Aquí hay atrevimiento, hay transgresión, los hechos se suceden sin esa carga moral que muchas veces es instalada en los adolescentes desde los espacios convencionales del mundo adulto. Es también la metáfora de un nuevo rumbo, escoger el tono celeste, la disposición de las nubes en el firmamento, un cielo nuevo y privado que reemplace al anterior, o que al menos sea una alternativa a lo amenazante de la realidad.
Por Francisco García Mendoza
Publicado el 8.11.2017
El cielo que pintamos (2015) de Carmen Galdames J. (1982) publicada bajo el sello editorial Neón, es una obra que aparece con fuerza y arrojo en la escena literaria nacional. Aquí hay atrevimiento, hay transgresión, los hechos se suceden sin esa carga moral que muchas veces es instalada en los adolescentes desde los espacios convencionales del mundo adulto.
Ana, Matías e Iggy son los personajes en torno a los cuales se desarrolla la historia. Si bien la narradora es Ana, la novela no podría funcionar sin pensar ese triángulo impenetrable como una totalidad.
Iggy es un adolescente que a los dieciséis años ya ha sido internado dos veces en una clínica psiquiátrica. De vez en cuando se corta los brazos y a los diez años, después de la muerte de su hermano, se arranca la oreja en un acto quizá incomprensible para los adultos que no forman parte de ese espacio hermético que comparte con los otros dos.
“Dejar de existir: la sangre seca de alguien que ya no está, la falta de una oreja, las sombras, los secretos, los colores. Lo invisible” (Página 51), podría pensarse de esta manera la novela en una frase. La historia de los tres amigos cuya complicidad los aísla del mundo de los mayores, un triángulo hermético que ha optado por quedarse pegado en la adolescencia. Ni el trabajo, ni los estudios, ni el dinero, ni las responsabilidades parecen de su interés: “El amor de mis viejos lo recibo en billetes y monedas. De vez en cuando les vienen las culpas y me aumentan la mesada” (Página 54).
¿Puede hablarse de abandono en este caso? Lo dudo. Más bien habría que invertir los factores. Lo que sí hay es ausencia de padres, pero en este caso son los hijos los que han optado por excluir a sus progenitores.
Para Ana y Matías, la madre comienza a ser más un estorbo que una necesidad afectiva. La misma que en la infancia más temprana los bañaba juntos, en la adolescencia decide romper con esa dinámica, y para ellos se convierte en un acto imperdonable que amenaza la relación incestuosa que ambos han decidido empezar a construir: “Nuestra madre nos apuraba para evitar esos encuentros en el pasillo, decía que a esa edad, los hermanos no debían verse desnudos” (Página 47).
Ana expresa cierto deseo siamés, con Matías se llevan un año de diferencia y ahí existe cierta desazón: “Imagino que si se queda así, aplastándome por mucho tiempo, nuestros cuerpos van a terminar por fundirse en uno solo, que es como debió ser desde el principio” (Página 152).
El cielo que pintamos es el espacio privado construido y delineado por tres adolescentes, un lugar en donde no cabe el simulacro, las apariencias, todas características asociadas al ser adulto. Sus propios juegos, dinámicas, corporalidades y complicidades, sus egoísmos y desencuentros son siempre validados desde dentro, no hay ninguna opinión externa que pueda penetrar y afectar el espacio que los tres han erigido a partir de su propia marginalidad. Pero quizá la excepción a esta regla autoimpuesta sean los ancianos, adultos en decadencia o en proceso de dejar de serlo: “Uno no es feliz; uno simplemente se encuentra, de vez en cuando, en el lugar de la felicidad (…)”, reflexiona el abuelo de Ana y los muchachos parecieran estar en sintonía con su manera de concebir la vida.
Cuando los hermanos se separan obligados, el quiebre es irreparable; a pesar del reencuentro, lo que alguna vez hubo, esa conexión lograda entre ambos, ya no existe. “No me gusta eso de andar domesticando seres que después vas a abandonar” (Página 151), reflexiona Matías y evidencia que generar lazos con alguien es siempre un arma de doble filo, el dolor es siempre inevitable.
La madre siempre sospechó de la relación de Ana y Matías y para ellos nunca fue un secreto. Lo anormal se torna cotidiano en el mundo que los tres han establecido como propio y lo monstruoso no lo es hasta que es conocido y juzgado por los adultos, desde ese habitar que para los tres posee reglas y lógicas ajenas (vergüenza, hijos degenerados, cómo explicarles a los amigos):
“–Algún día vamos a vivir los tres juntos, como un matrimonio feliz –dijo Iggy y bostezó, levantando los brazos hacia el cielo, mostrando sus axilas rubias y peludas.
–No existen los matrimonios felices –respondió Matías, recorriendo todas de las notas de la sexta cuerda de principio a fin.
–No importa, vamos a simular uno, como lo hacen todos –dijo Iggy” (Página 115).
El cielo que pintamos es también la metáfora de un nuevo rumbo, escoger el tono celeste, la disposición de las nubes en el firmamento, un cielo nuevo y privado que reemplace al anterior, o que al menos sea una alternativa a lo amenazante del mundo. Un cielo compartido y pintado por los tres en el cuarto en el que habitan: “Ahora me acuesto entre los dos y miro las nubes de mentira. Observamos el cielo que tenemos sobre las cabezas, el que arreglamos con nuestras propias manos. El otro que hay afuera, azul, gris o del color que sea, ya no nos interesa. Preferimos el que hicimos nosotros, con nubes de algodón y fondo azul-celeste, código #375” (Página 202).