El tercer largometraje de la realizadora toscana Alice Rohrwacher es una co-producción de Italia, Francia, Suiza y Alemania y resulta meritoria en varios frentes: puro cine, el de los clásicos, filmación analógica en 16 milímetros y actuaciones protagónicas que conmocionan por su desempeño y compromiso.
Por Alejandra M. Boero Serra
Publicado el 13.2.2019
“Lobo es el hombre para el hombre, y no hombre, cuando desconoce quién es el otro”.
Plauto
“El hombre es sagrado para el hombre”.
Séneca
Este filme, dirigido por Alice Rohrwacher (Corpo celeste, 2011 y El país de las maravillas, 2014), es una extraña historia entre el realismo (o neorrealismo tan caro a los italianos) y la fábula, en una Italia rural de una temporalidad difusa -podemos pensar en principios del siglo XX- y otra, contemporánea, industrial, citadina (¿quizás los ’80?) en donde los desclasados se mueven en los bordes sórdidos -nada que no conozcamos en cualquier urbe de hoy-.
El realismo mágico que recorre la cinta (filmada en formato analógico, en 16mm -toda decisión y gesto político-) toma una historia verídica en la que lamentamos que la realidad supere a la ficción. Una historia que descubre en la intemporalidad que va del pasado al presente una constatación trágica: la falta de escrúpulos de quienes detentan el poder y la pedagogía del oprimido en absoluta vigencia.
Lazzaro, un marginal como todos los suyos -toscos campesinos esclavizados y engañados de manera vil- es la encarnación del hombre bueno: inocencia, bondad en cualquier situación que se le presente. El blanco fijo y móvil en el que se descarga el cinismo de quien sabe que hace el mal y la ignorancia de sus pares. Con un rostro de ángel profano y una gestualidad que ilumina y conmueve, Lazzaro -encarnado por el debutante Adriano Tardiolo-, es el santo inocente del que todos usufructúan. «Yo los exploto y ellos lo explotan a él», dice la marquesa, interpretada por Nicoletta Braschi, a su hijo Tancredi (Luca Chikovani), quien atrapado en un pueblo mísero construye una rara amistad con el protagonista, amistad que el tiempo no modificará.
Rohrwacher narra con los cimientos que dejaron Rossellini, Pasolini, Fellini, los males de un mundo con el que se confronta un ser fuera de lo común, pero también, humano, de una humanidad que duele. En todo momento «la terra trema» y «la gran estafa» se perpetúan.
Lazzaro, Tancredi, el lobo que aúlla, el puente quebrado que desune La Inviolata (la aislada aldea donde vive el protagonista) con la ciudad y el mundo, el ambiente atemporal, los cuentos populares que se transmiten por generaciones, son pistas que Rohrwacher disemina con inteligencia y mesura. Y como ella misma sintetiza: «Lazzaro felice (2018) es la historia de una santidad menor, sin milagros, sin superpoderes».
Lazzaro es el rostro que nos mira sin expectativas, dándolo todo, fijado en el tiempo y en el espacio. Es el personaje omnipresente que no cambia: su ternura, sus miradas denuncian la brutalidad del poder, la corrupción y la decadencia no sólo de Italia o Europa…
La inocencia de Lazzaro frente a la violencia del mundo que se regenera de época en época. Con eso hay que vivir -los más afortunados-, sobrevivir, los demás…
La tercera película de Rohrwacher, una co-producción de Italia, Francia, Suiza y Alemania es meritoria en varios frentes: puro cine, el de los clásicos; filmación analógica; actuaciones que conmocionan: a los ya nombrados Tardiolo, Chikovani y Braschi, destacan Alba Rohrwacher y Sergi López; premio al mejor guión en Cannes, premio especial del jurado, de la crítica Josep Lluis Guarner y mejor película del jurado joven de la última edición del Festival de Sitges…
Una obra que roza, constantemente, lo sublime y que nos confronta con nuestros propios fantasmas y con la relación empática o no con el Otro que somos Yo.
Marginales y poderosos puestos en sus respectivas miserias. Y en sus derrotas cotidianas… Hay crimen y castigo. Y hay redención posible.
Dice Pasolini (en traducción de Jorge Aulicino) en Los pobres de Malafiesta:
«…Patrón todo era tuyo,
yo no tenía nada:
solo aquella cosa, aquella sombra viva en el corazón.
Y me la has robado…»
Con Lazzaro, no hay robo posible.
Pasen y sientan…
Alejandra M. Boero Serra (1968). De Rafaela, Provincia de Santa Fe, Argentina, por causalidad. Peregrina y extranjera, por opción. Lectora hedónica por pasión y reflexión. De profesión comerciante, por mandato y comodidad. Profesora de lengua y de literatura por tozudez y masoquismo. Escribidora, de a ratos, por diversión (también por esa inimputabilidad en la que los argentinos nos posicionamos, tan infantiles a veces, tan y sin tanto, siempre).
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