En su segundo texto de largo aliento publicado, el escritor nacional Rodrigo Miranda (en la imagen destacada) sigue a dos grafiteros que sobreviven en la toma de una estación de Metro abandonada bajo la Plaza de la Dignidad, luego del 18 de octubre de 2019. El volumen acaba de ser lanzado —vía online— por Sangría Editora en el contexto de la IV Feria Internacional del Libro de Valparaíso, FILVA 2020.
Por Nicolás Poblete Pardo
Publicado el 12.12.2020
Charles Darwin, el revolucionario científico inglés, recorrió exhaustivamente nuestro país, Chile, entre los años 1832 y 1835. Sus viajes, que documentó en detalle, abarcaron desde Tierra del Fuego hasta Copiapó. La gran cantidad de apuntes consideró análisis de formaciones geológicas y antropológicas, así como una diversidad de estudios respecto a la variada flora y fauna de nuestro territorio.
Autor de diversas publicaciones, Darwin es principalmente conocido por su teoría sobre la evolución de las especies, que propone la idea de la selección natural. La evolución ocurriría gracias a la competencia por los alimentos disponibles de los miembros jóvenes de cada especie.
Así, la sobrevivencia sería logro de los más fuertes, y ellos se encargarían de perpetuar sus genes para las futuras generaciones. Aunque la teoría de Darwin remeció los círculos científicos, su recepción en las esferas religiosas fue una total blasfemia. ¿El hombre es otro animal más? ¡Cómo es posible!
Por supuesto que somos animales. Esta realidad es transparente en Satancumbia, donde Rodrigo Miranda ofrece un menú biológico, con una avasalladora depredación como protagonista.
“Sin alimento no hay nombre”, dice la voz narrativa ya bien avanzada la novela. Vale decir, solo el que pudo alimentarse ha conseguido ser clasificado como especie. Los competidores que no conocemos, que no tienen nombre, simplemente no accedieron a la nutrición.
Quienes no pudieron contar su historia, subyugados por el poder brutal y despiadado, solo penan fantasmáticamente: “Antes de la llegada de los pakos sólo había campos de nalkas. Por los entresijos de estos galpones los técnicos corren el telón para dar paso a otra escena, a otro relato”.
Es verdad que sin alimento no hay nombre. Y sin nombre la identidad también peligra. Por eso, el acto de nombrar es equivalente al de adjudicar un destino. “Nombrar es dar un destino”, dice el filósofo judío-francés, Alain Finkielkraut.
En su polémico libro El judío imaginario, Finkielkraut nos recuerda eso, a partir de una anécdota ocurrida al escritor Jean Genet: “Un día que con toda inocencia estaba hurtando, una voz gritó públicamente: ‘Eres un ladrón’. Esta palabra le fijó para siempre, le clavó como una mariposa prisionera a su verdad eterna. Sólo tenía que llevar hasta el final la aventura de su nombre”.
En la novela la plaza Italia o plaza Baquedano ya se llama “Plaza Dignidad”. El cambio no es solo de nombre, sino de letra; es el aprendizaje por adaptarse a una nueva realidad en la que se deberá nombrar, así como escribir con otra grafía, un tipo de código bien claro que se deshace de cualquier decoración caligráfica, para privilegiar las sencillas letras capitales para denunciar y, así, traspasar el mensaje, la denuncia, de la forma más directa y clara posible.
Un texto rabioso, que segrega rencor, hartazgo y angustia; es la rabia incontenible y que invade los cuerpos hasta hacerlos explosionar. Cuerpos de insectos, animales, perros; armazones y estructuras in extremis, precarias carpas en la vía pública, improvisados catres; refrigeradores que, a duras penas, resguardan mendrugos que se disputan y se comparten, y que luego son bebidos, literalmente succionados por otras especies a la espera de algún sorbo de sangre, en un esquema organizado como una macabra cadena alimenticia.
Es la arquitectura de la denuncia: la represión hacia los inmigrantes, la xenofobia, el nazismo.
En Satancumbia se da curso a un sinfín de imputaciones, a partir de las evocaciones adolescentes de un represivo colegio, microcosmos de la nación: gran intensidad se deposita en la homofobia que permea a una sociedad entera: es, por ejemplo, el recuerdo de la primera vez que se escucha el adjetivo “cola” asociado a Boy George, el revolucionario cantante inglés, voz del grupo “Culture Club”.
Leemos: “Estábamos fuera de todo. Sin contacto con el exterior. Tampoco nos tocábamos entre nosotros. Atemorizados, el pánico nos paralizaba. Cualquier acto de rebeldía o experiencia nueva nos producía pavor y se silenciaba todo atisbo de opinión. Estábamos condenados al silencio. Expresar cualquier disidencia era infringir las reglas del juego, lo que podía costar caro”.
En la novela también se transparenta la eterna guerra de las generaciones. Lo que hicieron nuestros padres, la lucha contra la dictadura ya pasó, no fue gran cosa. La voz narrativa es procaz y directa: “Me interesa la historia, pero no la que te enseñan en la escuela, que no sirve de nada. La verdadera educación es la que te da tu familia y donde uno más aprende es en la calle”.
La herencia no solo es un traspaso de genes, sino un manto dudoso y doloroso que se recibe involuntariamente: “Pinté ese mural en honor al aniversario de la muerte de mi padre a manos de los pakos. A mi madre embarazada la balearon y se arrastró desangrándose por la calle para refugiarse en la casa de un amigo. Llegué a las nueve de la mañana y pinté sin parar hasta las seis de la mañana del día siguiente. Estuve pintando sus retratos sin descanso durante veinte horas. La gente me abrazaba y lloraba. Me daban fuerza. La pintura se mezcló con la kalle”.
El trauma se transforma en producción artística y callejera, en una posibilidad de aproximación y solidaridad comunitaria. Es una llamada a la acción, una ventana que ofrece un paisaje de pinturas que prometen, como espejismos, cierto optimismo:
“Al igual que cada uno de los ciudadanos, ya no sufrimos depresiones. Nos inyectan endocrinas directo a la corteza cerebral que borran malos recuerdos, penas de amor y desilusiones. Nuestro cerebro resiste”.
Este comando a la acción es duro, agresivo, resentido: “Hay que conformarse con el esmog de siempre”, leemos. Luego: “Antes nos moríamos de tos, de pulmonía, ahora la vida es enfermedad crónica. La causa de la enfermedad son las lacrimógenas que caen en la colmena de colchones con chinches”.
Progresivamente los cuerpos comienzan su proceso de animalización. Especímenes que van desde los rescatados en poleras con especies en extinción, con referencias a Darwin (como la notable rana) hasta el circuito más inmediato, que es el de la convivencia con perros, insectos y parásitos.
La mímesis ocurre entre los cuerpos combatientes que intentan colonizar la calle a través de sus grafitis, y aspiran a politizarlas ensayando los bailes, los ritmos, las hablas y las fricciones que se frotan unas con otras, se coagulan.
Aquí hay una noción que se ha aprendido, gracias a una educación particular que aún permanece en las psiques y en los cuerpos. Es una sabiduría instintiva: “En clase analizamos el caso de un insecto hembra que tiene genitalia externa masculina, el primer ejemplo de un animal con características sexuales invertidas: es decir, los genitales del sexo opuesto”.
Los cuerpos son llevados al nivel de la competencia animal, de la pelea por sobrevivir, de la búsqueda y sofisticación de las estrategias para subsistir e, idealmente, proyectar la especie en un deseo de perpetuidad:
“La cópula brinda alimento a la hembra, además de esperma; por eso se beneficia más cuanto más se aparea”.
Pero la estrategia es solo eso: deseo. Siniestramente el círculo se torna vicioso y da paso a un festín antropofágico, un despliegue orgiástico.
“Después de cantos de atracción sexual del macho y un abrazo nupcial tenue y breve, la hembra expulsa cuarenta huevos que son fecundados en el exterior. El semen gotea y hace florecer todas las nalkas alrededor. Mientras escuchan la lluvia, los machos se tragan nuevamente los huevos”.
Esta revolución educacional es necesaria; es necesaria esta sanguinaria, caótica y despiadada destrucción, tal como la que protagonizan ciertas especies eliminando a las crías de sus congéneres para imponer las propias y, de este modo, asegurarse la transmisión de sus propios genes.
Ahí estará el rayado callejero para recordarnos: “El objetivo de esta clase de geografía y urbanismo es poner a disposición materiales que examinen la persona y obra del último grafitero, enemigo número uno del aseo y ornato metropolitano”.
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Nicolás Poblete Pardo (Santiago, 1971) es periodista, profesor, traductor y doctorado en literatura hispanoamericana (Washington University in St. Louis).
Ha publicado las novelas Dos cuerpos, Réplicas, Nuestros desechos, No me ignores, Cardumen, Si ellos vieran, Concepciones, Sinestesia, y Dame pan y llámame perro, y los volúmenes de cuentos Frivolidades y Espectro familiar, y la novela bilingüe En la isla/On the Island. Traducciones de sus textos han aparecido en The Stinging Fly (Irlanda), ANMLY (EE.UU.), Alba (Alemania) y en la editorial Édicije Bozicevic (Croacia).
Asimismo, es redactor permanente del Diario Cine y Literatura.
Imagen destacada: Rodrigo Miranda.