Este es un libro tierno y a la vez cruel por el tipo de biografías que vivieron sus protagonistas, porque las dificultades de cada una va más allá de la clase social, de la edad, de la belleza y se centra en el hecho esencial de ser mujer. Así, y a través de esta ficción literaria, nos asomamos a la ventana de lo femenino y quizá eso nos ayude a comprender y a solidarizar con nuestras compañeras, madres, hermanas y amigas: para mí se trata de la misma autora que dejé de leer cuando vivía en México y que ahora retomo al regresar a casa, después de terminar un semestre más de clases.
Por Sergio Inestrosa
Publicado el 20.5.2018
Hace tiempo que no leía un libro de Marcela Serrano (Santiago de Chile, 1951), y hoy he vuelto a ella con esta novela de trescientas páginas editada por Alfaguara en el año 2011 y que se titula Diez mujeres. En él, cada una de nueve mujeres que no se conocen, y que ha sido convocada, debemos suponer que para una sesión de terapia grupal, por Natasha su terapeuta (ella es la número diez) bajo la premisa de que las heridas comienzan a sanar cuando se rompe el silencio y el aislamiento.
Cada mujer tomará su turno e irá compartiendo su historia y de esta forma nos irán, a nosotros sus lectores, haciendo testigos, partícipes de sus vidas, de lo que llevan dentro, de sus sueños, sus miedos, sus frustraciones, sus más íntimos deseos, sus luchas para seguir adelante, para dejar la parálisis, para no rendirse.
Todas llegan juntas, una mañana de sábado, hasta este lugar a las afueras de Santiago, cerca de la cordillera de los Andes; las ha traído un microbús que las recogió a la salida de la estación de metro Tobalaba, en Providencia. Natasha sabe que ninguna de ellas querría llegar tarde, hacer esperar a las demás. Y allí están y pronto sabremos quiénes son.
Natasha la ve llegar desde una ventana y piensa que ya han estado una media hora juntas. Después, al terminar la sesión, cuando nosotros los lectores casi hayamos terminado el libro, las verá irse desde la misma ventana por donde las vio llegar. En ese momento pensará, que al final todas las mujeres tienen la misma historia que contar (Página 301).
En el intermedio de esas dos miradas, la de la llegada y la de la despedida, las mujeres se despojan de sus lastres y nos hacen testigos de sus historias. Cada una cargando con quien inevitablemente es, como dice la misma Natasha (Página 13).
Las edades de las nueve mujeres varían y van desde una que tiene 19 años hasta la mayor que tiene ya 75, varía también su nivel educativo, su posición social, su estado civil y muchas otras cosas que las hacen distintas, pero las une la necesidad de contarse, de sentirse escuchadas, de revelarse, de aliviarse un poco de esa carga que es la vida.
Francisca es la primera en hablar, Natasha se lo ha pedido, aunque ella dice no saber la razón, y quizás especula que se debe a que ésta lleva más tiempo viendo a Natasha. Francisca tiene 42 años (ni joven ni vieja, ni chicha ni limonada) y afirma que está allí por odio y el odio, dice, cansa y una nunca se acostumbra a él (Página 17).
Ella piensa que tiene un nombre corriente y según dice le va bien en la vida, trabaja en una inmobiliaria de la que es socia; donde es arquitecta. Se define como una esposa fiel y tiene tres hijas. A veces tiene sexo y a veces también, dice, le da harta flojera hacerlo, y afirma que su marido la considera una mujer fría.
El otro macho de su casa es su gato, quien duerme con ella, y asegura que vale la pena tenerlo, al igual que su marido, pues ambos la quieren.
De su madre piensa que no la quería y aunque ella trató de ganarse su afecto siendo la mejor en las clases, en los deportes, en el hogar, nada funcionó; pues el favorito de su madre era su hermano mayor, Nicolás, quien murió joven y por eso lo odió. Frente al fracaso por ganarse el cariño de su madre, Francisca se inventó la compañía de una ángel con la cual hablaba mucho.
Su abuela materna huyó con su familia de la Revolución Bolchevique, en París se volvió aficionada al juego, y cuando se acabó su fortuna se casó con su abuelo, un diplomático chileno, que se la llevó a vivir a Viña del Mar donde había un casino, para después fallecer.
Durante un año su familia se fue a vivir a Nueva York, y ella se dedicó a ver museos y la arquitectura de la ciudad. En esa ciudad su madre se volvió loca, aunque regresó con ellos a Chile, y por un tiempo pareció que todo estaba normal hasta que un día su madre se fue para siempre.
Francisca terminó su carrera, se casó, pero le daba miedo la maternidad, pues temía ser como su madre; de modo que se esmeró por luchar contra esa posibilidad, y tuvo tres hijas y confiesa haber puesto mucho empeño en ser una buena mamá, como dicen en Chile.
Un día, cuando ya su padre se había vuelto a casar y vivía en Nueva York, lo fue a visitar y una cineasta amiga le dijo que había encontrado a su madre, ella entonces fue a su casa en Connecticut y vio una película sobre una vagabunda, la cual resultó ser su madre. Francisca regresa a Chile con ese secreto y a veces llora de rabia y de odio por no tener el valor de ir a rescatarla. El odio, afirma, es imposible de disimular, lo tiñe todo (Página 43).
En el fondo dentro de esa normalidad que es su existencia, y ante su familia, lo que Francisca siente es una parálisis.
La otra vida que quiero resumir es la de Mané, la mayor de las diez mujeres. Ella afirma que su biografía se parece a la del personaje de Norma Desmond, la protagonista de la película Sunset Boulevard de 1950 y que fue dirigida por Billy Wilder y protagonizada por la actriz Gloria Swanson.
Mané nació en Quillota, una pequeña localidad de la Quinta Región de su país, y gracias a la influencia de la directora de su liceo, quien apreciaba su capacidad para la actuación, además de que era una chica bonita, se pudo ir para Santiago a estudiar teatro. Ella afirma que la capital era otra ciudad en ese entonces; una urbe segura, sin tráfico, entretenida. La vida, afirma, era muy austera entonces; Chile era un Estado pobre, encerrado en sí mismo. Y a Mané se le figuraba que su país era como uno de esas naciones socialistas de la Europa del este.
Ya en Santiago conoció a un poeta, el que después sería su esposo, a quien ella llama El Rucio. Se casaron a los seis meses de conocerse; y aunque Mané era muy insegura, su vida en el teatro iba bien. Nunca tuvo hijos y de eso se arrepiente, dice, aunque en ese momento, afirma, solo le importaba el arte.
Ella y su marido pasaban tiempos económicos difíciles, pero un día le dieron el papel de Blanche en la obra Un tranvía llamado deseo. Se preparó mucho y en la jornada del estreno estuvo soberbia; pero esa misma noche un autobús atropelló a su marido cuando iba al teatro a verla actuar. Y Mané se quedó en un estado de shock al enterarse. Y nunca volvió a ser la misma.
Después de esto se entregó al alcohol, a los hombres y al teatro, en ese orden, según lo confiesa (Página 54). Salió de la crisis gracias a que su cuñada les avisó a sus padres que fueron por ella y se la llevaron de regreso a Quillota. Allá se recuperó y retornó a Santiago buscando otra oportunidad, incluso pensando en la posibilidad de volver a contraer matrimonio. Buscaba volver al teatro, pero todos la ignoraban, y alguien incluso crudamente le dijo: “no tenemos papeles para tu edad” (Página 57). Y por eso mismo Mané piensa que su vida se parece a la historia que relata la película Sunset Boulevard. Entonces su cuñada volvió a ser su Ángel de la Guarda y le sugirió que se metiera a la academia a dar clases de actuación, y por allí fue como logró nuevamente tener un trabajo y después con los años, obtener una pobre pensión que le permite sobrevivir cada vez más austeramente.
Entre las cosas buenas que nos comparte está la certeza de que ella amó y que fue amada, por raro que parezca, pues no todas las mujeres tendrían esa suerte.
Y entonces es cuando empieza a hablar de la vejez. Ser vieja, afirma, es estar cansada siempre, pero lo peor es el deterioro físico que empieza por el cuello, y le siguen los labios y después se descompone lo demás.
Luego nos enteramos que Natasha no le cobra a Mané la terapia o más bien que las personas ricas pagan por las más pobres y por este camino la autora hace una evaluación de las disparidades que existen en Chile entre las distintas clases sociales que lo conforman. Y termina por afirmar que los pobres la tienen muy difícil en su país, y yo añado que en todas partes.
La siguiente en contar su historia es Juana, una madre soltera de 37 años, aunque aparente más, ella trabaja en un salón de belleza y, al igual que Mané, vive siempre apretada de dinero; se trata de una persona que padece el Desorden de Déficit de Atención (ADD, por sus siglas en inglés), y a quien le tira mucho el sexo y la cual ha tenido bastantes parejas, pero todas se le han ido. Lo más grave en su vida, sin embargo, es que su mamá sufrió un derrame cerebral y que su única hija ha sido diagnosticada como bipolar. Por este camino, como es comprensible, Juana perdió la alegría de respirar.
La historia que sigue es de Simona, una feminista de 61 años, socióloga, egresada de la Pontificia Universidad Católica de Chile. Le sigue Layla, Luisa, Guadalupe, Andrea, Ana Rosa y por último interviene Natasha.
A quienes se atrevan con el libro, les puedo asegurar que cada una de estos argumentos los pondrán a pensar en sus propias existencias, en las vidas de quienes los rodean, de los seres que conocemos en el trabajo, en la escuela, pues todas son tramas aleccionadoras.
Estoy seguro que el buen lector descubrirá en esta novela feminista algo muy profundo, un asunto que va más allá de simples historias de hembras, que si bien son contadas por mujeres para otras mujeres, nos tocan de cerca a nosotros los hombres en nuestro papel de hijos, hermanos, esposos, amantes, padres, amigos, compañeros de trabajo.
Este es un libro tierno y a la vez cruel por el tipo de vidas de sus protagonistas, porque las dificultades de cada una va más allá de la clase social, de la edad, de la belleza y se centra en el hecho de ser hembra. Así, y a través de esta ficción literaria, nos asomamos a la ventana de lo femenino y quizá eso nos ayude a comprender y a solidarizar con las mujeres. Por otra parte, su argumento es emotivo y fácil de leer.
Para mí se trata de la misma Marcela Serrano que dejé de leer cuando vivía en México y que ahora retomo al regresar a casa, después de terminar un semestre más de clases.
Para ellas, para todas las mujeres del mundo, que constituyen más de la mitad del género humano mi solidaridad, mi respeto y mi admiración profunda.
Ojalá el lector disfrute el libro tanto como yo lo he hecho.
Sergio Inestrosa (San Salvador, El Salvador, 1957) es profesor de español y de asuntos latinoamericanos en el Endicott College, Beverly, de Massachusetts, Estados Unidos.
Crédito de la imagen destacada (fotografía a Marcela Serrano): Por Jeosm, en Zenda (https://www.zendalibros.com/)