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«Los exiliados románticos»: Dejar de lamerse las heridas

Distancia narrativa, emocional y cinematográfica son la fuerza artística de este largometraje (el tercero escrito y dirigido por su realizador, el español Jonás Trueba), en un realismo sin maquillaje que derrocha idealismo, pues la brújula dramática del filme se encuentra orientada hacia el amor, abordado aquel desde una perspectiva audiovisual y argumental, traspasada por el tópico estético del libre albedrío.

Por Alejandra M. Boero Serra

Publicado el 10.3.2019

 

«El amor por la vida genera amor hacia la vida.»
Natalia Ginzburg

«No importa si eres listo o idiota, te voy a querer igual».
Tulsa

Jonás Trueba (Todas las canciones hablan de mí, Los ilusos) en Los exiliados románticos (2015) nos remece con una historia simple: tres amigos en una combi prestada salen en busca, en principio, de amores recientes, aunque sepan que no pueden prometer nada porque desconocen lo que realmente quieren. Son los jóvenes abúlicos de una clase media europea que lo tienen todo excepto «una vocación», aquella que Natalia Guinzburg describe en las «Las pequeñas virtudes», cuento que los protagonistas leen, citan y escuchan interpelándose.

Francesco (Francesco Carril), Luis (Luis E. Parés) y Vito (Vito Sanz) necesitan emociones y en la ruta que va desde Madrid hasta París (pasando por Toulouse y Annency) entre diálogos -aparentemente- insustanciales van conociéndo (se) y reencontrándose con Renata (Renata Antonante) -la chica del telescopio-, Isabelle (Isabelle Stoffel) -que después de una residencia en Suiza decide ser madre y de una niña, sin saber quién será el padre- y Vahina (Vahina Giocante) -el amor de verano de Vito-.

La búsqueda de referencias y referentes -Natalia Ginzburg, Richard Fuller, la música de Tulsa– pulsan el lado emocional desde una mirada tierna y amorosa: hacer el ridículo y pasarse de cursi es parte de la estrategia que permite intuir el lado vulnerable, divertido y sin retórica de estos jóvenes que lejos están de los estereotipos. Somos testigos de sus bromas, de sus incertidumbres y poco más sabemos de sus vidas. Hay una distancia que no podemos franquear, una timidez en mostrar y mostrarse. Distancia narrativa, emocional y cinematográfica: allí la fuerza de lo simple, lo joven, lo luminoso, lo fresco de esta película. Realismo sin maquillaje que derrocha idealismo: la brújula está orientada hacia el amor, porque allí hay una posibilidad de libre albedrío, tocar y dejar que nos toquen el corazón, tener un objetivo y perderse en ese derrotero, volver a empezar, ensayar una declaración de amor, sobrevivir en ese intento. Dejarse sorprender, invitar, dejarse llevar. Quizás seguir la pregunta de Fuller y construir la llave para que la humanidad tenga una mínima chance de sobrevivir exitosamente en el planeta Tierra.

Trueba (Madrid, 1981) apuesta a una utopía cotidiana: pasión y optimismo, sin artificios, los mismos que están ausentes en la filmación. La cámara se pierde y nos deja junto a los viajeros. Una road movie de entre casa, captando esos destellos que pueden poner en entredicho tanto nihilismo:»dejar por un momento de ser enfermo y transformarse en enfermero», salir del narcisismo y dejar ir a Peter Pan. Y esto se lo dejan ver las chicas a los chicos y a sí mismas: ellos hacen la suya y se creen los protagonistas absolutos lo que ameritaría que ellas se retiren y los dejen solos, pero no van a elegir ese camino, van a arriesgar y a doblar la apuesta, porque el encuentro es posible… La sinceridad del director se adentra en los temas que urgen: el feminismo, la sustentabilidad del capitalismo, el exilio, la inmigración, la insatisfacción de los satisfechos. No hay bajada de línea ni conclusión a la vista. Sí una experiencia que se vive, no sin miedo y se disfruta. Dice Vito después de su adorable tartamudeo en francés: «nunca me sentí tan vivo». Así nos llevan por la ruta Trueba y los seis protagonistas: una «Oda al amor» que tarareamos por 70 minutos. Podríamos pasarnos la vida lamiéndonos las heridas: «y aún no cicatrizarían/ Mejor me levanto y salgo de este estéril letargo/ Y vuelvo a empezar a empezar a creer/ Que hay alguna opción que ganar».

Ganadora del Festival de Málaga, de la Biznaga de Plata Premio Especial del Jurado y de la Biznaga a la Mejor Música (Tulsa), Los exiliados románticos son un buen plan para transcurrir el fin del semana a puro cine, música y literatura. Trueba, Tulsa y Ginzburg para seguir soñando que otro mundo es posible.

 

También puedes leer:

-La experiencia misma del amar: El cine del español Jonás Trueba.

 

Alejandra M. Boero Serra (1968). De Rafaela, Provincia de Santa Fe, Argentina, por causalidad. Peregrina y extranjera, por opción. Lectora hedónica por pasión y reflexión. De profesión comerciante, por mandato y comodidad. Profesora de lengua y de literatura por tozudez y masoquismo. Escribidora, de a ratos, por diversión (también por esa inimputabilidad en la que los argentinos nos posicionamos, tan infantiles a veces, tan y sin tanto, siempre).

 

Los actores Francesco Carril y Renata Antonante en una escena de «Los exiliados románticos» (2015), del director español Jonás Trueba

 

 

 

 

Alejandra M. Boero Serra

 

 

Tráiler:

 

 

Imagen destacada: El actor español Vito Sanz en un fotograma del filme Los exiliados románticos (2015), de Jonás Trueba.

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