¿Cuántos muertos se necesitan para que un Estado ceda y llame a plebiscito? ¿Cuántos ojos mutilados se exigen para que este país vea que la violencia verdadera no proviene de estos jóvenes? ¿Cuántos heridos se requieren para que la clase política deje de ser una plasta de miserables?
Por Nibaldo Acero
Publicado el 16.11.2019
En agosto de 1986 la CNI descubrió la internación de armas que hacía el Frente Patriótico Manuel Rodríguez (FPMR) en Carrizal Bajo; al mes siguiente, se frustraba el atentado que el mismo Frente preparó por años contra Pinochet. La resistencia quedaba, con este segundo golpe, en uno de los peores escenarios posibles. Y si ya la dictadura era violenta, de una brutal represión cotidiana, la reacción del Estado ante estos frustrados actos reivindicativos se materializó en una venganza desmedida. Baste, por lo duro, que nos baste con recordar el Caso Quemados o la Operación Albania, entre otros crímenes que el tiempo llamó de lesa humanidad. Esta alta tensión social contrastaba con las promisorias exportaciones de un país que, poco a poco, sirvió de ejemplo económico para el resto de Latinoamérica. Es a partir de este año que se comienza a hablar del “milagro chileno”, los números comenzaron a ser azules, mientras la calles… imaginarán de qué color, pero bien, fue en este pavoroso y bien resumido contexto, donde fue lanzado el disco El baile de los que sobran de Los Prisioneros, con la canción que ha vuelto a ser un himno, pero, a mi modo de ver, con un muy distinto talante u objetivo.
Consultado Jorge González sobre el reflorecimiento de esta canción, solo indicó que: “es muy lindo, pero muy triste que se siga cantando”. La lectura del autor, sin duda sentimental a la vez que analítica, quizá no dio cuenta que se le preguntaba más bien por una nueva versión, de su propia canción, ahora cantada por quienes se sienten rabiosos por las injusticias, pero ni resignados ni asumidos como sobrantes. Pareciera más bien que la canción ha despertado en ellas y ellos otras emociones, bastante más vehementes que la tristeza y el estoicismo propias de la versión anterior, cuando el himno era de sus padres, quienes dieron una feroz aunque desoladora batalla ante la tiranía militar. Sin embargo, en la actual versión, lo evocado tiene que ver más con asumir no solo aquella una historia y toda su carga de derrota incluida, también se asume la vanguardia, ser la carne de perro de un movimiento que llevará en sus ojos las marcas de una siempre clásica versión de la violencia de Estado.
Para los ojos de la élite y de los que aspiran a ser parte de ella, estos jóvenes no solo sobran, sino que rápidamente se les tacha de lumpen, de vándalos, de simples capuchas o delincuentes; acto seguido se justifica el uso de armas de fuego de parte de las Fuerzas Armadas. ¿Qué dirán de aquellas y de aquellos, si esta rebelión logra cambios importantes? Hoy mismo, cuando en la mañana se conocía lo acordado entre oficialismo y oposición respecto al plebiscito, las conversaciones orbitaron solo temáticas como los dos tercios, el quórum, etcétera, pero prácticamente nadie reparó que este primer paso no era mérito ni de la política ni de la democracia, sino de los estudiantes: de su indignación y valentía. Estudiantes que, literalmente, le pusieron el pecho a las balas y que muy lejos de ser seres desalmados, han sufrido muchísimo con la represión que han vivido.
Sin ir más lejos, hace una semana acompañé a uno de mis estudiantes de la universidad a la urgencia de un centro médico, debido a que había recibido varios impactos de balines lanzados por las Fuerzas Especiales de Carabineros, en quienes ha recaído principalmente la función de atacar las movilizaciones sociales que ha vivido este país. Tuve la suerte de conversar largamente con este también joven poeta, activista social, pobre, maravilloso cabro, ¡orgulloso descendiente de la cultura mapuche! Los balines habían dejado marcas notables en su cuerpo, en su sien, pero a pesar de eso, estaba feliz de no haber perdido un ojo, situación que ha sido recurrente en la rebelión popular chilena, nacida en primavera.
Son alrededor de doscientos jóvenes los que han perdido sus globos oculares, debido a los balines o bombas lacrimógenas lanzadas por la policía. Muchos otros han sido asesinados por armas tanto de Carabineros como de militares. Han sido decenas los torturados, decenas las mujeres violentadas sexualmente por las Fuerzas Armadas y de Orden, varios los atropellados, los quemados y no pocos los todavía desaparecidos. Chile vive una represión violentísima, con más de cuarenta personas muertas, de lo cual muy pocos medios han dado contundentemente cuenta. Han sido contados con las manos los políticos que en el orbe han intentado apoyar al pueblo chileno y sus demandas, imagino porque este país vive de las más astutas, perversas e hipócritas dictaduras que existen: la que opera cuando se está en democracia.
¿Cuántos muertos se necesitan para que un Estado ceda y llame a plebiscito? ¿Cuántos ojos mutilados se exigen para que este país vea que la violencia verdadera no proviene de estos jóvenes? ¿Cuántos heridos se requieren para que la clase política deje de ser una plasta de miserables?
Ahora, quién puede saber ahora si este plebiscito apagará la sed del estallido social, digo, quién puede cargar de completa autoridad sus palabras antes de prodigarlas y avizorar mínimamente un futuro. Tenemos tan encima a la historia, a nuestra propia historia, que, convengamos, es complejo entregar un panorama plenamente crítico o sensato desde fuera o en medio de las balas. Es demasiado difícil no sospechar si esta propuesta de plebiscito no es más que una más de las tretas “democráticas”, cuyo principal objetivo es perfeccionar la pantomima de un cambio.
Por casi un mes, la negligencia e inconsciencia de nuestra clase política y empresarial no dejó de insumar las barricadas, ya familiares en las avenidas de este país; y por otro lado, la indignación incombustible de los manifestantes, su sensación de “no tener nada que perder”, hacen de un posible pacto social todavía un fin asintótico. Por si fuera poco, cada una de las palabras del presidente Piñera muestra persistentemente, lejana la posibilidad de mínimos acuerdos. Para no ir más lejos, el martes 12, y después de un fanfarroneado despliegue de los medios, salió solo a corroborar que es un pésimo estadista y un experto en el arte de no decir nada. Al punto que todavía no se pronuncia respecto de este plebiscito, pero sin duda lo hará pasar como de sus logros gubernamentales. Como se aprecia, el contexto además de violento es nebuloso en lo breve.
Pero bien, a pesar de todos los contratiempos racionales y a pesar de este aire con sabor a lacrimógenas, como docente, y sobre todo como docente de lengua y literatura, no podía dejar de hacer el esfuerzo y al menos analizar las palabras que han poblado las vociferaciones más rabiosas o los discursos que procuran ser más juiciosos, en medio de una arena social y política en decidida beligerancia. Quiso el destino que hace unos días atrás, me encontrara en la marcha con otros dos profesores, precisamente colegas de literatura, con quienes caminamos desde el precioso barrio Yungay, por un no menos bello barrio Brasil, hasta la Alameda. Entre resabios de lacrimógenas y gas pimienta, logramos llegar hasta la Plaza Dignidad (ex Italia), y ya en la manifestación, con los colegas bailamos y gritamos como si tuviésemos veinte años menos, sintiéndonos parte de la bravura de aquellos y aquellas adolescentes, que aguantaban los perdigones como si fuesen papeles picados lanzados en plena juerga, prácticamente ostentando los hematomas en sus cuerpos, sus heridas de guerra, de esta guerra literalmente declarada por el gobierno de Sebastián Piñera. Rodrigo, el estudiante y poeta mapuche con el que estuvimos en urgencias, ya estaba de vuelta en las movilizaciones, parchado y entusiasta, orgulloso de ser parte de una generación temeraria y generosa, capaz de generar resistencia, auxiliar a los heridos y sumar a sus discursos y carteles frases que no han pasado inadvertidas para el mundo.
Es que puede ser del todo inesperado que en un escenario de tal furor y violencia sea tan recurrente el uso del humor, donde se festina con el hecho de no tener miedo a la policía, por ejemplo, y donde términos como “unidad” y “amor” sean tan de uso frecuente, también el que las consignas sean en referencia que la lucha se bate por otras personas, lo que sin duda es un acto de grandeza y, como decía, de compasión, de amor: por los pensionados, por enfermos sin cobertura, por la Educación Pública, por los DD.HH., por los paupérrimos sueldos, por la Asamblea Constituyente. Por la memoria de Camilo Catrillanca: se lucha por un todo. Aquí, algunas preciosas frases de estas movilizaciones:
-“Le tengo más miedo a mi mamá cuando vuelve de la reunión del colegio, que a los pacos”; “Más miedo tengo cuando voy a comprar cilantro y traigo perejil”; “Nos quitaron tanto, que nos quitaron hasta el miedo”; “No tenemos Miedo”.
-“Marchamos porque estamos vivos, y no sabemos hasta cuándo. Pero seguiremos marchando”.
-“Mamá, hoy marcho por ti, por esa deuda histórica que nunca te pagaron y que moriste esperando” (en referencia a la deuda histórica del Estado con sus profesores).
-“Marcho por mis abuelitos, por una pensión digna”.
-“Por ti mamita, que te llamaron a operar cuando te velábamos”.
-“No estamos en Guerra, estamos Unidos”.
-“Nos cansamos, nos Unimos”.
-“Piñera: Estamos tan unidos, que salgo a marchar con mi ex”.
-“Sal a marchar, el amor de tu vida podría estar aquí”.
-“Ama, lucha, resiste”.
Para el querido Paulo Freire, también profesor de lengua y literatura, lo que se contrapone al amor no es el odio, sino que es el miedo, es el miedo lo que obstaculiza la liberación del ser humano. Atendiendo las palabras del docente brasileño, por lógica, el amor sería un sentimiento fundamentalmente temerario, donde, por ejemplo, la renuencia histórica de Chile a las rebeliones sociales, puede ser hasta el combustible para la actitud desafiante, a la vez que fraterna de quienes hoy por hoy se arriesgan textualmente el pellejo y los ojos en la calle, presionando el cambio del modelo ultraliberal, enquistado en la epidermis chilena. Cuántos de los que están luchando lo hacen por otros… no puedo dejar de admirar eso, de empatizar con el deseo de dignidad y las esperanzas de un pueblo, menos del mío. Cuántos de los que están allí, luchando, no han tomado ni desayuno, o en estas marchas se han sentido acompañados, olvidándose un poco de su soledad y miseria.
En Santiago de Chile, en Concepción, Valparaíso, Iquique, La Serena, entre tantas otras ciudades de este país, la violencia se ha desatado, quién puede negar eso. El patrimonio ha sido destruido, los que siempre se aprovechan (sean ricos o pobres) han saqueado desde malls y supermercados hasta pequeñas tiendas de particulares, al más puro estilo de Ponce Lerou o del Choclo Délano. Esta violencia explícita ha sido argumento fresco para que el gobierno endurezca su discurso y represión, incluso Piñera convocó al Consejo de Seguridad Nacional (Cosena), para potenciar leyes que complementen la violentísima represión que vivimos, aunque también la convocatoria ha sido leída como la antesala de un posible autogolpe de Estado. En fin, lo lamentable es que, paulatinamente, las centenares de violaciones a los Derechos Humanos han sido “empatadas” con estos saqueos y destrucciones, donde además se ha justificado la violencia oficial en pos de la normalidad que supuestamente deseamos todos los chilenos.
¿Quién hoy habla de esta violencia? ¿Cuántas torturas, cuántas violaciones… cuánto inmenso dolor va a quedar en la memoria de un pueblo que vivió una violencia sin precedentes en el mundo y que ahora se desea borrar entre los abrazos de quienes lograron un acuerdo político?
Por supuesto que no es solo el gobierno ni la clase política, son demasiados los chilenos que todavía no ven, que no son capaces de pensar fuera de sus propios intereses y privilegios. Gente hasta buena, atropellada por un modelo económico que hasta nos hizo creer esa cosa de la meritocracia, que cualquiera, con esfuerzo, podía salir adelante en un país como este. Y hasta la compramos, y hasta la vendimos, y no fue por poco rato, y nos autoexigimos para hacer carrera y lograr el éxito, y como generación pasaremos a la historia como unos soberanos ingenuos y competitivos simios. No vimos, no quisimos ver. No quisimos sobrar, así que nos metimos por la raja al prójimo y miramos pa delante. Pero la generación que nos siguió no solo no tuvo miedo, sino que hasta fue capaz de compartir auxilio en medio de los balines, la esperanza de que el modelo infligido, impensadamente, puede cambiar de un momento a otro.
Uno de estos días de lucha, ya no recuerdo cuál, en medio de la infinidad de carteles, rayados y cánticos, recibí mis primeros balines en una marcha. Por querer levantar a una señora que había caído en una estampida, quedé a merced de dos carabineros que no dudaron en dispararnos. No voy a decir que no dolieron. Mejor digo, como diría la poeta Eloísa, hace más o menos mil años atrás, en mi pecho, hombro y brazo izquierdo llevaré, temporalmente, “cinco besos” de nuestra historia… porque los versos ya no nos alcanzan, sino que es el cuerpo el que debe entrar a esta historia que tenemos tan encima, en un Chile tan encima, en una realidad que ciertamente nos abruma y entusiasma. Fue la generosidad, fue un amor furioso, el que ha salido a la calle a ponerle el pecho y los ojos a las balas.
Pero ese amor que nos oxigena ha tenido también sus momentos de absoluta caída. El viernes pasado, Gustavo Gatica, también estudiante de la universidad donde trabajo, perdió sus dos globos oculares, debido a los balines disparados por carabineros. Este ha sido uno de los momentos más oscuros de quienes hemos salido a luchar. El horror, la insondable tristeza, la impotencia, ante un poder del todo perverso, ilimitadamente violento, nos hizo a muchos, desear por algunos segundos que todo ardiera, y que esas llamas consumieran también a quienes nos gobiernan desde el privilegio. Pero a muchos aquella rabia no hizo sino convencernos todavía más de que hay que seguir luchando -ahora también en nombre de Gustavo- para que el modelo sea urgentemente cambiado. Supimos también, que el Estado reaccionaba directamente donde más le ha dolido que lo ataquen: por eso ataca a los ojos, porque se ha sentido del todo descubierto por una nación que lo ha comenzado a observar, detenidamente.
Hoy por hoy vivimos en un país que le cree muchísimo menos a los medios “oficiales” y ni lo que reza a la clase política. Por eso no será sencillo ilustrar e implementar lo del plebiscito. Si el Estado ha agredido directamente la capacidad de ver de aquellos que la tienen, no soportando la conciencia de verlos tan entusiastas y alejados del país modelo con el que se llenó la boca, no me cabe duda que reconquistar mínimamente la confianza pública, puede ser uno más de sus actos fallidos.
Como dice un rayado en Plaza de Armas, el pueblo ahora “ama, lucha y resiste”, en ese orden. Y aunque como pueblo nos hayamos visto por demasiados años a la intemperie: despojados de todo, hasta del miedo, como también decía un cartel, y hayamos terminado completamente desnudos en medio de la nada, como el Rey Lear, y nos hayamos sentido mil veces miserables, traicionados y abandonados… seguimos amando, esperanzados en un giro verdadero. Y no es coincidencia que la conciencia de ese abandono es lo que ha permitido vernos dentro de nuestro propio tiempo, lo que nos ha movilizado a crear nuestra propia historia, por fin autoconscientes de quiénes somos y podemos ser.
Esta escena clásica de la obra de Shakespeare tiene como paisaje la intemperie, el barro, el frío que se filtra hasta el cuerpo y la conciencia del rey traicionado, pero esa absoluta caída fue lo que lo trajo de vuelta a la humanidad. Gustavo es nuestra caída absoluta… también nuestro mayor orgullo: el motivo más profundo para salir a la calle el día de mañana. Así que al igual que Rodrigo, mi estudiante-poeta, y a tantas y tantos otros estudiantes heridos, volveremos mañana una vez más a la marcha, parchados y entusiastas, con un poco más de rabia y la misma dignidad, con esta pasión desenfrenada por la vida y, por supuesto, con el mismo y genuino amor por la humanidad.
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Nibaldo Acero (San Miguel, 1975) es profesor, futbolero, poeta, narrador y académico, también es activista social y político. Doctor en literatura por la Pontificia Universidad Católica de Chile, ha publicado los poemarios Melinka (2004), Por el corazón o la verga (2010) y Principios básicos de rabiología (2018); en narrativa, las novelas Guía satánica de Gerona (2013) y Gol de oro (2017). En el ámbito del ensayo, fue uno de los editores y coautor de la investigación Vestigio y especulación. Textos anunciados, inacabados y perdidos de la literatura chilena (2014) y del libro La ruta de los niños rojos. La poética de Roberto Bolaño (2017). También es autor de la novela infantil El doctor de los libros viejos (2019). En la actualidad, se desempeña como director de la carrera de Pedagogía en Lengua Castellana y Comunicación de la Universidad Academia de Humanismo Cristiano.
Crédito de la imagen destacada: Javier Vergara.