Este volumen de cuentos muestra la necesidad de denunciar las quejas de unos cuerpos mal avenidos y en permanente conflicto y en perpetua necesidad de disfraces: la soltería es una condena que se compara a una joroba, la obesidad un trauma que acecha los contornos de los personajes.
Por Nicolás Poblete Pardo
Publicado el 22.12.2017
Los cuentos de “Lo que no bailamos”, de Maivo Suárez (1964), exploran una serie de preocupaciones sociales y familiares, y observan la jerarquía inserta en una necesidad de exitismo chileno. Acá, la denuncia se encarga de presentar, de modo muchas veces irónico, la necesidad de pertenecer a algún grupo, con personajes que fracasan o muestran una admiración por una noción de progreso. Esta noción ha sido inculcada en cuerpos que aspiran, con una idiosincrasia chilena que empieza a incorporar las marcas de un estar arribista, un mundo que se mira con codicia y miedo, y que es implacable.
En “Manuel de señoritas”, esta tensión se ve a través de la interacción entre la protagonista-voz narrativa y su Tía (siempre con mayúscula), donde se hace un retrato de las limitaciones de cada una. Ambas, desde sus distintos lugares, intentan acomodarse a sus realidades siempre insatisfechas. Aunque la protagonista tiene un nombre (Dayana) y Tía también (Ana María), sus identidades nominadas pasan a segundo plano y, para siempre ya en el cuento, serán la sobrina y la tía. La primera, acomplejada por su gordura y su look, la posibilidad de un embarazo sorpresivo; la Tía sueña con conocer Londres, comprar termo-paneles para proteger su departamento y acceder a las pasarelas del arribismo chileno. La Tía le va a pagar una carrera a la sobrina—será una inversión de plata que las hermanará en un pacto social irreversible. La Tía tiene claro que lo que se debe admirar es lo europeo; “los mapuches le dan pena… le apestan las mujeres chicas… explica que la sangre mapuche se nota en la altura y en los talones partidos”.
Los cuerpos obesos (la gordura es una constante que cruza los relatos) simbolizan una obscenidad moral que refracta esta preocupación social donde se retratan distintas clases, sus penurias, depresiones, expectativas; el precio de la salud y la consecuente deformación de los cuerpos se ven nítidamente como consecuencias casi karmáticas de sus procedencias, y la intervención del mercado farmacológico ingresa para “asistir” a sus pacientes. Es lo que se muestra bajo la forma del régimen farmacológico que se le aplica a los niños-problema en “Operación Alum”. Allí, vemos el monitoreo del caso y la voz narra: “Al parecer el medicamento comenzaba a navegar por su sangre en la dosis requerida”. Un entramado de mentiras sustenta este caso: La madre engaña a los tutores; éstos engañan a la madre y a sí mismos; los medicamentos se transforman en placebos, en una escena teatral comandada por la necesidad de ser bien vistos en sociedad: “… les dije en un tono irónico que en estos tiempos las familias menos pobres del país estaban convencidas de que eran de clase media”.
En el cuento que da título al volumen, el baile se transforma en huida, en escapatoria. Mezclando danza artística y movimiento espasmódico, en medio de las protestas de los años 80, el ambiente que el cuento registra es el de simulacro laboral, como reconoce el protagonista, un ‘loser’ social traumatizado por un pasado histórico, en un país donde el aborto es motivo de encarcelamiento. La negativa a perpetuar la especie en este cuento tiene relación directa con el trauma de la dictadura y, en un vuelco aterrador, vemos que la posibilidad de un hijo no es más que un frustrado cogollo de potus: “No era más que un trozo de raíz reseca… el proyecto de algo grande que no llegó a ser”. Este cuento destaca por la contención de las emociones, de una nostalgia y del conflicto en que conviven lo abortado con lo que se atesora de esa misma terrible tensión.
También hay una distorsión en las percepciones y en las reacciones; el vómito aparece como una manifestación del sentimiento de culpa de la curiosidad sexual en “Tarde de viernes”. Y hay un erotismo que no se acomoda a la expectativa de las parejas hetero de clase media. Hay problemas de pareja, la documentación de la urbanización de la ciudad de Santiago, hay torpezas y culpas en la comunicación. Y hay denuncias más extremas, como el rol de los hijos en un mercado que se organiza en torno a ellos para gestar un negocio que mira con malos ojos a los ‘freaks’ que no tienen hijos, pero que son sustituidos por productos y más productos, como vemos en “Un pedazo de cerro y una punta de sol”. Allí, uno de sus personajes, admite, “flotamos para no ahogarnos”; flotar es sobrevivir para estos dos resistentes del mercado familiar que se encarga de animalizarlos para transformarlos en “gatos domesticados que alguna vez soñaron con saltar”.
El volumen muestra la necesidad de denunciar las quejas de estos cuerpos mal avenidos y en permanente conflicto y en perpetua necesidad de disfraces. La soltería es una condena que se compara a una joroba, la obesidad un trauma que acecha los contornos de sus personajes (como en “La gorda”, donde se muestra la pornografía como escape a la pareja fatigada. Ella escapa comiendo y él consumiendo porno); los medicamentos salen en su ayuda o fracasan y proyectan una tristeza que se vive en el encierro y la alienación (como en “Minotauro”), donde no hay salida salvo la ensoñación borracha que permite inventar historias de amor que aspiran a “una convivencia formal”.
Pero la convivencia jamás es normal, el adulterio está al alcance de la mano, pero el costo tampoco es menor, como demuestra la mujer de “Todo tranquilo”, donde, producto de una caída en un jacuzzi en un encuentro con su amante, un hematoma enorme marca su cuerpo de culpas, estratagemas y mentiras. En “VDM” vemos la realidad de la corrupción en el consultorio transformado en negocio que contrasta con el trato a las indigentes que acuden a él. Atrapados en un sistema absurdo, caótico y precario, las privilegiadas del consultorio se piden vacaciones aprovechando licencias médicas, transan perfumes y cosméticos, y su protagonista experimenta un proceso de aplanamiento afectivo que le hace ignorar su vocación como asistente social para plegarse al aprendizaje que brinda los beneficios de un anestésico consumismo.
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Imagen destacada: Maivo Suárez.