Este es un libro de relatos que -en no más de 140 páginas- nos sumerge, a veces con humor e ingenio, en las profundidades del Chile actual, con todas sus contradicciones de clase, con sus violencias y machismos, con toda su decadencia, con personajes desolados en medio del nauseabundo panorama moderno.
Por Francisco Marín-Naritelli
Publicado el 22.08.2017
“Hay en mi corazón furias y penas”.
Francisco de Quevedo
Gustavo González Rodríguez (Linares, 1946) nos convence con una escritura ágil, para nada pretenciosa y, sobre todo, política. Nos habla de Loica, la vocalista de un grupo de heavy metal asesinada por un joven universitario que pretendió protegerla, de la niña Águeda, prostituta que ha sido detenida por Carabineros y que cuyo padrino pretende salvarla coimeando al Prefecto, de un viejo campesino agonizando que repasa su vida, de un hombre que traiciona luego de haber sido traicionado, de Rigoberto Malpago que huye de sus acreedores, de la afanosa prima Rosaura, “pecadora” por tener un hijo “huacho” en la rígida comunidad evangélica, pero que debe seguir siendo el soporte de su familia, de un nostálgico cuarentón que recuerda los guitarreos universitarios previos al golpe y, en particular, la voz “llena, potente, versátil” de Valentina que entonaba canciones de la Violeta Parra y que muchos años después del exilio se transformaría en una promotora de AFP, con una hija estudiante de Filosofía y fanática de Iron Maiden… Pero tras esas narrativas, tras esos cuentos, se traslucen otros textos, territorios críticos, ambivalencias de un Chile que de pronto revela sus contradicciones más íntimas. En el fondo, y bien lo sabe el autor, “Nombres de mujer” (Editorial La calabaza del Diablo, 2016) nos habla de esas pequeñas violencias (y a veces grandes, por cierto) que asedian la cultura, las nociones y particularidades de lo “chileno”.
Es, en propiedad, una escritura compleja, puesto que, siguiendo a Roland Barthes, podemos identificar varios niveles de significación (valor connotativo o interpretativo), más allá del mero sentido literal o denotado.
“Cuando decidió que sería un escritor revolucionario adoptó como su lema creativo el convertir los lugares comunes en territorios liberados. Treinta años después quemó todos sus escritos tras comprobar hasta la saciedad que los lugares comunes eran los que terminaban apoderándose de todos, absolutamente todos, los territorios” (pág. 45).
“El Metro va lleno, desbordado, casi asfixiante entre los rostros huraños e indiferentes y los cuerpos torpes que parecen ensancharse en la mezcla de olores y hedores. Solo ella, la desconocida que está junto a mí, permite respirar frescura e insinúa con su mirada en verde-gris el amor a primera vista. Más gordos y gordas suben, nos empujan y me dejan a milímetros de su frente clara, de su aroma a almendras y de una sonrisa que invita a hablarle. Pero se me adelanta la voz que irrumpe por los altoparlantes: “Próxima estación: Esperanza, lugar de combinación a ninguna parte” (pág. 75).
Con una prosa cargada de ironía, que abre y no clausura, nos interroga sobre la vida moderna, las urgencias cotidianas, las deudas, el trabajo, la desesperanza, pero que no pierde de vista una imaginación con evidente reminiscencia al realismo mágico. González nos cuenta de un pacto con las hormigas, únicas especies que prevalecerán luego del “Apocalípsis”, o de un Viejo al que le han robado “sueños, esperanzas y recuerdos”, único testimonio ineluctable del paso del hombre por la tierra.
Cobra especial relevancia el discurso de género, que en este libro aparece asignando un rol preponderante a la mujer. En efecto, todas las mujeres, desde sus propias condiciones biográficas, aparecen cumpliendo roles activos pese a la violencia que las acecha, al machismo que pretende confiscarle su libertad de decisión. Frente a ellas, el rol “masculino” aparece arcaico, tosco, frágil e infantil. Por ejemplo, en el primer cuento, titulado “Loica, la metalera”, el narrador- protagonista, quien poco antes había jurado “que siempre fue tranquilo”, termina golpeando y matando a Loica, porque ella decide dejarlo definitivamente, luego de humillar su hombría.
“Con los días terminé por aprender que Loica era así. Empecinada en delimitar rigurosamente su vida, capaz de borrar situaciones importantes para otros (…) con sus actos dejó en claro que no renunciaba a su libertad” (pág. 17).
“El caso es que de pronto vi todo rojo, con el solo detalle de un rostro pálido y unos inflamados ojos verdes que me remitían a sus gritos. Y entonces el despecho, la desesperanza y el abandono se me concentraron y escaparon en la furia” (pág. 22).
O bien, en el cuento “Elvira” donde el narrador-hombre-marido le reprocha a la mujer- esposa- joven, precisamente su distancia, su dignidad, la incapacidad de comprenderla, “cargando a cuesta la soledad de sus caderas”, estoica e inalcanzable al poder del patrón omnipresente, autoritario, temido, que dispone a diestra y siniestra de todo y todos, menos de ella.
“Siempre digna en tu función de esposa, mientras yo sentía vacilar mi masculinidad, despojado de motivos para mostrarme violento, e inhibido a costa de mí mismo entre las eyaculaciones prematuras y la caza infructuosa de tus orgasmos. Sin proponértelo, me golpeabas cada día en el orgullo. Como en una mala réplica de tragedia griega, mis esfuerzos para desentenderme de ti me ataban más y más al deseo de llegar a poseerte en cuerpo y alma” (pág. 70).
En definitiva, “Nombres de mujer” es un libro profundamente contingente, avezado, la muestra más de un autor, como Gustavo González, ex profesor de la Universidad de Chile, que a pesar de su larga y dilatada trayectoria periodística y académica, nos sorprende escribiendo en los terrenos de la ficción, una ficción que sin embargo parece narrarse también en los terrenos de la crónica y la actualidad.