Nuestro redactor catalán ofrece su análisis simbólico y dramático en torno a la novela del escritor español, uno de los mejores libros publicados durante 2019 en la península ibérica, de acuerdo al juicio de los lectores y de la crítica especializada del país europeo.
Por Jordi Mat Amorós i Navarro
Publicado el 27.3.2020
«No es lo que ves, sino cómo lo ves».
Anónimo
Lluvia fina es un gran libro, un relato muy bien escrito de esos que atrapan, de esos que causan sana adicción. Luis Landero (1948) consigue que visualicemos a sus protagonistas, a esas personas que conforman una familia en esencia tan similar a todas las familias. Los visualizamos y es inevitable ver reflejados en ellos y sus dinámicas personales muchas vivencias propias.
La madre es el centro de esa familia, una mujer de la que no sabemos nombre quizá como forma de reflejar su no vida fruto de una infancia marcada por las carencias de la guerra. Es una mujer trabajadora y sacrificada que entiende la vida como una lucha sin tregua menospreciando el ocio y anulando la alegría. Su día a día se centra en sus dos hijas e hijo que inevitablemente quedan influenciados por su negatividad y distancia emocional. Cada uno a su manera desarrolla una relación de amor y odio a esa madre con carencias que tanto les ha marcado, más aún al haber quedado tempranamente huérfanos del padre, quien era un hombre de naturaleza vital y alegre.
Andrea: la pequeña fue la preferida de ese hombre cercano y la que más se enfrenta a la madre. Aparentemente es la que más acuso su ausencia y a la que más le han influido las disonancias maternas. Ella es la que siempre cuestiona a la cabeza de familia, la que se enfrenta con actitud desafiante a esa mujer de fachada impertérrita a la que espeta verdades como: “los sueños se pudren si no les da la Luz”. Ella es la que evidencia la dureza de una infancia truncada en un ambiente de reclusión y de represión, lo evidencia contra todos y también consigo misma al intentar suicidarse.
Pero también los otros dos están afectados. Gabriel, el favorito de la madre que como desafortunadamente le ocurre a tantas mujeres protege al varón y le exime de tareas y de responsabilidades que cree propias de las mujeres. Gabriel parece el más equilibrado, él que es profesor de filosofía y tanto sabe, expresa y teoriza. Teoriza pero poco practica en su incapacidad de niño sobreprotegido, niño en el que a menudo se refugia desentendiéndose de sus responsabilidades como adulto.
Y Sonia, otra perjudicada por las carencias maternas. Siendo adolescente con mentalidad de niña es embaucada y forzada por la madre a casarse con Horacio, “un buen partido”. Ella poco se queja en su rol de “buena” en oposición al de su rebelde hermana; y esa conducta aprendida la lleva como mochila en su indeseado matrimonio con un hombre del cual —por si fuera poco— Andrea dice estar enamorada. E incluso la madre lo parece, al confiar más en él, que en su propia hija.
A esa peculiar familia se une Aurora al casarse con Gabriel. Aurora es una mujer de gran corazón, con mucho aguante y que sabe escuchar, empatizar y respetar. Aurora es bálsamo no sólo para su esposo sino especialmente para esas tres mujeres que en ella se desnudan y descargan sabiéndose entendidas. Y en esa descarga ponen constantemente a prueba su capacidad de aguante. Pero todo tiene un límite, incluso para ella, quien en su natural empatía se olvida de sí misma reteniendo sus sentimientos y frustraciones al anteponer al otro siempre.
La novela gira en torno a la celebración del 80 cumpleaños de la madre por iniciativa —cómo no— del amadísimo hijo. Celebración que implica el estar juntos de nuevo tras mucho tiempo de evitarse. Con ese motivo se suceden conversaciones entre ellos, relatadas de forma muy original por Landero, quien utiliza el recurso de contar lo hablado desde la vivencia de cada uno explicada a otro resaltando cómo un hecho es vivenciado de forma radicalmente distinta por cada persona implicada. Para ello utiliza bellas expresiones como: “Eso es lo que cuenta Andrea pero la madre dice que sin embargo…”.
Algunas conversaciones son muy divertidas, especialmente las que tienen a Andrea como protagonista. Quizás la situación más desternillante sea el relato de una comida familiar —recordada por Aurora en una conversación con Sonia— en torno a la predilección materna por Gabriel. Situación que a más de un lector le resonará:
“A Gabriel, no te olvides, no vayas a olvidarte de echarle a él primero”, y como la madre no captó acaso la mala fe de sus palabras, siguió su consejo y le echó primero a Gabriel, y según le echaba Andrea iba diciendo: “Más, échale más y sobre todo échale de lo bueno, échale langostinos, échale atún, échale más pimientos rojos, échale más de todo”.
En la escalada de tensión por la tentativa de reencuentro afloran aspectos inconfesados e inconfesables. Se admiten algunos defectos propios y muchos ajenos más o menos conocidos, lo que podría ser un sano ejercicio de verse en el espejo familiar, en ese visor del pasado compartido. Un pasado que está activo en cada persona quiera o no quiera verse, como bien expresa el autor: “Un pasado que no acaba nunca de pasar”, especialmente —añado yo— cuando no es entendido y sanado. Desafortunadamente ese no entender es el dominante en esa familia con clara tendencia a proyectar en el otro la propia responsabilidad.
Así el espejo cada vez se torna más oscuro, con un final que impacta en un oscuro muy profundo. Y se nos muestra cómo una persona puede ser la antítesis de lo que aparenta y cómo gracias a la estudiada máscara de bondades puede embaucar a unos y traumatizar a otros. Hemingway dijo sabiamente que: “comprender es perdonar”, pero en según qué casos —como el que aquí se nos relata— se necesita mucha Luz, mucho corazón para llevarlo a cabo. No voy a explicar más, mejor leedlo.
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Jordi Mat Amorós i Navarro es pedagogo terapeuta por la Universitat de Barcelona, España, además de zahorí, poeta, y redactor permanente del Diario Cine y Literatura.
Crédito de la imagen destacada: Planeta de Libros.