El frontal inventor del exuberante personaje de Dolores Ponce de León en su novela «El atolladero» (2014), vuelve a la carga para advertirnos acerca de los peligros de la aplicación de las categorías propias de los estudios de género y de una estética feminista en el ejercicio literario, a fin de abogar, en cambio, por el simple e inagotable placer creativo de producir y de apreciar la «belleza» se encuentre ésta donde se halle, sin importar lo políticamente correcto.
Por Luis Felipe Sauvalle
Publicado el 22.3.2019
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En «El hombre que se reía» J.D. Salinger presenta a El Jefe, un profesor de béisbol que sale cada sábado junto a los Comanches, un grupo de niños con quienes practica deporte y luego les narra la historia que da nombre al relato. Es en esta tierra de hombres que irrumpe Mary Hudson, la novia de El Jefe, quien no solo tiene habilidades innatas para el béisbol sino que con su femineidad cautiva a los niños que en un principio recelaban de ella.
Un relato asombroso, en que nos muestra cómo los chicos deben «aprender» a ser hombres, mientras que la chica no requiere de ese aprendizaje, puesto que está en su esencia.
Luego, una lectura estructuralista acorde a los tiempos que corren nos prevendría de los estereotipos de género presentes en el texto, así como de que éste daría cuenta de una clara estructura de dominación patriarcal y de los mecanismo subrepticios bajo los cuales esta dinámica se replica.
Está claro que una lectura estructuralista —por válida que pueda parecer— permanece ciega a quizás el mayor mérito de este cuento: el placer estético que se deriva de su lectura.
Parto con este análisis para apuntar los estragos que la crítica estructuralista puede provocar —y provoca— al libro y a la lectura, todo ello bajo el alero de los Estudios de Género. En primer lugar, el acto de leer un libro con el propósito de derivar placer estético de la lectura ha caído en el descrédito: se lo tiñe de frívolo.
En cambio, el lector militante debería acercarse a un libro plagado de sospechas, en donde las relaciones de poder presentes en el libro —jerarquías presentes en el texto, roles de género, o al momento de su creación por parte del autor— serían más importantes que el libro mismo.
Ocurre así que el libro pasa a ser una mera anécdota. Lo que realmente importa es la estructura jerárquica opresiva vigente al momento de su redacción, y en qué medida ésta está presente hoy.
Sabemos que estructuralismo, y el post-estructuralismo se encargaron de desacreditar la realidad, puesto que todo era texto, y que la realidad era “un texto más”, dado que un número finito de cosas –digamos, una secuencia de palabras– se prestaba para un número infinito de interpretaciones, lo real estaba más allá del alcance.
En ese contexto no resulta raro que los lectores sean una especie en peligro de extinción: cuando a la aventura del conocimiento se le ha superpuesto distintos tipos de opresión que es necesario elucidar, no es raro que sea la esterilidad intelectual la que reine.
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Tras las recientes marchas cabe preguntarse, y llevada esta lógica hasta su extremo, ¿hemos de sentirnos asesinos de mujeres cada vez que nos conectamos a las redes sociales? Hordas de personas marcharon por las calles el pasado viernes 8 de marzo, sin tener muy claro el porqué: unas, por la opresión de género; otras, las más, por asistir a una especie de catarsis colectiva.
En Facebook, en Instagram, en Twitter, abundaban jóvenes de la cota 1000 que bajaron de Tobalaba con sus compañeras de trabajo para mezclarse con el sentir popular. Desfilaban atrás de estandartes con consignas de fácil memorización, lo que les permitía adquirir identidad colectiva por adscripción.
La cosa parte con un «marchamos porque hay que marchar» y termina con un «machete al machote». Se ha reparado poco en que el feminismo como movimiento se encarga de interpelar —y de apuntar con el dedo— a su contraparte: los hombres.
Así, la imagen que el feminismo transmite es muy distinta de la que sus líderes buscan proyectar. Ello, puesto que entregan un puñado de hechos tendenciosamente escogidos —que darían cuenta de una opresión sempiterna—, los vinculan con su ideología preexistente (a ello lo llaman análisis), y después entregan una interpretación, más o menos forzada.
Los daños que esta aproximación ha causado en la literatura están a la vista, queda por ver los que causarán en las relaciones interpersonales.
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Luis Felipe Sauvalle Torres (1987) es un escritor chileno que obtuvo el Premio Roberto Bolaño —entregado por el Ministerio de las Culturas, las Artes y el Patrimonio, y que reconoce las obras inéditas de jóvenes entre los 13 y los 25 años— en forma consecutiva durante las temporadas 2010, 2011 y 2012, en un resonante logro creativo.
Asimismo, ha participado en múltiples ocasiones en la Feria del Libro de Santiago de Chile, así como en la de Buenos Aires y ha vivido gran parte de su vida adulta en China y en Europa del Este.
Licenciado en historia de la Pontificia Universidad Católica de Chile es el autor de las novelas Dynamuss (Chancacazo, 2012) y El atolladero (Chancacazo, 2014), y del volumen de cuentos Lloren, troyanos (Catarsis, 2015). También es redactor permanente del Diario Cine y Literatura.
Crédito de la imagen destacada: Marcha feminista (referencial).