Hacer fantasía narrativa en este país es un verdadero acto revolucionario, es abrir una grieta en este mundo agobiante y empastillado para ejercitar el músculo de la libertad, el cual de otra manera no tardaría en quedarse atrofiado. Hoy más que nunca creer en la literatura es adherir a la reinvención de la realidad y al género de la novela como su mayor exponente. De marchar, protestaría por eso.
Por Luis Felipe Sauvalle
Publicado el 25.10.2019
Pareciera que fue en otro Chile donde José Maza puso en cuestión la pertinencia del Quijote. En este Chile en el que marchan un millón de personas vale la pena preguntarse si acaso el eje de la discusión no debiera ser otro.
Seamos radicales, preguntémonos qué es exactamente la literatura: si ésta es un fenómeno al cual se accede mediante un proceso (primero la inspiración, luego el rigor), o si dada la imposibilidad del lenguaje de comunicar, como indica Derridá, preguntas como ésta no vale la pena ni hacérselas.
Sabemos que la literatura tradicionalmente se divide en tres géneros: la lírica, el drama, y la ficción en prosa, sea ésta cuento o novela. A esta distinción –estos tres puntales– se llegó como producto natural tras más de dos milenios, de la Ilíada de Homero al Ulises de Joyce, pasando por las tragedias de Sófocles, los sonetos de Shakespeare y las odas de Pablo Neruda.
Es en la novela en dónde –al decir de Ian McEwan– se manifiesta ese «conocimiento vital de las cosas del mundo que inspira respeto a un lector». La novela se nos aparece como el epítome de lo que se entiende por “literatura”, aquella que se hace cargo de entender al ser humano y sus conflictos mediante la ficción. Por ello no es raro que la postmodernidad, entendida esta como un ataque a la reflexión, se halla empecinada en abolirla. He observando con preocupación cómo en el último tiempo se ha instalado la idea de que la novela no poseería característica endógena alguna, al contrario, respondería a una mera etiqueta, a una «disposición de lectura» por parte de quien la tenga en sus manos. Y como corolario lógico –al decir de Germán Marín– la novela ya: «no tendría por qué tener ficción».
En cualquier otra época esto sonaría descabellado –qué hubieran dicho un Balzac, o un Kafka– pero son otros los tiempos que corren. Tiempos en los que ser escritor guarda más relación con una performance (publicar un libro constituye un rito de pasaje con el que se pasa a formar parte de una comunidad, al menos virtual) que con una praxis, con el desarrollo del oficio de escritor.
Ya desde Flaubert que sabemos que novela es aquello que parece novela: personajes, con distintos niveles de conocimiento respecto a un particular, se desenvuelven en distintos planos, marcados por un tiempo o tiempos narrativos, es decir, dentro de una trama. A esto se ha contrapuesto un nuevo criterio: bastaría que un libro llevara impresa la palabra «novela» en la tapa para que lo sea, aunque trama, personajes, lugar y diálogo brillen por su ausencia.
Es cosa de gustos y en gustos no hay nada escrito, se puede afirmar. Y no obstante de gustos se ha escrito y se sigue escribiendo mucho, desde Aristóteles con La poética hasta Igor Stravinski con su Poética musical en seis lecciones, pasando por las legiones de publicistas y de agencias de encuestas que a diario escriben reportes sobre tendencias, es decir, sobre la variación de los gustos. Se puede afirmar también que los cánones estéticos varían y que en el caso que nos ocupa han variado, solo que hasta el borde del absurdo. Es en este estado de las cosas en que cabe preguntarse para qué llamar al resultante «novela», si ha sido desprovista del contenido que la define, es decir, de ficción.
Muerta la novela solo queda la novedad, sea en las redes sociales con mensajes fragmentarios o en el así llamado periodismo cultural. En éste abunda el ansia de hacerse con el último libro importado, la última traducción, “lo que este mes llega a librerías”, todo bañado de un falso optimismo, y que tal como el objeto-libro es pasajero. Todo a la rápida, el mundo partió ayer y se acaba mañana, a la velocidad de un tuit.
Se ha dicho que hacer novela es «hilar fragmentos» en circunstancias que es exactamente lo contrario. Es la búsqueda del todo, es creer en el Aleph, perseguir a la ballena blanca, darlo todo hasta desfallecer. Si me apuran, la crisis de la novela viene aparejada con la máquina productiva del capitalismo tardío, donde el “yo” no encuentra espacio para la reflexión ni para el esparcimiento. Sin espacio, solo nos queda el discurso, el que ha quedado ceñido en el cerco de lo políticamente correcto. Esa ingenuidad de creer empecinados que las cosas son como deberían ser. Nadie debería escribir desde-ni-para la cultura, que se ha convertido en basura: en la vorágine de la postmodernidad donde todo puede ser cualquier cosa y donde el hecho de afirmar algo -cualquier cosa- resulta violento (implícitamente entraña la negación de lo no-afirmado) hacer ficción es un acto revolucionario. Es abrir una grieta en este mundo agobiante y empastillado para ejercitar el músculo de la libertad que de otra manera no tardaría en quedarse atrofiado.
Hoy más que nunca creer en la literatura es creer en la ficción, y en la novela como su mayor exponente. De marchar, marcharía por eso.
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Luis Felipe Sauvalle Torres (Santiago, 1987) es un escritor chileno que obtuvo el Premio Roberto Bolaño -entregado por el Ministerio de las Culturas, las Artes y el Patrimonio, y que reconoce las obras inéditas de jóvenes entre los 13 y los 25 años- en forma consecutiva durante las temporadas 2010, 2011 y 2012, en un resonante logro creativo que le valió el renombre y la admiración mítica de variados cenáculos del circuito literario local.
Asimismo, ha participado en la Feria del Libro de Santiago de Chile, como en la de Buenos Aires y ha vivido gran parte de su vida adulta en China y en Europa del Este.
Licenciado en historia de la Pontificia Universidad Católica de Chile y magíster en estudios rusos por la Universidad de Tartu (Estonia) es el autor de las novelas Dynamuss (Ediciones Chancacazo, Santiago, 2012), El atolladero (Ediciones Chancacazo, Santiago, 2014), y de la inédita Intermezzo (Cine y Literatura, 2019), además de creador del volumen de cuentos Lloren, troyanos (Catarsis, Santiago, 2015).
También es redactor permanente del Diario Cine y Literatura.
Crédito de la imagen destacada: T13.