El volumen adeudado al escritor y abogado chileno Leonardo Acosta Céspedes (Glück libros & Das Kapital, 2020) es un texto que evoca, que nos surra, que apela a fabular, a imaginar que la inexistencia de jaulas de oro o que incluso el cuerpo no es la última mazmorra.
Por Francisco Marín–Naritelli
Publicado el 4.12.2020
“La palabra se ha perdido/ negros señuelos de caza/ se la han llevado/ y ahora se encuentra perdida/ la voz primordial/ con verbo secreto”.
Leonardo Acosta
Leonardo Acosta (Santiago, 1984) es abogado de la Pontificia Universidad Católica de Chile, diplomado en Derecho de Familia y Vulneración de Derechos de la Infancia, en la Universidad de Chile.
Ha participado en diversos talleres literarios como el del escritor y periodista chileno Guillermo Bown Fernández.
En 2018, publica el poemario Bajo las sombras del silencio. Su poesía ha sido incluida en diversas antologías nacionales y extranjeras, principalmente en España, por la Editorial Diversidad Literaria S.L. de Madrid.
Infinitud (Glück libros & Das Kapital, 2020), su último libro, es un poemario que evoca, que nos surra, que nos apela a fabular. A imaginar que no hay jaulas de oro o que incluso el cuerpo no es la última mazmorra.
“El infinito alumbra/ y la nada/ se desfonda” (pág. 9).
“Irrumpimos en la infinitud del cosmos/ como relámpagos arrojados” (pág. 31).
“A los párpados abiertos de la noche/ acude toda la eternidad” (pág. 51).
“Si muero y emprendo —de súbito—/ el último viaje a lo desconocido, / déjenme fluir/ en la insoluble vacuidad del absoluto/ con toda la invisible disolución de mis días/ desnudo de mis pieles difuntas” (pág. 44).
Sí, volver a pensar en el espíritu y en las inquietudes trascendentales. ¿El origen? ¿El eterno retorno? ¿Quiénes somos? ¿Hacia dónde vamos?
Bien traería a colación a Julio Cortázar quien en Rayuela dice: “La invención del alma por el hombre se insinúa cada vez que surge el sentimiento del cuerpo como parásito, como gusano adherido al yo”.
Y sí, porque el cuerpo es finitud.
Y sí, porque el cuerpo es tiempo.
Y sí, porque el cuerpo es “la frágil colmena de la materia”.
Y sí, porque el cuerpo se encorva, se enferma y desaparece.
Hay que desaparecer para ser, nos dice Acosta. Para salir, en definitiva, del opresivo materialismo capitalista que nos transforma en cebos de carne al servicio de la producción de deseos y consumo. Incluso para enfrentar la represión y violencia estatal (en clara referencia al 18 de octubre de 2019).
“de pronto, / sin haber nacido/ revientan como hojas mustias/ en la tempestad” (pág. 54).
“una esperanza nueva/ florece en la herida” (pág. 54).
Importa también la palabra como espacio de infinidad, claro está. Una palabra que no se descubre totalmente, porque no puede. Tal como el cuerpo. Pero una palabra llamada a ejercer su potencialidad de reflexión, de desplegarse sobre sí.
Tal como reconoce el autor: “Época en que la poesía, es una realidad de expresión y reconexión con la esencia más pura de la vida. El poema, debe resultar como un cauce liberador que conduzca a vislumbrar con mayor intensidad, el camino que nos lleva al conocimiento de nosotros mismos”.
“Desprendiéndome de la atmósfera/ caigo adentro de unos versos que me muerden/ apareándose con mi silencio” (pág. 10).
“(…) palabras como figuras/ despojándose imágenes/ sin tocarlas, / donde su olor demencial/ enciende el instinto” (pág. 82).
“Dentro de mí/ como un inmenso aire que se tuerce/ anclándose en su propio vórtice de fuego, / emerge un otro yo, parido en una edad remota” (pág. 50).
El misterio. La vida como un misterio. El misterio de una vida que se cuela en la palabra, sinuosa e intuitiva. Una vida que es un instante único, y por eso maravilloso.
Una vida que va más allá de un ensamblaje en serie, de una repetición artificial. Una vida que sueña, que siente, que anhela y se despega. Que desencarna.
“Lo que aún no ha nacido/ punza –en silencio–/ los bordes de la espera” (pág. 11).
“Añoro aquella soledad desolada/ que acariciaba/ la barrera incólume/ de mi cruda sensibilidad” (pág. 81).
“Se alarga lo intangible/ en los espejos, se expanden/ los residuos de lo etéreo/ en su cuenca de ecos, / condensase en ellos/ lo imaginario de las formas/ y en su inasible cavidad/ se dilata el diáfano reflejo/ de los sueños” (pág. 57).
¿Qué se espera?
¿Qué es posible esperar, entonces?
Quizá como piensa Martín Heidegger, la muerte como la posibilidad cierta de ser. La posibilidad extrema de ser definitivamente. La existencia, quizá, que no se acaba en aquel cuerpo. Que alcanza su comprensión más allá del cuerpo.
“El que nace, no ha nacido/ el que ha muerto, no muere, / así es nuestra realidad” (pág. 24).
“Bastará que un día/ despertemos del eterno sueño/ bebamos la negrura de la muerte/ en el seno abierto del vacío/ temblando como un eco ciego/ en la vastedad del infinito” (pág. 71).
“Si cada día renaces/ serás la pálida escarcha/ del retorno, / que vuelve a ser semilla/ en una alquimia cósmica interna” (pág. 16).
Bienvenidas aquellas escrituras que se desprenden del pantano de lo mismo, que son capaces de pensarse más allá de la obviedad campante de nuestros días, donde lo único cierto es el aquí y el ahora, con una asfixiante necesidad de estar presente y aparentar.
Donde la palabra se subsume a la hipocresía.
Bienvenidas aquellas escrituras que no olvidan que la primera tarea de la poesía es cuestionarse todo, con un profundo sentido humanista y libertario.
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Francisco Marín-Naritelli (Talca, Chile, 1986), además de periodista y de magíster en comunicación política (titulado doblemente en la Universidad de Chile) las ejerce también como profesor en la Universidad Andrés Bello y como un prolífico escritor nacional, cuyas últimas publicaciones son el libro de cuentos Interior con ceniza (Ceibo Ediciones, 2018) y el volumen experimental de El perfecto transitivo (Filacteria, 2019).
Igualmente fue el director titular y responsable del Diario Cine y Literatura, entre agosto de 2017 y mayo de 2020.
Imagen destacada: Leonardo Acosta Céspedes.