El realizador y músico islandés —uno de los mayores compositores de bandas sonoras durante la última década en el circuito cinematográfico internacional— alcanzó a dejar en fase de producción final antes de su muerte en Berlín, a causa de una sobredosis de cocaína (2018), este filme protagonizado por la voz de la afamada actriz inglesa Tilda Swinton, y donde su versátil autor reflexiona desde una faceta metafórica y audiovisual, acerca del final de cualquier forma de vida, 2 mil millones de años en el futuro.
Por Horacio Ramírez
Publicado el 13.10.2020
La vida promedio del sol es calculada por los astrofísicos en unos 10 mil millones de años. A mitad del camino de esa vida (tal como si el Dante lo hubiera previsto) errante se encontró en selvas oscuras el primer antropoide capaz de pensar… de modo que le quedan por delante —siguiendo los mismos algoritmos— otros cinco mil millones de años para seguir evolucionando… quizás físicamente o quizás no, pero sí es seguro que nos transformaremos en lo mental y espiritual.
Tal el tema central de The Last and First Men (2020), película de cine experimental basada en la novela de 1930 Last and First Men: A Story of the Near and Far Future (Los últimos y primeros hombres: una historia del cercano y lejano futuro), escrita por el británico Olaf Stapledon y que narra, precisamente, la evolución humana durante los dos mil millones de años que siguen al presente, hasta que un cataclismo cósmico —el estallido de una supernova— acabará con toda forma de vida… y no ya en la Tierra sino en Neptuno.
La historia avanza sobre 18 humanidades que se van superando hasta que la décimo octava (todavía con 3 mil millones de años por delante antes del fin natural del sol) enfrenta el fin de su existencia porque una nube de gas activará a nuestra estrella (en términos de luz y de calor) hasta que éste haga la vida imposible en todo el sistema solar. Sobre este argumento entre la ciencia ficción y el falso documental, es que escribieron el guión de la película homónima Jóhann Jóhannsson y José Enrique Macián.
No tiene actores y prácticamente todo gira (en blanco y negro, con un par de toques de color) sobre una serie de monumentales esculturas en un ambiente agreste. Tales estructuras responden a la estética brutalista aplicada originalmente a la arquitectura, cuyo nombre deriva del francés “béton brut” u hormigón en bruto, sin revocar ni recibir ningún tratamiento tras quitarle el encofrado. Fue ampliamente usado —entre otros lugares— en la Unión Soviética.
Estas esculturas forman un conjunto especial brutalista que se levantó en la antigua Yugoeslavia y que llevan el nombre internacionalmente conocido de “Spomeniks”, que en croata significa, sencillamente, “Monumentos” y que homenajea a los caídos yugoslavos durante la Segunda Guerra Mundial.
Jóhannsson falleció antes del estreno oficial en el 2020, lo que obligó a que el compositor Yair Elazar Glotman y el director Sturla Brandth Grøvlen (encargado, además, de la fotografía) acabaran con los detalles de montaje, posproducción, etcétera y que significó para Jóhannsson que ésta fuera su primera y última película.
Dura una hora y diez minutos y sólo se escucha la voz de la actriz londinense Tilda Swinton, que nos embelesa y seduce con la musicalidad del inglés británico y una pulida pronunciación. Su monólogo cuenta las condiciones liminales en las que se encuentran los derivados evolutivos de la generación decimoctava y que habitaban sobre las planicies de Neptuno.
Más allá del hecho físico de que Neptuno, en tanto que planeta gaseoso, no tiene una “superficie” como la conocemos en los planetas rocosos, nos damos cuenta de que muchas cosas quedan sin aclarar completamente, lo cual constituye parte del encanto del relato… incluyendo este “error” científico. Un punto verde pareciera ser la “señal” que conecta a la Humanidad actual con la que evolucionó hasta el estado dieciocho y también genera un ritmo propio dentro de la lentitud de las imágenes de los diferentes Spomeniks elegidos para filmar.
De un modo impreciso, se nos dice que el futuro necesita de nosotros y que nosotros nos beneficiaremos de esa comunicación que llega desde 2 mil millones de años en el futuro. The last and the first men cuenta las cosas que veríamos si estuviéramos entre ellos: extraños edificios de luz que se estiran más allá de los límites de la atmósfera. Los humanos de aquella época, que ya son inmortales, siguen queriendo tener hijos para perfeccionar a la Humanidad hacia un estado superior de evolución.
La infancia dura siglos y milenios la juventud —en terrenos especiales en los polos de Neptuno— antes de llegar a la edad adulta, que es la que demarca lo más interesante de este estado humano. Nos enteramos, también, que en la escala evolutiva alcanzada se dio una suerte de enlace interpersonal de tipo telepático, de modo que los individuos disueltos en esa comunidad podían “entrever” los pensamientos ya pensados en las diferentes edades del Hombre, aun antes de haber abandonado la Tierra, incluyéndonos a nosotros… detalle que ayuda a entender una suerte de entrelazamiento del pensamiento múltiple que habría permitido esta conexión a través de la dimensión temporal, al modo del entrelazamiento cuántico.
No se alcanza a entender bien de qué manera nuestra participación en la comunicación los ayudará a solucionar el final que parece, al mismo tiempo, inevitable. En este mismo sentido, se nos cuenta que parte de la Humanidad de esa época se había separado de los humanos y se hundió en el espacio profundo cortando toda comunicación con Neptuno… pero estos “viajeros” volvieron tras enfrentar el estallido de la supernova y muchos de los que viajaban en las naves habían muerto por el incidente, mientras los sobrevivientes regresaron moralmente destruidos: sin poder socializar y sin mayores deseos de vivir.
La señal era clara: fuera del planeta no es posible la supervivencia del Hombre. Intentaron sacar al propio planeta de órbita, pero los astrónomos —que son capaces de ver con sus propios cráneos las profundidades cósmicas— ya habían calculado que la evasión al cataclismo solar era imposible…
Las imágenes
Pero a pesar de toda esta información, hay un algo más que se puede decir más allá de lo que se dice. Naturalmente, se trata del recurso visual y auditivo. La música del propio Jóhannsson se entremezcla entre los espacios abiertos y generados por los Spomeniks que enfrenta la cámara. Diferentes juegos de lentos zooms y travellings se desdibujan entre los “desdibujos” de las mismas esculturas gigantescas. La mayoría de los Spomeniks que encara el director son de cemento, pero hay algunos de metal y otros que combinaron ambas texturas.
El estilo del brutalismo expone al cemento y al hierro al deterioro de las superficies por la acción del clima, especialmente las manchas de humedad u óxido, que trabajan junto a las líneas, las que se sienten como inhumanas pero que no podían haber sido hechas por otra cosa que no fueran seres humanos. Afortunadamente, Jóhannsson no optó por las tomas de nadir que le hubiera brindado la tecnología de los drones, ya que se hubiera quitado la tensión y opresión gravitatorias que generan los monumentos cuando son vistos desde la altura humana.
Con invariable morosidad se van mezclando los Spomeniks —sus partes y diferentes texturas— con el paisaje agreste que los rodea en procesos de lentos ritmos biológicos. A veces emerge del paisaje la estructura indefinida. Arisca en ocasiones. Ondulada, orgánica en otras. Otras veces, la cámara avanza lentamente hacia la figura y ésta termina quedando atrás hasta que todo es cielo, lejanas e imprecisas arboledas o agrestes montañas…
Jóhannsson buscó que hubiera aire entre el Spomenik elegido y el paisaje de fondo, impregnado todo de lo que los antiguos llamaban “perspectiva aérea”, esto es: la pérdida de los atributos de la luz a través de las distancias, consiguiendo que el conjunto entre monumento y ambiente sea lo más integrado posible.
También, Jóhann Jóhannsson se preocupó en no perseguir simetrías exactas: casi siempre hay un ligero desplazamiento hacia un lateral apenas perceptible, pero en sintonía con las simetrías imperfectas de los monumentos. Buscó el balance entre abstracciones curvas y rectas y la armonía entre su música y la imagen, además del trabajo en común de figuras humanoides con superficies abstractas. Se abocó también al mensaje encriptado en las manchas de humedad, en las grietas y en todo signo que destacara la erosión por el paso del tiempo.
Las discontinuidades visuales a lo largo de la película, por su parte, pueden ser altamente impactantes, especialmente si el espectador había logrado bajar la ansiedad sobre la necesidad “de que pase algo”, y hubo de comenzar a transitar junto a los movimientos de cámara, las curvas y diferentes encuentros (y hasta encontronazos) entre el ojo y el Spomenik abordado… es entonces, cuando ya “somos uno” con la imagen propuesta, que ocurre la interrupción que eleva la tensión y despabila. Son estallidos de orquesta visual o silencios que nos arrastran de golpe a los espacios vacíos del relato y de las estructuras.
Imágenes visuales y musicales aunadas a la historia que se cuenta y que avanza hacia un desastre futuro. Tanto nos podemos encontrar a decenas de metros del objeto humano e indefinible del Spomenik, como podemos estar entrometidos en los intestinos de cemento de su estructura interna, y así somos llevados hasta las imágenes finales: paisajes tristes y nebilosos, en una oscuridad creciente que sólo remata en una leve extinción de una estructura y algo —muy poco— de luz parpadeante, en melancólica retirada hacia la oscuridad final del Hombre.
Filmada sobre soporte orgánico —lo que le da una relevancia visual inusual en tiempos de producción digital— y en cinta de 16 milímetros, The Last and First Men fue una prometedora joya del cine en una carrera que quedó lamentablemente trunca.
Hubiera sido interesante saber si este naciente director, que concebía a la vida humana, en su filme, como un ancho y manso río con algunos rápidos ocasionales, nos hubiera podido encausar hacia su mundo de tiempo musical, trascendiendo a la poesía.
Hubiera sido interesante verlo desmontar la realidad en nuevos íconos de antiguas guerras, naciones y muertos que jalonan, en triste historia, los violentos rápidos de nuestro enorme y manso río de la Vida…
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Tráiler:
Horacio Carlos Ramírez (1956) nació en la ciudad de Bernal, Partido de Quilmes, en la provincia de Buenos Aires, República Argentina. Tras terminar sus estudios secundarios comenzó a estudiar Ecología en la Facultad y Museo de Ciencias Naturales de La Plata, pero al cabo de algunos años: “reconocí que estudiaba la vida no por ella, sino por la estética de la vida. Fue una época de duras decisiones, hasta que me encontré con una serie de autores y un antropólogo de la Facultad —el Dr. Héctor Blas Lahitte— que me orientaron hacia un ámbito donde la ciencia instrumental se daba la mano con el pensamiento estético en sus facetas más abstractas y a la vez encantadoras… pero ese entrelazamiento tenía un precio, que era reencausarlo todo de nuevo… y así comencé a estudiar por mi cuenta estética, antropología y simbología, cine, poética. Todo conducía a todas partes, todo se abría a una red de conocimientos que se transformaban en saberes que se autopromovían y autojustificaban”.
“La religión —el mal llamado ‘mormonismo’— terminó de darle un cierre espiritual al asunto que encajaba con una perfección que ya me resultaba sin retorno… La práctica de la pintura —realicé varias exposiciones colectivas e individuales— me terminaron arrojando a las playas de la poesía. Hoy escribo poesía y teorizo sobre poesía, tanto occidental como en el ámbito del haiku japonés. Doy charlas sobre la simbólica humana y aspectos diversos de la estética en general y de estética de la vida, donde trato de mostrar cómo una mosca y un ángel de piedra tienen más elementos en común que mutuas segregaciones, y para ayudar a desentrañar el enredo sin sentido al que se somete a nuestra civilización con una deficiente visión de la ciencia que nos hace entrar en un permanente conflicto ambiental y social… La humana parece ser una especie que, de puro rica y a la vez desorientada, está en permanente conflicto con todo lo que la rodea y consigo misma…”.
“He escrito cuatro libros de poesía, el último con algunos relatos y una serie de reflexiones, y estoy terminando dos textos que quizás algún día vean la luz: uno sobre simbología universal y otro sobre teoría poética…”.
Horacio Ramírez actualmente vive con su familia en la localidad de Reta, también de la provincia de Buenos Aires, en el partido de Tres Arroyos, sobre la costa atlántica (a unos 600 kilómetros de su lugar natal), dando charlas guiadas sobre ecología, epistemología y paseos nocturnos para apreciar el cielo y su sistema de símbolos astrológicos y las historias que le dieron origen en las diferentes tradiciones antiguas.
Este artículo fue escrito para ser publicado exclusivamente por el Diario Cine y Literatura.
Imagen destacada: Last and First Men (2019).