas como «Garabato», «Movimiento», «Palpar», «Duración» y «A través» presentan a un yo que apela de manera explícita a un tú, que se piensa no sólo desde la emocionalidad y el deseo, sino que en un ansía de comunión a partir de ese entre, que es también un fluir violento que origina el diálogo, la vida y múltiples conjunciones y disyunciones. El poema “Duración”, que toma su título de un proverbio del I CHING, cierra con un encuentro explícito entre alteridades: «Te hablaré un lenguaje de piedra / (respondes con un monosílabo verde) / Te hablaré un lenguaje de nieve / respondes con un abanico de abejas)» (1989:134).
El poema “Movimiento” también es significativo, pues se construye anafóricamente a partir de un “Si tú eres / Yo soy” (1989:132). Quiero cerrar esta parte del texto, aludiendo a «Noche en claro» (nuevamente la dualidad: oscuridad y alba) y que termina con los versos: “Ciudad Mujer Presencia / aquí se acaba el tiempo / aquí comienza” (1989: 130).
A partir de los intersticios de esos tres elementos, el poeta da cuenta de un tránsito que propone una dialéctica que expone el cierre de una temporalidad frente a un aquí, que es pura fijeza y quietud espacial. En esos versos resulta valioso además detenerse en la conjunción: Ciudad Mujer Presencia, las tres palabras escritas con altas y sin puntuación, delatan la intención de agrupar horizontalmente estos elementos como parte de un todo, pero a la vez cada uno diferenciado.
Las topografías son esenciales para el entramado de zonas fronterizas, pues siempre hay un adentro y afuera, del mismo modo, Mujer remite a la alteridad que es un entrar y salir transformado por el excedente de visión del otro: «Entro por tus ojos / sales por mi boca» (1989:133) y la Presencia, eso que se revela fugaz en el devenir, en lo evanescente de la poesía que es también silencio y ausencia, un entre en perpetuo tránsito.
Topoemas: poesía en movimiento, juego y ceremonia
Topoemas de 1968 es un conjunto de seis poemas visuales que Octavio Paz publicó en la Revista de la Universidad de México en 1971. Editorial Era los reeditó de forma autónoma y en 1979 son incorporados a la compilación Poemas (1935-1975) editada por Seix Barral con notas a los «ideogramas» (Yurkievich 183).
Este apartado de mi artículo busca caracterizar los Topoemas, a partir de una poética del entre, y generar un diálogo con la noción de obra abierta y pensamiento limítrofe que Paz considera como parte crucial de su estética.
(…) la noción de obra abierta es plural y abarca muchas experiencias y procedimientos. Expuesta a la intervención del lector y a la acción -calculada o involuntaria- de otros elementos externos, también saca partido del azar y de sus leyes, provoca el accidente creador o destructor, convierte el acto poético en un juego o en una ceremonia y, en fin pretende restablecer la comunicación entre la vida y la poesía. (…) Consiste en abrir las puertas del poema para que entren muchas palabras, formas, energías e ideas que la poética tradicional rechazaba. Abrir las puertas condenadas… En cierto sentido poesía moderna y obras abierta son términos equivalentes. (Paz, Poesía 11).
Los Topoemas han sido calificados por la crítica (Rachel Phill (1971), Saúl Yurkievich (1974), Zunilda Gertel (1976) y Deborah Weinberger en 1978) como ejercicios de escritura experimental [2] dentro de la bibliografía Paciana. Néstor García Canclini señala respecto a Blanco (1966) y estos textos: «experimentos que realizó (…) en el límite de la actividad poética: en sus relaciones con la plástica, con la música, con la filosofía, en un campo incierto donde la división en géneros se desvanece y la poesía replantea de un modo radical su propia posibilidad.» (89). El autor define estos artificios como: «Poesía espacial, por oposición a la poesía temporal, discursiva. Recurso contra el discurso».(Paz, Poemas 693).
En Topoemas, Octavio Paz persevera en una poética del entre, la cual podemos constatar en sus libros previos y también en el Mono gramático, pues el entre implica una dialéctica. Una (re)construcción de dicotomías que fluyen y se auto fecundan, y que en el Mono gramático opera no sólo como propuesta de diseño (texto y fotografía), sino también como lineamiento crítico para su pensamiento creativo.
La poesía para Paz desemboca en múltiples encuentros, que el autor señala como: “Constante ir y venir: la sabiduría está en lo instantáneo. Es el tránsito.» (Paz, Mono gramático 17). En este fluir, al cual tanto alude Paz, realidades diversas e inconexas se amalgaman ampliándose las posibilidades de lectura y experiencia comunicativa del signo. La interacción se traduce para el lector, en un juego de co-interpretación.
Gadamer reconoce el valor que tiene el juego en el ejercicio co-interpretativo que realiza el receptor frente a la obra de arte. Lenguaje y juego están estrechamente relacionados, pues: «El espectador es, claramente, algo más que un mero observador que contempla lo que ocurre ante él; en tanto que participa en el juego, es parte de él.»(69). En el prólogo a Poesía en movimiento (1966), Paz destaca la importancia que tiene el juego y la ceremonia, en ese sentido ubica a Rayuela de Julio Cortázar como obra cumbre de su época:
Escribir, jugar y vivir se vuelven realidades intercambiables. Rayuela es un juego infantil y un camino espiritual que termina en una apuesta. Al término de la escalera nos espera un enigma cuyo significado depende de cómo hayamos jugado el juego: ¿suerte, destino, habilidad, gracia, compasión, iluminación, Tao? Cada uno dirá la palabra que merezca. El lector no sólo participa sino que interviene, es el autor de la respuesta final. (Paz, Poesía 13).
A fin de completar esta lectura, he seleccionado el topoema “Parábola del movimiento” por considerarlo paradigmático en la búsqueda que Paz emprende en pos de ampliar los límites de la significación, pues el texto tiene una disposición de elementos e interacción similar a la que podemos apreciar en Blanco.
En este topoema las palabras aparecen como instantes dispuestos en un caos, generando una apertura en la relación que guardan como sintagmas presentes en la hoja, de este modo se propicia una lectura que se realiza en múltiples direcciones, de ida y vuelta en un tránsito que afecta la significación de las preguntas existenciales que apelan a un yo y a otro, en torno a su procedencia y destino.
El conjunto y sintaxis se interviene, por tanto este topoema a diferencia de otros como «Palma del viajero» o «Monumento reversible» no establece una preminencia de lo visual como representación complementaria al texto, sino que a partir de lo que propugna el concretismo, lo que se interviene es la combinatoria y el fluir de las reglas gramaticales de nuestro idioma.
Topoemas desde el título evidencia la importancia del espacio, de la topografía como zona fronteriza para que la escritura se desenvuelva con pluralidad en el plano expansivo de la hoja. El espacio del texto asemeja un tablero, por tanto la escritura ideogramática de Paz se desarrolla de manera lúdica en un terreno en el cual colindan interactivamente grafía con formas plásticas y visuales que orientan el campo de interpretación hacia la arquitectura de los textos, la disposición y fuga de los elementos que encontramos en la página, así como aquellos que intertextualmente debemos rastrear en las «citas sin entrecomillado»(Barthes 77-78). En cuanto a los elementos intertextuales, “Parábola del movimiento”, dialoga acorde a los comentarios de Paz, con el “capítulo 56 de Rayuela” (Paz, Poemas 694), de manera que estos textos, incluso en sus elementos paratextuales, discurren en zonas limítrofes de la comunicación, remitiéndonos a lo que Paz sostiene en torno a la percepción y el juego: “Lo que distingue a mi generación de la de Borges y Neruda no es únicamente el estilo sino la concepción misma del lenguaje y de la obra. (…) En suma, los poetas de la generación anterior usaron y abusaron de una propiedad mágica del lenguaje: la ambigüedad. Me parece que ahora la palabra clave es indeterminación. Textos en movimiento.” (Paz en Poesía 12-13).
La cuarta rama del árbol paciano: «visto y dicho»
Octavio Paz señala respecto a Árbol adentro (1987), que estamos ante un cuerpo con cinco ramas, aludiendo a los distintos libros que anidan y se interrelacionan dentro de esta obra que cierra la producción poética del mexicano: «Este libro tiene la forma de un árbol de cinco ramas. Sus raíces son mentales y sus hojas son sílabas.» (2004:95). Mi lectura se enfoca en el cuarto cuerpo o rama, titulado «Visto y dicho», en la cual se priorizan dos elementos cruciales para Paz, la relación con sus amigos y el nexo de la poesía con la pintura.
Respecto a la amistad, es significativo que los nueve poemas que componen esta sección del libro, estén dedicados a autores que Paz admira y de los cuales fue amigo y crítico cercano de su trabajo plástico.
La amistad, vista a la luz del arte, se entronca con una práctica oriental que Paz valora dentro de la tradición china: «La amistad es la otra gran experiencia humana, no menos esencial que la del amor. Hay pocos poemas a la amistad en nuestra tradición; en la China es lo contrario» (1989:630).
Podemos inferir que la amistad para Paz es parte de su continua búsqueda del otro y está ligada a sus perspectivas filosóficas y las nociones que tenía respecto a la alteridad, producto de su cercanía con la cultura oriental. Sin embargo, Paz en “Surrealismo” escrito para la Revista de la Universidad de México, no ignora su filiación con el movimiento de vanguardia y hace un cruce de éste con el Budismo, realzando un concepto de otredad tanto espiritual como estético: “Más allá de su dudoso valor como método de creación, la escritura automática puede compararse a los ejercicios espirituales de los místicos y, sobre todo, a las prácticas del Yoga y del budismo Zen: se trata de llegar a un estado paradójico de pasividad activa, en el que el «yo pienso» es sustituido por un misterioso «se piensa.»(1956:8).
Esta dialéctica del yo y el otro en función de la identidad, se traspasa al terreno del arte y a los límites entre poesía y pintura, remitiendo a un ojo interno que será crucial para este nexo, pues en “Visto y dicho”, como su nombre lo refrenda, Paz busca interiorizarse en los códigos y el lenguaje de la pintura, al punto de tentar una transposición de técnicas y de estrategias de un medio a otro, pero más importante, prioriza mover su eje axiológico a la mirada del pintor, en un intento por salir del yo y ver su propio trabajo a la luz de sus pares artistas, por eso “La casa de la mirada” dedicada al padre del infrarrealismo, Roberto Matta, está construido apelativamente, a partir de una segunda persona. El hablante es un tú que se orienta en el mundo: “has cerrado los ojos y entras y sales de ti mismo a ti mismo / por un puente de latidos: / EL CORAZÓN ES UN OJO. (1989:326). Además, los versos en altas del poema corresponden a la poesía que Matta creó en los ochenta, en función de su pintura.
La apropiación intertextual implica un gesto de fusión entre la voz de Paz y la de Matta, un traslape de hablas y de la mirada poética sobre la pintura. Respecto a esto, Paz en su ensayo sobre el pintor Albero Gironella, indica: «Al oír las palabras del poeta vemos, súbita aparición, la imagen evocada, la vemos con la mente, con el ojo interior. Y del mismo modo: al ver las formas y los colores del cuadro, los oímos como si fuesen palabras dichas en una lengua desconocida pero que en ese instante, no sabemos cómo, comprendemos.»(1988: 437).
El ojo interno también nos permite pensar en la pintura de Balthus y sus pulsiones, a través del poema “La vista el tacto”, que en su última estrofa nos dice: “la luz se va por un pasaje de reflejos / y regresa a sí misma: / es una mano que se inventa, / un ojo que se mira en sus inventos. / La luz es tiempo que se piensa.”(1989:321). En estos versos, la mano y el ojo son artefactos de los sentidos que fluidifican la realidad.
En el poema predomina una estructura de aliteración en torno a la luz, que en cuanto se repite genera una sensación de adentrarse y reptar por ámbitos inconexos, los que sutilmente remiten a diversos espacios en la creación del artista polaco-francés. La luz influye sobre el movimiento, tanto de las cosas como de los sujetos. Particular relevancia tiene el verso referido a “los pliegues de la sábana/ y los repliegues de la pubescencia” (1989:320), pues Balthus desarrolló una extensa serie de cuadros que muestran a jovencitas en el límite de la infancia, en un tránsito que le permitía al pintor interrogarse sobre el paso del tiempo y encarnar su propia niñez en una figura peculiar, su gato Mitsou, el cual aparece en sus cuadros como el ojo interno de su espíritu.
Mitsou fue protagonista de los primeros dibujos del pintor, una serie de cuarenta imágenes que pintó a los diez años y que Rilke prologó en Mitsou, Histoire d’un chat en 1921. Hay que destacar que Paz no está refiriéndose a un cuadro específico de Balthus o a su biografía, sino que da cuenta de una comprensión e interiorización del estilo del pintor, se mueve empáticamente hacía el arte de su par y este movilizarse es una especie de compenetración por medio de un diálogo íntimo.
En la edición francesa de Árbol adentro, Paz califica estas dos vertientes del libro: «habla con los otros árboles, sus prójimos – lejanos.”(2004:95; el énfasis es mío), mientras que la cuarta parte: «es una conversación con imágenes pintadas, bosque de vivientes pilares.» (Ibíd). Los destacados rescatan el valor de lo dialógico y la importancia de entender su obra árbol, como parte integral de un universo más amplio: un bosque en continua fluctuación y desarrollo.
Octavio Paz al confrontar la mirada ajena (el arte del pintor) y su particular sensibilidad (una forma peculiar de plasmar el mundo con recursos creativos), abre un camino para conseguir ese ansiado excedente de visión que nos revela y transforma. Mientras la poesía, resulta un arte eminentemente temporal, la pintura y la imagen le permiten enfocarse en el espacio y nutrirse con un universo sinestésico que da volumen, estructura y arquitectura a sus palabras. La relación es simbiótica, pues la poesía y la palabra dinamizan los elementos de eso que denomina “vivientes pilares”. En la fusión entre el yo poeta con el tú pintor, y en la consecuente difuminación de fronteras que separan estas identidades, surge un artista integral. En “Fábula para Joan Miró” observamos que los colores, el rojo, negro y azul, aparecen petrificados. Son seres incompletos y disminuidos que Paz personaliza como sordomudos, ciegos o de plano, inertes y a la espera del artífice que les dará movimiento y sentido.
En los dos primeros versos del texto, nos plantea esa contraposición entre imagen estática: “El azul estaba inmovilizado entre el rojo y el negro.” (1989:371), mientras que la palabra es viento, una fuerza etérea que vaga sin rumbo, sin un espacio definido y pérdida. Luego el poema se pregunta por el paradero de Miró: ¿por dónde anda Joan Miró? (1989:317), para describirlo como si fuese un dios hindú, como Visnú con siete manos, un artífice de la percepción, pero también un gran árbol repleto de ramas que comunican con diversas formas de comprender y sentir, pues tiene: «Siete manos en forma de orejas para oír a los siete colores, / siete manos en forma de pies para subir los siete escalones del / arco iris, / siete manos en forma de raíces para estar en todas partes. (Ibíd).
Este texto me lleva a refrendar la lectura que hice del poema «Río» de Estación violenta, pues allí también hay un árbol de vías subterráneas y ramas hacia el cielo en medio de una noche, y un sujeto apócrifo al encontrarse con este, desata su memoria y su visión abismándose en un viaje que como diría Xirau, es: “una eterna vuelta sobre sí mismo.» (1958:15).
Citas:
[1] Este comentario remite al cuadro The Fairy Feller’s Master-Stroke (1855–1864) de Richard Dadd. Pieza referida profusamente en El mono gramático, a través de un diálogo que prioriza los intersticios que abundan entre texto poético y pintura. Paz en diálogo con José Miguel Ullán señala en 1984: «En la pintura como en la poesía, la ausencia se transforma en muchas presencias» (1984).
[2] Los Topoemas dentro de la tradición de poesía visual (pictograma) y el concretismo, sostienen una relación con la escritura ideogramática oriental, la caligrafía china y el haiku japonés, además en calidad de textos híbridos, están vinculados a la poesía europea de fines del XIX y principios del siglo XX, a través de Un coup de dés (1987) de Mallarmé y Caligramas, poemas de la paz y de la guerra (1918) de Apollinaire, mientras que en nuestra lengua, son textos que dialogan con la obra de Vicente Huidobro y de José Juan Tablada, por la temprana incursión de estos autores dentro de la poesía visual, basta con remitirnos a «Japonería de estío», cuatro poemas visuales que el autor de Altazor publicó en su libro Canciones en la noche de 1913, mientras que Tablada, a partir de su estancia en Japón en 1900, se constituirá en un puente crucial para los poetas mexicanos posteriores a las primeras vanguardias, los cuales seguirán sus experimentales pasos, que podemos rastrear en obras como Un día de 1919 y Li-Po y otros poemas de 1920.
Daniel Rojas Pachas (Lima, 1983). Escritor y editor. Dirige el sello editorial Cinosargo. Ha publicado los poemarios Gramma, Carne, Soma, Cristo barroco y Allá fuera está ese lugar que le dio forma a mi habla, y las novelas Random, Video killed the radio star y Rancor. Sus textos están incluidos en varias antologías –textuales y virtuales– de poesía, ensayo y narrativa chilena y latinoamericana. Más información en su weblog: www.danielrojaspachas.blogspot.com
Crédito de la imagen destacada: El escritor mexicano Octavio Paz, por CONACULTA.