El poeta y profesor porteño entrega en esta crónica las cifras y la explicación antropológica de los rotundos indicadores sociales que han convertido al otrora Jaguar de Sudamérica «en un país que da ganas de quitarse la vida».
Por Alberto Cecereu
Publicado el 23.10.2019
En diversas instancias académicas, expuse y expliqué sobre la crisis del Estado Nación como estructura de poder. Primero, estudiando el fenómeno de la crisis de 2001 de Argentina (Estudios Latinoamericanos, Universidad de Valparaíso: 2010), establecimos que la crisis leída originalmente como económica, era en verdad una profunda crisis de legitimidad política producto a la sujeción de las clases populares y medias a la pauperización de sus condiciones de vida. Segundo, desarrollamos la idea que los países se sumían en crisis profundas ya que la estructura conocida como Estado Nación ya estaba absolutamente caduca (Estudios Latinoamericanos, Universidad de Valparaíso: 2012).
Junto con eso, desarrollamos la tesis que Chile iba directo a una crisis de legitimidad, y no sólo inicial, sino que terminal, y que por ende no se desarrollaría de manera progresiva, sino que sucedería abruptamente; que las movilizaciones estudiantiles de 2006 y 2011 solo eran sinopsis de algo mayor; y que la clase política no respondería a la altura, deviniendo en un alzamiento que tendría características de impredecibilidad.
En este país del fin del mundo, 650 mil jóvenes entre 18 y 29 años no estudian, no trabajan. Los adultos, deben trabajar toda su vida para volverse pobres, como si no fuese el tránsito de su vida, un intento por escapar de ella. Las mujeres ganan menos, las discriminan y no bastando eso, las tasas de femicidio son alarmantes. Más de un millón de chilenos sufre de ansiedad y cerca de 850 mil padecen depresión. Chile es el segundo país de la OCDE que más ha aumentado su tasa de suicidios durante los últimos 15 años. 100 mil personas viven en 802 campamentos, y 47 mil 050 construcciones, un incremento constante en comparación a los 657 asentamientos que existían en 2011 y 27 mil 387 reductos a principios de la década.
Podría continuar con páginas y páginas de cifras, de datos y de realidades. Lo que está claro, es que Chile se transformó en un país que da ganas de quitarse la vida. ¿Para qué vivir en un país que parece pretender tenerte como un borrego sólo para sostener el respiro del sistema? ¿Para qué vivir en Chile, si los que tienen el poder pueden sostener sus campañas políticas con boletas ideológicamente falsas, defraudar al Estado, y estar hoy absolutamente libres? ¿Para qué, si Bastián Arriagada que vendía discos piratas en las calles, lo metieron preso y murió calcinado en la Cárcel San Miguel? ¿Para qué, si en este país, Yancarla Muñoz, murió a los 8 días después que fue liberada de un Centro del Sename?
A pesar de ese pesimismo gótico, los jóvenes guardaron esas pequeñas ganas de vivir, para implantar su última lucha en este oasis del fin del mundo. No tienen miedo, está claro. Les está dando lo mismo todo. Y lo están dando todo. Han develado, de esta forma, la crisis de legitimidad que es total. ¿Qué significa una crisis de legitimidad? Que los dispositivos de poder que sostienen el poder de la élite y la clase burocrática cumplieron su fecha de vencimiento. Esto, ya que los gobernados no están dispuestos a firmar más el contrato social que sostiene el poder. El problema de esto, es que la élite deviene siempre en la autocracia, ya que sumidos en el miedo de perder sus privilegios, sostendrán el poder a través del refuerzo de los dispositivos coercitivos.
Por ende, las clases medias y populares, no tendrán otro camino que la disidencia. Es decir, la desobediencia económica y material. Moral y simbólica. La disidencia se volverá absolutamente necesaria, toda vez, que significará quebrar la hegemonía discursiva en el manejo del cuerpo, de las formas de trabajo y de las maneras de desenvolverse diariamente. El objetivo de la disidencia es no sólo insultar la normalidad, sino que resignificarla. Ergo, cortar la vía de suministros que permiten los privilegios de los que hoy están deslegitimados.
En Argentina, bastaron cinco muertos en manos de la policía para que el Presidente renunciara y escapara como cobarde en un helicóptero. En Ucrania, en la Revolución del Euromaidán, tuvieron que sitiar durante meses la plaza central de la capital para detener la represión. En Chile, van más muertos, los dispositivos represivos son implacables, y las marchas diarias no han bastado. La crisis seguirá y el final será sorprendente. De lo contrario, no habrá final y la disidencia será eterna.
Alberto Cecereu (Valparaíso, Chile, 1986). Poeta y profesor. Licenciado en historia, licenciado en educación, magíster en gerencia educacional.
Autor de Noticias sobre la inmanencia (Ediciones Altazor, 2005), Los exaltados (Ediciones Altazor, 2016), Los ermitaños (Trizadura Ediciones, 2018) y El delirio (Ediciones Filacteria, 2019).
Fue Becario de la Fundación Pablo Neruda (La Sebastiana) en 2003 y miembro del Seminario de Reflexión Poética (2004-2006) de la misma Fundación. En 2006 se adjudica la Beca a la Creación Literaria del Fondo del Libro y la Lectura y es ganador del Premio Enrique Lihn de la Universidad de Valparaíso.
Su poesía aparece en la antología El mapa no es el territorio (Editorial Fuga, 2007), además de diversos países tales como Camerún, Suecia, Venezuela, Cuba, El Salvador, Estados Unidos, México y Perú. Ha sido traducido al inglés y al francés.
Dirigió el Taller de Poesía Latinoamericana de la Facultad de Humanidades de la Universidad de Valparaíso que se realizó en 2007 y 2008, además de ser profesor tallerista en cárceles, centros culturales y colectivos artísticos.
Actualmente vive en Santiago, Chile.
Crédito de la imagen destacada: Cine y Literatura.