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«Las hijas del fuego»: La iniciación de lo dionisíaco

Todavía presente en la cartelera local, esta es una película argentina realizada por Albertina Carri que pulsa la tecla de las ansiedades femeninas, en un mundo despoblado de hombres, y donde la voz en off de la directora (cuyo guión también escribió), es el manifiesto de liberación social feminista y no solo una ficción para entretener.

Por Cristián Garay Vera

Publicado el 13.6.2019

Leyendo el libro de Svletana Alexievich, La guerra no tiene rostro de mujer (2013) y comparándolo con relatos masculinos de la II Guerra Mundial es fácil darse cuenta que la visión femenina tiene especificidades evidentes. Una de ellas es que la violencia y muerte se pintan de modo muy detallado, añadiendo el color del cielo, las flores del camino, preocupaciones sobre el cuerpo.

Un testimonio, recogido por aquella, de Sofía Konstantinovna, dice sobre la muerte: “Al principio la muerte asusta… Después desaparecen por el cansancio. Vives al limite de tus fuerzas. Fuera de los limites. Solo un temor sobrevive hasta el final: quedar fea después de morir. Es un miedo femenino… que te pase lo que te tenga que pasar, pero por favor que una granada no te haga pedazos…. Sé de lo que hablo… Yo misma recogí muchas veces esos pedazos” (p. 229).

Allí donde se ve la mueca, el detalle, el hombre ve un retrato plano de movimientos sin contexto, solo acciones y movimientos con personajes inanimados.

Esta es una película argentina realizada por Albertina Carri que pulsa la tecla de las ansiedades femeninas, en un mundo despoblado de hombres, y donde su voz en off, y cuyo guión escribió, es el manifiesto de liberación social feminista y no solo una ficción para entretener.

Basada en la novela Hijas del fuego de Nerval, esta dirección confirma el carácter programático de la película, cuyo escenario es una locación que varias veces en el cine argentino ha significado la perdida, la huida o la liberación. La “Patagonia” como un lugar donde un medico asesino del Tercer Reich puede convivir, donde un ex agente de la dictadura puede esconderse y redimirse, y en este caso donde el viaje en un bus, robado, hace un corte con la normalidad patriarcal y como en Thelma y Louise (Riddley Scott, 1991) se convierte en una búsqueda de si mismas más allá de sus cortapisas.

Este paisaje abierto se vuelve correspondiente a la idea de la directora de hacer que el paisaje sean los cuerpos. Para ello se vuelve al tópico del sexo grupal, donde solo la tribu atávica puede desprenderse del pasado, la civilización y lo masculino. El sexo se narra en clave femenina como una pornografía explicita. Eso explica la aparición de algunas actrices profesionales (Erica Rivas, Cristina Banegas, Sofía Fala Castiglione) y otras militantes. La transformación de un genero dirigido esencialmente a los hombres es parte de esta provocación que desea, al mismo tiempo, ser parte del paisaje.

El carácter esquemático de los personajes masculinos –el marido opresivo, el adulto joven que los increpa en el bar- salvo el único que no aparece, el padre de la protagonista, confirma la salida unidireccional por el goce lésbico y orgiástico. Y si hay sexo, de todas las formas posibles, incluso aquel que implica violencia, es porque son todas las perspectivas que le han sido negadas a las mujeres.

Le película se ve (y se contrapone) a lo Lars von Trier (Ninfómana, 2013) de modo secuencial, sin más lazo que el sexo. No hay lugar para otro tipo de profundidades emocionales, que puedan complejizar una banda de mujeres desatadas que están esperando el paso de una camioneta para ejercer su sexualidad y sus derechos. Por cierto, que las mejores imágenes de la película son aquellas de formato surrealista (algo prerrafaelianas) que unen el agua a la liberación. Son esas formas inquietantes, amparadas en la libertad del sueño, las que mejor presentan la complejidad frente al esquematismo de la acción sexual.

La banda musical, la fotografía, corren acordes al enfoque de la directora de hacer convivir la naturaleza y las mujeres, autosuficientes y autónomas, que para realizar el viaje con el fin de conocer a la madre de una de ellas, se roban una «van» y agregan pasajeras a medida que este viaje es consagratorio para la pareja e iniciático para varias de las nuevas.

Si para ello se tiró, como dice un comentarista, toda la carne a la parrilla, y el sexo es comida y alimento abundante en el peregrinaje a la casa de la protagonista, eso puede ser interpretado como su fortaleza y su debilidad. Fortaleza en cuanto es el eje del relato, debilidad, en cuanto eso es el relato cinematográfico.

En suma, los vericuetos de todas las formas de sexualidad femenina, mostradas tal cual, producen el mismo efecto que la pornografía dirigida a los hombres, que el sexo en tanto publico también se descontextualiza fuera del ámbito privado, y se torna a veces ridículo, otras excesivo.

La escena final, después de tanto sexo grupal, atendiendo a la autosatisfacción puede ser comprendido no como lo afirmación de la sexualidad, sino como su fracaso, ya que la incomunicabilidad de ese goce que está destinado, en cualquiera de sus formas a ser social. Finalmente, debo confesar que vi el largometraje por la critica de un connotado comentarista de cine. Me pareció que su crítica incitaba a ver la obra, y así fue.

 

Las hijas del fuego. Directora y guionista: Albertina Carri. Elenco: Disturbia Rocío, Mijal Katzowicza, Violeta Valiente, Rana Rzonscinsky, Canela M. Colonna Olsen, Erica Rivas, Cristina Banegas y Sofía Fala Castiglione. Argentina, 2018. 1 hora 55 minutos.

 

Cristián Garay Vera es el director del magíster en Política Exterior que imparte el Instituto de Estudios Avanzados de la Universidad de Santiago de Chile, casa de estudios de la cual además es profesor titular.

Asimismo es asesor editorial del Diario Cine y Literatura.

 

Un fotograma de la cinta «Las hijas del fuego» de Albertina Carri

 

 

 

 

Cristián Garay Vera

 

Tráiler:

 

 

Imagen destacada: La actriz Mijal Katzowicz en Las hijas del fuego (2018), de Albertina Carri.

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