Dos años después de estrenar el segundo largometraje de ficción con récord de público histórico en el país (“Sin filtro”, en 2016) la nueva entrega del director nacional -quien durante estos días enfrenta graves acusaciones y denuncias por presuntos acosos y abusos sexuales- transita mediante una continuación y en un perfeccionamiento de los parámetros audiovisuales de creación y de producción, que le han otorgado el triunfo filmográfico: un registro de comedia en formato emotivo y masivo, y un libreto y una cámara tan sólo correctas. Pero en un medio y en una industria donde pocos realizadores poseen un “estilo” artístico reconocible, el realizador que nos ocupa lo exhibe, y además, por si ya fuera poco, “vende”, por lo menos hasta ahora…
Por Enrique Morales Lastra
Publicado el 1.7.2018
“Se empezó a emborrachar cada vez más temprano, a las ocho de la noche, a las seis de la tarde. Sus carencias eran apremiantes, pero ella no sabía cuáles eran. Y yo para entonces no sentía más que una cosa… ¡rabia!… imposible de expresar. Debí haberla dejado entonces, pero no podía dar ni un paso, horrenda como era la situación pretendía volverla al cauce antiguo. Ella no podía escuchar, estaba borracha, y muriéndose de dolor. Me necesitaba, y es probable que podría haberle dado más de lo que le di”.
Manuel Puig, en Maldición eterna a quien lea estas páginas
Quizás la respuesta al éxito de audiencias que tienen las obras de Nicolás López Fernández (1983) se deba a la convicción de seguir un plan claro y simple que ya atestigua su primera huella cinematográfica en “Promedio rojo” (2004), y de hecho, cuando abandonó esas ideas de mirar el contexto que lo rodeaba con aire irónico y burlesco, su promisoria carrera parecía que se entrampaba en las coordenadas de la desorientación artística, sin embargo enderezó el rumbo (volvió a los orígenes), los cuales en la actualidad lo sitúan como el único audiovisualista local que con la autoría de un registro fílmico propio, conecta mayoritariamente con el esquivo público chileno.
Con escasos matices, en “No estoy loca” (2018) López centra nuevamente su foco en la realidad de una clase alta que deambula por la comodidad y la capacidad de hacer un sinnúmero de elecciones, en un despliegue de gestos que sólo poseen los privilegiados. Y en la cual hasta un intento de suicidio abre puertas para conocer una región inexplorada en la que habitan personajes peculiares y representativos de los excesos de una sociedad producto del hartazgo y del derroche. El director se mira a sí mismo, y en esta ocasión a su grupo de pertenencia más cercano: la emotividad del largometraje se adeuda en gran parte a que el filme aparece dedicado a la madre del realizador, y porque su germen dramático original se inspiró en un pasaje biográfico de ésta.
La mini saga que comenzó con “Sin filtro”, en efecto, ha posibilitado que una actriz como Paz Bascuñán pueda demostrar su valía fuera del circuito restrictivo de las teleseries y del más pequeño de las salas de teatro. Su gestualidad convence y se acomoda mucho más al registro de una Carolina (su personaje) víctima de la traición y de la incomprensión, quien se recupera y emprende el camino de la sanación psicológica, en compañía de un grupo de enfermas o de residentes de un hospital psiquiátrico, cuyo rostro de mayor atención lo encarna Antonia Zegers, debido a las condiciones interpretativas personales con que cuenta aquella en sus diversos registros actorales.
También la intervención de Marcial Tagle escapa a juicios anteriores precisados acerca de su desempeño profesional: su postura cínica y nihilista de ese esposo potentado, para nada comprometido con sus ocho años de matrimonio y con Carolina. La madre de esta última (encarnada por Gabriela Hernández), aborda en tanto el personaje de una señora “cuica”, con conocimiento de causa y de antecedentes: su papel es una nota alta dentro de las evaluaciones artísticas que merece el elenco de “No estoy loca”, en el resultado final del total.
Los logros en la propuesta audiovisual del largometraje radican en concebir un tono de comedia con fines de proyección masiva, guardando la corrección fotográfica en la ejecución de los planos (los mejores se perciben en las escenas grabadas al interior de la casa de reposo), y en un uso sistemático de la banda sonora con el propósito de recrear una ambientación diegética creíble, pues la cámara poco se atreve a internarse en ese Santiago que le es un tanto desconocido, y ficticio. Pero ojo: esta es la ciudad de los guetos urbanos, del racismo disfrazado en el trato de una cordialidad patronal, y esa clase social encuadrada por Nicolás López resulta internacional en su verificación sectaria y en sus afanes exclusivistas, por lo menos al referirnos a Latinoamérica.
“No estoy loca” confirma la experticia de su director en la producción de formatos cinematográficos grandes (y exitosos), agregándole en esta oportunidad -a la estructura literaria de su guión-, mayores dosis o cotas de sentimentalismo, los cuales aportan las secuencias felices, íntimas y comprometidas de este título: el desgaste de un matrimonio nacido desde la presión social y familiar, la fragilidad que separa a la normalidad de los trastornos mentales sintomáticos y adaptativos, el miedo pagado y alimentado por el qué dirán, la ausencia de la elemental sinceridad, en un detalle que priva a las personas de cualquier vínculo libre y honesto, en la búsqueda interminable de nosotros mismos y de nuestra ubicación definitiva en la vida.
El desafío para su director pasa por servirse de ese ojo y de su lente ágil y rápido (que habla y se expresa a través de sus libretos) con el objeto de buscar nuevas formas de interpretar las pulsiones sicológicas y sociales que le rodean, fuera de la zona segura y de confort que ofrecen el barrio y la propia casa, lo conocido al revés y al derecho, en suma.
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