La obra que analizamos se trata de novela breve, bien hilada, de prosa madura, que pese a la juventud de su novísimo creador -quien cuenta con veintiséis abriles- construye y articula su primera y maciza obra literaria (Narrativa Punto Aparte, 2019).
Por Edmundo Moure
Publicado el 13.8.2019
El nombre de un lugar ubicado en la zona central de Chile, junto a la costa escarpada de la VI Región, comuna de Navidad, que fuera una perdida caleta de pescadores, hace treinta años… Un nombre amenazante, aunque alude a la faena habitual y feroz de sacrificar reses para que los seres humanos devoren su carne sangrante, en el antiguo rito que inauguraron, hace quinientos mil años, los primates cazadores que nos precedieron, de los que heredamos el impulso de la muerte, la servidumbre de Tánatos, que los subterfugios de la civilización no han sido capaces de contener… Un sitio que atrae a esos deportivos turistas que viajan tras el surf, el desafío de las grandes olas por atravesar en el túnel acuático que desplazan con su telúrica potencia.
Es el vértigo que anuncia la eficaz narración de esta novela fragmentaria, construida sobre la base de breves relatos iniciados con los nombres propios de los protagonistas, que entreveran sus caminos y acciones, desde el norte soberbio hacia el desenlace remoto del sur. Cada breve capítulo es seguido de un extracto judicial que entrega breve y escueto diálogo; preguntas y respuestas que buscan una dilucidación tan imprecisa como improbable, intuyendo un crimen o una desaparición o la aleve desgracia que se cierne sobre las acciones humanas, como el cuervo de Allan Poe, figura alada y espectral de la muerte. Lugar que espera a los forasteros, bajo una aparente quietud llena de presagios.
Novela breve, bien hilada, de prosa madura, pese a la juventud de Francisco Morales (Santiago, 1992), que con veintiséis abriles construye y articula su primera y maciza obra narrativa. En ella ha sabido describir lugares, estableciendo paralelismos temporales para que los personajes desplacen sus destinos individuales, siguiendo los derroteros del laberinto existencial, que también está hecho de fragmentos, aunque la literatura de narración suela entenderse como unidad satisfactoria y circular, cerrada sobre sí misma, mundo coherente en su perseguida integridad.
En Matanzas todo parece abierto a instancias desconocidas. Es uno de los méritos de la obra, sin duda, la permanente sugerencia ofrecida al lector para que inquiera y desarrolle sus propias, probables o fallidas respuestas.
Estas estarán en la convergencia de tres viajeros convocados por el enigmático augur que maneja los hilos del devenir para anudarlos en un minúsculo punto de la geografía, donde encontrarán a un viejo bibliotecario de inquietante procedencia, cuya memoria completa la trama del telar narrativo.
Lo único tradicional o habitual en sus páginas son las preguntas que formulan jueces o fiscales o presuntos abogados, aunque las respuestas de los personajes rompen estos aparentes usos comunes, con réplicas que nos suenan a soliloquios kafkianos, donde el emisor y el interlocutor fueran un solo individuo que se interroga a sí mismo, sin encontrar el punto de convergencia comprensiva.
El discurso está desarrollado con un lenguaje directo, sintético, esencial, desprovisto de retórica ampulosa. La búsqueda estética del autor se centra en la entrega psicológica y emocional de los personajes, haciéndoles hablar a cada uno con sus propias palabras, como si él fuese un narrador que une sus vidas de manera sutil, con palabras ajenas, a ratos con atisbos de fino cineasta o dramaturgo, llevándonos a pensar en un guión cinematográfico o en una pieza de teatro elaborada con los componentes de la tragedia.
Otra singularidad de Francisco Morales consiste en exhibir un estilo original —si es que en literatura puede existir aún esta categoría—, pero se la atribuyo, en función del recurso escritural que puedo apreciar en la novela, a través de la construcción de frases, oraciones y párrafos. El hablante inicia el relato como un preludio, encabalga breve descripción de la escena, en un in crescendo que culmina en una acción o reflexión hecha consecuente desenlace:
“Cerca de la bajamar, los roqueríos permanecían incólumes ante el vendaval que se prolongaba desde el oeste, donde el viento daba bríos a un océano bañado por el crepúsculo. Por la playa, de gris elemental, tres figuras caminaban sin rumbo aparente.”
…
“Llegaban de la mar, como entendí nombraban al océano. Lucían espléndidas sonrisas, tal parecía que la faena había sido generosa. Cuán bello fue contemplar a esos hombres mostrar satisfechos los frutos de su jornada. Evocaron mis viejas lecturas de tiempos litúrgicos; esbocé al redentor en busca de Pedro, abriéndose paso solemne y salvo, con los mismos ropajes, la piel abrasada, los ralos cabellos al aire. Con todo, mi presencia causó distanciamiento. Quizá lucía como un extranjero.”
…
“La muerte, la privación de su goce me aturdió. En los rostros suplicantes, agónicos, altivos y resignados de los desgraciados que ardían en carne volátil encontraba un recóndito deleite. Me sentía vivo, situado de forma absoluta.”
…
“Susurros de cantina, vertedero fugaz de aforismos, mi deleite venidero. La inteligencia del Ejército chileno rastreó a la bestia rubia, al ciudadano francés que se radicó en Matanzas: temple e insignias fueron suficientes para evidenciar mi valía. Todo lo desprecia la magnanimidad, por lograrlo todo.”
Algunos ejemplos de lo que señalo; inoficioso sería incluir más de ellos en esta crónica. El lector hallará otros en la misma concatenación del ritmo narrativo, conformando una prosodia sinfónica, con sus cambios de intensidad y brillo, dentro del ámbito salvaje y lleno de diversas sonoridades, más telúricas que humanas, llamado Matanzas.
Así, la novela fluye hacia la dilucidación de un acertijo, como una fórmula que buscase despejar esa x insondable que es, finalmente, la ecuación de la vida y de la voluntad humanas, expresadas en su movimiento incesante sobre la misteriosa superficie del tiempo…
Francisco Morales, sin duda, nos deparará nuevas sorpresas y hallazgos literarios felices. Matanzas es más que un comienzo promisorio.
¡Enhorabuena!
Edmundo Rafael Moure Rojas nació en Santiago de Chile, en febrero de 1941. Hijo de padre gallego y de madre chilena, conoció a temprana edad el sabor de los libros; se familiarizó con la poesía española y la literatura gallega en la lengua campesina y marinera de Galicia, en la que su abuela Elena le narraba viejas historias de la aldea remota. Fue Presidente de la Sociedad de Escritores de Chile (SECH) en 1989, y director cultural de Lar Gallego desde 1994.
Imagen destacada: La comuna de Navidad, en la Sexta Región de Chile.