En Europa y en los países con alta tasa de muertes a causa del coronavirus se ha hecho común que los trabajadores de las funerarias envíen a los seres queridos de las víctimas una foto del ataúd que utilizarán para su sepelio, y luego recojan el cuerpo desde el hospital y lo entierran o incineran. Los deudos no tienen más opción que confiar en ellos, profesionales acostumbrados de una u otra forma a aliviar el sufrimiento de los dolientes.
Por Rodrigo Barra Villalón
Publicado el 14.5.2020
Médicos y enfermeras de todos los países son elogiados como héroes, salvadores en las horas más oscuras de la pandemia. Pero los trabajadores de las funerarias no reciben reconocimiento alguno por lo que hacen y mucha gente los ve como simples “transportadores de almas»; que lo que hacen, es solo su trabajo por recibir unos pocos óbolos. Una labor similar a la de Caronte, el siniestro barquero del inframundo de la mitología griega que transportaba a los recién fallecidos a través del río que dividía la tierra de los vivos, del mundo de los muertos.
Una labor desagradecida a los ojos de muchos. Sin embargo, son el último eslabón en darles dignidad a nuestros difuntos.
—Todo va a estar bien —es la consigna— ante la adversidad sacamos fuerzas.
No obstante, por el momento no se vislumbra el sol y aunque muchos rezan para que salga, nadie sabe exactamente cuándo todo irá a salir bien otra vez y muchas víctimas de covid-19 están muriendo en aislamiento hospitalario y sin la compañía de familia ni amigos puesto que las visitas están prohibidas por el alto riesgo de contagio.
El óbolo fue una moneda de la antigua Grecia, de plata, cuyo valor era la sexta parte de una dracma. En la Atenas clásica estaba subdividida en ocho calcos («cobres»). La palabra obolós u obelós se refiere a una barra de metal fina y larga, similar a un espeto. Los pequeños obelós son un obelískos, eufemísticamente. Los óbolos vinieron a ser utilizados como monedas al representar los lingotes de cobre o de bronce, y se negociaba con ellos como tal.
Según Plutarco, los espartanos tenían un óbolo de hierro equivalente a cuatro calcos. Esparta optó por conservar el uso del incómodo y poco práctico óbolo en lugar de otras monedas para desalentar la búsqueda de la abundancia. El óbolo es también una unidad de peso. En la Antigua Grecia estaba definida como la sexta parte de una dracma, o aproximadamente 0,5 gramos. En la antigua Roma estaba definida como el 1/48 de una onza romana, o cerca de 0,57 gramos. Y en la Grecia moderna es el equivalente a un decigramo o 0,1 gramos.
En la mitología griega, Caronte o Carón (en griego antiguo Χάρων Khárôn, ‘brillo intenso’) era el barquero de Hades, el encargado de guiar las sombras errantes de los difuntos recientes de un lado a otro del río Aqueronte (Doloroso) si tenían un óbolo para pagar el viaje, razón por la cual en la Antigua Grecia los cadáveres se enterraban con una moneda bajo la lengua. Aquellos que no podían pagar tenían que vagar cien años por las riberas del Aqueronte, tiempo después del cual Caronte accedía a llevarlos sin cobrar.
Caronte era el hijo de Érebo y Nix. Se le representaba como un anciano flaco y gruñón de ropajes oscuros y con antifaz, o en ocasiones, como un demonio alado con un martillo doble; quien elegía a sus pasajeros entre la muchedumbre que se apilaba en la orilla del Aqueronte, entre aquellos que merecían un entierro adecuado y podían pagar el viaje (entre uno y tres óbolos). En Las ranas, comedia escrita por el dramaturgo griego Aristófanes, se muestra a Caronte escupiendo insultos sobre la gente obesa.
Se desconocen los motivos por los que Caronte dejó pasar a Heracles (Hércules), pero a causa de ello Caronte fue encarcelado un año con la acusación de haberle dejado pasar sin haber obtenido el pago habitual exigido a los vivos: una rama de oro que proporcionaba la sibila de Cumas. Virgilio narra en la Eneida el descenso de Eneas a los Infiernos acompañado de dicha sacerdotisa.
Otro mortal que logró «cruzar dos veces victorioso el Aqueronte» es Orfeo, quien encantó a Caronte y a Cerbero para traer de vuelta al mundo a su amada muerta, Eurídice, a quien perdió definitivamente en su viaje de vuelta. Psique también logró hacer el viaje de ida y vuelta estando viva.
Homero y Hesíodo no hacen ninguna referencia al personaje. La primera mención de Caronte en la literatura griega parece ser un poema minio, citado por Pausanias, dicho poema atribuye a la leyenda de Caronte un origen egipcio, como confirma Diodoro Sículo. Los etruscos mencionan también a un Caronte que acompañaba a Marte a los campos de batalla.
Dante Alighieri incorporó a Caronte en el Infierno de la Divina comedia. Aquí era el mismo que su equivalente griego, pagándosele un óbolo para cruzar el Aqueronte. Es el primer personaje con nombre que Dante encuentra en ese lugar.
En el siglo I a. C., el poeta romano Virgilio describe a Caronte en el viaje de Eneas, en el descenso al inframundo, después de que Sibila de Cumas mandó al héroe la rama dorada que le permitiría volver al mundo de los vivos:
—Guarda aquellas aguas y aquellos ríos el horrible barquero Caronte, cuya suciedad espanta; sobre el pecho le cae desaliñada luenga barba blanca, de sus ojos brotan llamas; una sórdida capa cuelga de sus hombros, prendida con un nudo: él mismo maneja su negra barca con un garfio, dispone las velas y transporta en ella los muertos, viejo ya, pero verde y recio en su vejez, cual corresponde a un dios.
Hoy, aunque las autoridades aseguran que el virus no puede transmitirse en forma póstuma, todavía puede sobrevivir en la ropa y superficies durante horas. Eso quiere decir que los cuerpos de los muertos por coronavirus se almacenan herméticamente de forma inmediata. Así que muchas familias les preguntan a los funcionarios de las funerarias si pueden ver el cuerpo una última vez. Pero está prohibido.
Los muertos no pueden ser enterrados con sus trajes finos o preferidos. En su lugar quedan con la lúgubre e impersonal bata del hospital. Los del servicio funerario colocan el traje que la familia lleva encima del cuerpo como si estuviera vestido con ello. Una chaqueta sobrepuesta arriba, o una falda abajo.
La gente allegada a la victima del virus frecuentemente se encuentran también en cuarentena y en una situación sin precedentes, los directores de funerarias de repente se encuentran fungiendo como reemplazo de las familias, de amigos, hasta de sacerdotes. Asumiendo todas las responsabilidades humanas de la última despedida.
En Europa o en los países con alta tasa de muertes se ha hecho común que los funcionarios de la funeraria envíen a los seres queridos una foto del ataúd que utilizarán, luego recogen el cuerpo del hospital y lo entierran o incineran. Los deudos no tienen más opción que confiar en ellos. Acostumbrados a de una u otra forma aliviar el sufrimiento de los dolientes.
Hoy, en lugar de contarle a los familiares todo lo que se puede hacer; se ve forzado a darles una lista de todo lo que no está permitido. No pueden vestirlos, peinarlos, ponerles maquillaje. No los pueden arreglar para que se vean bien y en paz. Y pequeños gestos de sus familiares como acariciarles la mejilla una última vez, tomarles la mano y verlos de manera digna. No se puede hacer. Es traumático.
En esta época de virus, el personal de los servicios funerarios muchas veces se ve forzado a reunirse con los dolientes a uno y otro lado de una puerta cerrada. No obstante, los parientes intentan pasar por la rendija notas personales, reliquias de familia, dibujos o poemas con la esperanza de que sean enterrados con su madre, padre o hermana. Sin embargo, ninguna cosa se pondrá dentro del ataúd; ni óbolo alguno podrá ser recibido por mano…
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Rodrigo Barra Villalón nació en Magallanes, zona austral de Chile, en 1965. Cirujano dentista titulado en la Universidad de Chile, ejerció durante algunos años para luego dedicarse a la actividad empresarial en un ámbito del que recién se comenzaba a hablar: Internet. La literatura siempre fue una pasión, pero se mantuvo inactiva por razones de fuerza mayor. Hasta que en 2018, alejado ya de temas comerciales, tomó la decisión de convertirla en un imperativo.
Durante ese año sometió su escritura al escrutinio de diversos editores, talleres y cursos: lanzó su primer libro de cuentos y de crónicas políticas del período de la dictadura (1973-1991), Algo habrán hecho (Zuramerica, 2019), el cual obtuvo una positiva reacción por parte de la crítica especializada y del público lector.
Luego vendría Fabulario (Zuramerica, 2019), una colección de 37 narraciones de ficción alegóricas y se encuentra trabajando en su primera novela: Un delicioso jardín. Es socio activo de Letras de Chile.
Asimismo es redactor estable del Diario Cine y Literatura.
Crédito de la imagen destacada: Theconversation.com.