La ópera prima del actor estadounidense -traída a Chile por el programa Red de Salas de Cine- y protagonizada por el mítico y desaparecido Harry Dean Stanton es un largometraje de ficción en torno a la alternancia de lo permanente y lo mudable, acerca de la intuición respecto del vacío que es la muerte, y cuyo único remedio ante esa decadencia es la sonrisa. Se trata de una pieza audiovisual dramáticamente a la medida de su elenco, el cual también integra el realizador David Lynch.
Por Cristián Garay Vera
Publicado el 15.10.2018
¿Qué hace un hombre solo al final de su vida? Sin duda, esta es la pregunta fundamental de Lucky, un anciano bien llevado físicamente, magistralmente interpretado por Harry Dean Staton (Paris, Texas), quien falleció un año después del rodaje, a los 91. Lucky se desmaya en casa, y de visita en el medico, descubre que no tiene una dolencia específica, solo la máquina de su cuerpo está envejeciendo, y que en algún momento sobrevendrá el vacío. Lo que distancia a este de otros ejemplos cinematográficos, es que ese camino rutinario, lleno de los mismos itinerarios en un pueblo perdido del Estados Unidos profundo, está signado por la negación de otra vida y de Dios.
¿Qué puede mover a un hombre hacia el final de su vida, sin hijos, cuando se acepta que Dios no existe? Lucky, “Afortunado”, lo es solamente en lo físico. Este hombre que fue soldado de la Armada, que combatió en la II Guerra Mundial, y que todos los días se vuelca en su rutina de ir a comprar leches y cigarrillos, yoga, y caminatas, estar en el bar con sus amigos y contertulios, y que habita una casa llena de recuerdos, pero no de gente ni de animales.
Como otros veteranos sus mayores afectos son los de la guerra. En toda la película, el único momento de empatía es cuando ve a otro veterano, Fred (Tom Sherritt), un «marine». Ahí todo se transforma porque resurge la camaradería fraguada en el campo de batalla, un pasado que quizás inhibe otras formas de emocionalidad. Las mujeres ya no han sido lo suyo, y son recuerdos que afloran de mala manera cuando la muchacha del negocio que atiende va a verlo afectuosamente para saber de su salud.
En este largometraje no hay carencias materiales. Hay un día a día, con poca prosperidad, con visos del Estados Unidos alejado del oropel de Nueva York o de California. Un pueblo del Desierto de Sonora, Texas, tan desvencijado y viejo como sus habitantes, y donde la única cuota de alegría la ponen los inmigrantes mexicanos establecidos por ahí. Lucky comparte con ellos esa mixtura y es capaz de cantar Volver, Volver, con una emoción que traspasa el registro como homenaje a la invitación de un cumpleaños de mexicanos, del cual rescata la alegría y el flan. Es la cultura del desierto, representado en cactus gigantescos, que compagina bien con la vaciedad de la vida del elenco de amigos, ya hombres maduros, que se saben ocupando un lugar sin otro horizonte. La pérdida de la tortuga de uno de ellos, “Presidente Roosevelt”, revela este vacío, ya que acelera la desesperación de otro de los contertulios: la tortuga que ha estado de antes y estará después, razona el hombre, es lo único que perdura allí.
Sin efectismos, con afecto por el personaje, el director (el debutante John Carroll Lynch) conduce a buen recaudo esta película que habla del día a día, manteniendo con diálogos inteligentes debidos a Logan Sparks y Drago Sumonia la tensión dramática respecto de algo tan natural como es sabido: que vamos a morir. La banda musical –country, mariachi y boleros- debida a Elvis Kuehn, además es un buen ejemplo del tex-mex, era lo que en realidad cantaba y gustaba el actor. Y se acompaña de una fotografía sobria como los protagonistas (a cargo de Tim Suhrstedt).
Es una película hecha a la medida del actor, que se despide del mundo y de sí mismo, y donde los demás son un coro afiatado (David Lynch como Howard), y que resulta bien.
Esta obra audiovisual es un largometraje de ficción acerca de la alternancia de lo permanente y lo mudable, de la intuición respecto del vacío que es la muerte, y cuyo único remedio ante esa decadencia es la sonrisa. La trama está llena de pequeñas reflexiones, aquellas que se lanzan en momentos estelares de nuestra existencia, y que tienen que ver con el nacimiento, la plenitud y la decadencia y la muerte. Están llevadas por este viejo que parece un Quijote mal llevado, aunque mucho más lucido en su cabeza, que acepta que todo pasa y que la única verdad es que nos vamos a morir. No se inventa una misión ni doncellas ni monstruos que combatir. Lo suyo es el realismo puro y duro, y lo reitera con dureza conceptual una y otra vez. Mientras se está en esa condición, en que no se sabe cuándo será el último momento todo momento arrebatado a la muerte también precipita la angustia y el temor. La falta de un proyecto personal, acentúa esa sensación de espera ineluctable.
Nuestro Lucky es un hombre cuyos afectos han quedado en el camino. Sus necesidades básicas están cubiertas, y por mucho que se empeñe en encontrar con el médico una dolencia específica, lo que hay es el desgaste de la maquinaria. Sin Dios, ni trascendencia, ni hijos (ni tampoco vicios aparentes como el alcohol o la droga) solo queda la sonrisa de este hombre, una actitud de espera sosegada, que más bien espera, como los elefantes, sucumbir en la soledad elegida.
Lucky. Director: John Carroll Lynch. Guión: Logan Sparks y Drago Sumonia. Música: Elvis Kuehn. Fotografía: Tim Suhrstedt. Elenco: Harry Dean Staton, Ed Begley Jr., Barry Shabaka Henley, Ana Mercedes, Pam Sparks, Beth Grant, James Darren, Bertila Damas, Ron Livingstone, Ulysses Olmedo, Mikey Kampmann, Otti Feder, y Tom Skerrirr. Estados Unidos, 2017. Duración: 1 hora, 28 minutos.
Cristián Garay Vera es el director del magíster en Política Exterior que imparte el Instituto de Estudios Avanzados de la Universidad de Santiago de Chile, casa de estudios de la cual además es profesor titular.
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