En esta película los hombres son el decorado de una disputa entre los pistoleros, una suerte de orden guerrera, frente a la expansión de una magia y ciencia malignas. La batalla entre el hechicero y el último de la saga de los tiradores, Roland D. de Gileaud (por cierto nombre muy francés), se da en una tensión que evoca más a la Edad Media (desde Excálibur a «El señor de los anillos»), que al Far West.
Por Cristián Garay Vera
Publicado el 28-08-2017
Para los griegos el mundo de los dioses transcurría en un plano paralelo. En realidad, los dioses tenían las mismas pasiones que los humanos, pero sus poderes y la inmortalidad eran la diferencia. De modo que, de vez en cuando los dioses bajaban y transformados en diversos animales alternaban con los humanos, o se les aparecían en sueños y ordenaban (y hacían) cosas. De algunos de estos amores, con dioses mayores y menores, surgieron Aquiles o Hércules. Lo interesante de esta mitología es que los enfrentamientos y decires entre los dioses repercutían lejanamente, pero, aunque se esforzaran, los hombres solo podían contemplar como los dioses dirigían la rueda de la fortuna. Los desenlaces ocurrían no solo por el esfuerzo del individuo, sino porque una diosa o dios así lo quería.
La trama de «La torre oscura» («The Dark Tower», 2017) es una aplicación de este concepto. En un lugar, por cierto, lúgubre, reina el hechicero, que transformaba gradualmente el universo mediante las almas de los niños puros que, transformados en una fuerza por una máquina, permite además tener portales entre uno y otro mundo. Este hechicero que guía a los monstruos cuyo lugar anhelan ocupar en todo el universo y por cierto en la Tierra, reconocen en los humanos unos de tantos posibles súbditos, contra cuya fuerza nada pueden oponer.
En esta película los hombres son el decorado de una lucha entre los pistoleros -una suerte de orden que protege a la Torre- frente a la expansión de esa magia y ciencia malignas. La lucha entre el hechicero y el último de la saga de los pistoleros, Roland D. de Gileaud (por cierto nombre muy francés), se da en una tensión que evoca más al Medioevo (desde Excálibur a «El señor de los anillos»), que al Far West. En efecto, si el escenario es una tierra cuyo paisaje es muy cercano al Lejano Oeste, quizás a Arizona o al Cañón del Colorado, los temas y las referencias son de la fase de la alta Edad Media. Casi diríamos entre el periodo de los viejos ritos y el amanecer del Cristianismo. Pero aquí no hay religión, sino solo magia y una ciencia horrenda, sometidos a una lucha entre la élite de los protectores frente a un mago al frente de monstruos. Los recursos de la Torre son algunos videntes, un niño, y el último de los pistoleros.
Los hombres son simplemente muñecos en el enfrentamiento contra la Torre, expresados en “terremotos” de 5.7 grados en Nueva York. Luchas de las cuales no se sabe mucho más, y que pasan por eventos de la naturaleza o cósmicos inexplicables. Basta una mano del hechicero para sacarlas en un instante de la vida, o para ordenar la caza de niños para su máquina destructiva.
El niño-héroe, Jake Chambeirs, es un muchacho cuyos poderes ignora, pero en estado tan puro que es capaz de impedir el funcionamiento de los ataques a la Torre. De la Torre no sabemos nada, solo que contaba con su guardia protectora que fue exterminada hace mucho tiempo. El muchacho está desdoblado entre un mundo que conoce entre sus sueños por pesadillas, y el mundo real que le rechaza y lo trata de conflictivo y de trastornado. No es extraño que la conclusión del relato sea que el muchacho acepte la invitación para acompañar al vigilante, ya que sus padres han muertos y la mitad de quienes sintieron algo por él, también. Era una desarraigado antes de los hechos narrados, y lo sigue siendo después.
Claramente no hay, como en otros relatos de Stephen King, un sesgo de terror. Es una fantasía de carácter épico, medieval, en un entorno de western. Aunque el romance se insinúe no se fragua, ya que el hechicero asesina a la vidente. El chico es tan puro que se transforma en una suerte de aprendiz de monje, aunque su habilidad con las armas es más que limitada. King no viene, igual que Alonso de Ercilla en «La araucana», a hablar de amores, damas o gentilezas. Pero se entiende, el niño y los terrestres son un capítulo muy accesorio de esta lucha épica, de carácter cosmológico.
Algunos han sostenido que es una película para «fans» y puede ser cierto. Pero siguiendo con la descripción que recordamos al principio, si los dioses griegos bajaban a la Tierra convertidos como animales o disfrazados en los sueños, aquí los enviados del hechicero cosen sus caras con máscaras humanas que apenas disimulan lo artificial, para indicarnos que ellos quieren ser considerados como los hombres: nunca sabremos tampoco si el hechicero es un ser humano o un horripilante monstruo que engaña a sus congéneres con una grácil apariencia terrícola.
«La torre oscura» («The Dark Tower», 2017), 1 hora 35 minutos. Dirigida por Nikolaj Arcel. Basada en una novela de Stephen King.