«Martes de cine a mil» en el Normandie: El culto a los convidados de piedra

Fue revelador toparme con esa instancia que organizaban el año pasado en la tradicional sala de la calle Tarapacá de Santiago, un evento que ponía en pantalla grande algunos clásicos que estuvieron de moda hace varias temporadas, con un público mayoritariamente joven, probablemente estudiantes universitarios, aunque no exclusivamente: también se veían oficinistas, personas de edad. Intenté asistir regularmente, aunque hubo un par de omisiones que aún me perturban: Cuchillo en el agua, la primera de Polanski, y Gritos y susurros, de Bergman. Pero varias sí vi. A ver: Carretera perdida, Rashomon, El séptimo sello, Hiroshima mon amour, Scanners, El ladrón de bicicletas, El acorazado Potemkin y 12 monos.

Por Juan José Jordán

Publicado el 8.5.2018

A lo largo de mi vida me ha tocado conocer una que otra persona dueña de una pedantería casi enternecedora. Preguntan, por ejemplo, si es que uno ha visto El gabinete del Doctor Caligari y si la respuesta es que no, algo más que probable tratándose de una obra alemana de la década de los veinte, clavan a su interlocutor una mirada de triunfal paternalismo. Pero si la próxima vez que se ven llega entusiasmado a contar que la vio, que le parecieron impresionantes los decorados, que… lo miran de igual forma excluyente: es inconcebible que una persona que gusta del cine aun no la hubiera visto. De modo que simplemente se está resignado a ser un pobre diablo en el mundo de la cultura para estos tipos: dioses del saber, expertos indiscutidos de la historia total del cine, sienten el deber de dar sus juicios acerca de qué es lo bueno y qué es lo malo, para enseñarnos y hacer de este mundo un lugar mejor. Parecieran mantener la convicción que cinéfilo se nace, no se hace.

Por eso fue tan revelador toparme con los martes de cine a mil que daban el año pasado en el Cine Arte Normandie [1], que ponía en pantalla grande algunos clásicos que estuvieron de moda hace varias temporadas. Un público mayoritariamente joven, probablemente estudiantes universitarios, aunque no exclusivamente: también se veían oficinistas, personas de edad. Intenté asistir regularmente, aunque hubo algunas omisiones que aun me perturban: Cuchillo en el agua, la primera de Polanski, y Gritos y susurros, de Bergman. Pero varias si vi. A ver: Carretera perdida, Rashomon, El séptimo sello, Hiroshima mon amour, Scanners, El ladrón de bicicletas, El acorazado Potemkin y 12 monos. Algunas ya las había visto, pero la verdad es que apreciarlas así en pantalla grande y sin posibilidad de ser interrumpido, no tiene nada que ver.

Probablemente, casi nadie de los que íbamos a esas funciones poseíamos los conocimientos mínimos para interpretar lo que tenía lugar en pantalla de forma correcta. Quizás hubiéramos necesitado a un profesor que hubiese detenido la proyección en cada escena importante, para indicarnos lo verdaderamente relevante. Porque tanta libertad es libertinaje: no se puede simplemente ir a ver una película y tener una interpretación personal. Hay que regirse a qué es el cine como disciplina para poder acceder a una lectura que no sea meramente anecdótica. Hay que entenderlo desde una lectura que contemple como pilar fundamental la gramática de las imágenes en movimiento, entendiendo como han ido evolucionando y dialogando a lo largo de la historia.

Pero, para bien y para mal, no había profesor y cada uno debía enfrentarse a esas películas solo con su cabeza y los mecanismos que ella le podía proporcionar para entenderlas. Un duelo, frente a frente. Porque cuando comienza la proyección y aparecen los primeros planos de Carretera perdida uno puede utilizar parte de su cultura para tratar de entender lo que va pasando, se puede decir, ah, esto es como esa película en la qué…, rápidamente nos damos cuenta que el director nos está poniendo a prueba y que no nos servirá de mucho hacer uso de los conocimientos previos. Casi como un bautizo y nacer de nuevo, en la concepción cristiana. Es cierto, esa película puede parecer paradigmática en este aspecto y para algunos, un poco forzada en la medida en que se escapa de toda lógica argumental de relato. Pero lo curioso es que al final con todas pasa algo similar: se trate de una película como El ladrón de bicicletas, que no pone mayores obstáculos para su comprensión, narrada desde una linealidad recta como carretera Iquique/Arica ya prácticamente en desuso, donde la tarea de identificarse con el protagonista se vuelve algo automático (hasta un solado de la SS se conmovería con el drama de ese hombre al que le roban la bicicleta después de pasar tantas penurias para conseguir un trabajo), el modo en que le damos significación a la historia en que nos vamos introduciendo es personal y no responde tanto a los manuales de Qué es el arte o de Cómo ver cine.

No estoy diciendo que ese tipo de información no sea relevante, pero lo sitúo en un nivel posterior. Por supuesto que es positivo profundizar en lo que se vio y enriquecer la lectura personal, pero no se puede caer en el error de depender por entero de aquellas voces: uno es quien la ve, con los propios ojos. Por lo mismo, de lo que se trata es de concentrarse, olvidar lo que pasa afuera de esa pantalla y darle un sentido a lo que ahí aparece. Es cierto que no todas las películas son lo mismo ni exigen idénticas aptitudes a la hora de procesar lo visto; no es lo mismo tener una cultura cinematográfica discreta y enfrentarse a El padrino, narrada con una estructura argumental clara, en donde desde un primer momento los personajes quedan muy bien delineados, a ver Andrei Rublev, por ejemplo, de Tarkovsky, que narra la vida de quien es considerado hasta el día de hoy como el mejor pintor de vitrales del siglo XV ruso, con un ritmo lento y proliferación de escenas inútiles, según la concepción norteamericana del cine, en donde cada escena, cada línea de diálogo no es gratuita y debe, a su modo, contribuir con la obtención del objetivo final. Claro que es distinto. Claro que es un poco más pesado, como la diferencia entre escuchar por primera vez Soda Stereo o King Crimson. No todas las películas son “oreja”, por usar un término musical, no todas pretenden que su comprensión sea casi automática. Pero otra cosa es decir que no se puede: que hay algo de lo que uno simplemente carece que lo imposibilitaría comprender. Y eso es falso, totalmente.

Por ejemplo: he leído a críticos lúcidos y de años de trayectoria, decir que quien desconozca la formación marxista de Vittorio de Sica, director de la mencionada Ladrón de bicicletas, no podría pasar de tener una lectura esquemática, superficial y muy ingenua de su obra. La verdad es que no puedo estar más en desacuerdo con esa visión y, además, creo que de ahí nace un sentimiento de superioridad bastante nefasto; no se está invitando a la gente a que profundice ni se está recalcando en el carácter personal del cine: se está estableciendo un límite para poder entrar a la fiesta, no muy diferente al dress code que algunas fiestas pitucas aun establecen como requisito fundamental para ser parte de la juerga y no quedarse mirando desde afuera, carcomidos por la frustración. Por otro lado, que alguien ignore dicho antecedente del director, no quiere decir que no sea capaz de generar una interpretación lúcida. Dicho en otros términos: solo sería legítima, según esta opinión, aquella lectura en la cual el espectador estuviera al tanto de todos los detalles de la vida y pensamiento del director, de los actores, que estuviera compenetrado por entero en el contexto histórico al que la película hace referencia, casi al punto de estar en condiciones de poder dar una cátedra en cualquier parte ….

Porque claro, para él sería vergonzoso no estar al tanto de los detalles de la formación política de De Sica, pero quizás para el historiador podría ser otra la preocupación: quien no esté totalmente compenetrado en la situación de Italia en la época de la posguerra, que vaya a leer un par de libros y luego ose aventurar alguna interpretación personal, para hacer lo posible de no hacer un monumento a la ignorancia con su comentario, a la estrechez de miras. Pero desde esta perspectiva,  ¿Dónde quedaría la emoción que transmite la historia y la consiguiente conexión emocional con el espectador?, ¿dónde la imprescindible significación personal que da el espectador a lo que ve? ¿Dónde queda, en definitiva, la experiencia personal, el diálogo que realiza el espectador con sus propios mundos e interrogantes, para dotar de significado a lo que aparece en pantalla? La verdad es que no es tan claro.

Si llevamos este argumento a otra época, habría que decir que quien desconozca los entretelones de la vida griega y lo que para ellos era el teatro y como lo vivían, que ni quiera pierda tiempo leyendo alguna de las obras que les han sobrevivido: va a alcanzar a un mensaje tan magro, será tanto lo que quedará afuera, que estará obligado a quedarse con una lectura demasiado superficial, bordeando la necedad. Pero acá habría que contestar: El Complejo de Edipo que desarrollará Freud algunos milenios después de los tiempos de la gloria griega, fue a partir de su experiencia particular ante el drama de Edipo de Sófocles. Indudablemente que el doctor Sigmund Freud sabía de los pormenores de la vida griega; era un tipo de una cultura abrumadora, dueño de una memoria prodigiosa. Pero el hallazgo, El Hallazgo, fue a partir de la forma en que intentó encontrar algún tipo de significación personal a la tragedia de ese pobre hombre que por pura (mala) suerte se ve como el protagonista de una película insoportablemente macabra. Logra incorporar su interpretación de la tragedia con el aparataje intelectual que venía construyendo, haciendo posible la descripción de un fenómeno tan determinante en el desarrollo humano.

La experiencia personal si importa, si es fundamental el modo en que nos relacionamos con ella y las reflexiones que de ahí surgen. Que no lo engañen. Y si establecen sus dress code, no importa: saltaremos la reja y entraremos sin pedir permiso: ignorantes, inadecuados. Convidados de piedra.

 

[1] Este año los organizadores han cambiado el lugar de proyección a Vicuña Mackenna 602, a pasos del metro Santa Isabel. Para más información buscar en Facebook: Cine A Luka, o bien: www.cinealuka.cl

 

 

Imagen destacada: Los actores Bruce Willis y Madeleine Stowe en un fotograma del filme Twelve Monkeys (1995), del realizador estadounidense Terry Gilliam