La obra transita entre el delicado límite del testimonio -un género polémico que implica una presencia indirecta por parte de su autor-, y, a la par, la recopilación, en el sentido de edición y de veracidad en torno a un hecho histórico trágico y terrible como lo fue el Holocausto judío, perpetrado por la Alemania nacionalsocialista, durante la Segunda Guerra Mundial.
Por Nicolás Poblete Pardo
Publicado el 17.9.2018
El tatuador de Auschwitz, de Heather Morris, es una historia de perseverancia, de resiliencia, situada en uno de los escenarios más macabros del siglo XX: Auschwitz. En el campo de concentración encontramos a la pareja protagonista, ambos judíos deportados desde Europa del Este. Es una historia clásica de amor hacia otro y las circunstancias ya han sido motivo de otras producciones. En este caso, la novela transita en el delicado límite del testimonio, un género polémico que implica una presencia indirecta por parte de su autor, y, a la par, recopilación, sentido de edición y de veracidad.
La literatura testimonial ha visto hitos significativos: la controversia de Rigoberta Menchú, quien junto a Elizabeth Burgos, dio a conocer la catástrofe guatemalteca desde el lugar indígena con su Me llamo Roberta Menchú y así me nació la conciencia. Ese libro posicionó la polémica sobre este registro que comenzaba a proliferar: ¿Cuál es la autoridad de la narración? ¿Cómo se posiciona el texto dentro del mercado editorial? ¿Cuáles son las licencias que este género se puede tomar; sus alcances…? Estas son preguntas que este tipo de “ficción” provoca. Si me permiten hablar, testimonio de Domitila, una mujer de las minas en Bolivia, Hasta no verte Jesús Mío, de la mexicana Elena Poniatowska, El padre mío, de Diamela Eltit, y, por supuesto, Biografía de un cimarrón, clave en la narrativa testimonial, por mano del cubano Miguel Barnet, son ya clásicos.
Algo semejante ocurre con El tatuador de Auschwitz. En la nota de la autora, ella señala que la historia tomó tres años en desenredarse, y hubo cierta resistencia por parte del protagonista; su entrega comenzó de manera reacia hasta que finalmente se entregó al relato. Morris concluye su nota diciendo que este trabajo es una historia de dos personas comunes y corrientes, viviendo en un momento extraordinario. Es ese contexto extraordinario el que ofrece un nuevo prisma a una historia ya familiar (para muchos). Algunos detalles que dan luz a las reglas que imperaban en Auschwitz son novedosas. Por ejemplo, la descripción de las diversas “castas” que existían dentro del campo, estratificadas a través de triángulos: el verde es el peor, explica Andor, un refugiado que carece de todo color; los que portan el triángulo verde son asesinos, violadores; son buenos guardias porque son personas horribles; otros, presos ahí por sus visiones políticas anti-germánicas, llevan un triángulo rojo. Los que portan el triángulo negro son bastardos holgazanes y no duran mucho en el campo. Finalmente están los que llevan una estrella amarilla: su crimen es ser judíos. Andor le explica a Lale que su categoría es otra, “simplemente somos el enemigo”, comenta, intentando revelar por qué él no tiene ningún triángulo pegado a su ropaje.
De hecho es Pepan, el improbable prisionero, un académico de París, detenido por boca-tarro, según dice, quien percibe el aura del héroe: “Me intrigas, Lale. Fui atraído hacia ti. Tenías una fuerza que ni siquiera tu cuerpo enfermo pudo esconder”, dice mientras le relata cómo Lale se salvó por un pelo de su enfermedad, tras lo cual prácticamente se le daba por muerto. Es Pepan quien conduce a Lale hacia su (infame) oficio, con el convincente argumento: “Si no haces tú este trabajo, alguien con menos alma que tú lo hará, y herirá a este gente aún más”. Acá es posible dar rienda suelta al cuestionamiento respecto a los diversos dilemas éticos que enfrentan las víctimas. La voz narrativa explica: “Él también ha elegido mantenerse vivo… al ejecutar un acto de profanación en gente de su propia fe”.
Otros momentos que resaltan por su descripción vívida del campo se anclan a lo más doméstico, como cuando vemos una escasa lluvia como maná del cielo y a Lale abriendo su boca para beber esa preciada, escasa agua que, muchos sobrevivientes dicen, es más deseada incluso que la comida. O el partido de fútbol que sorprende a los presos; un momento de alegría, festejo en ese entorno resulta en escenas desfamiliarizantes, de una patética belleza. Mientras comienzan el segundo tiempo, y los judíos entienden que no pueden ganar el partido, las cenizas de los crematorios caen sobre los jugadores y los espectadores. Los crematorios están trabajando de lleno y no serán interrumpidos por el deporte.
Pero la historia es, finalmente, un relato de amor (es altamente posible una versión cinematográfica). Este es un amor de opuestos, y eso es lo que hace interesante la interacción, pues hay un vaivén que distingue cada personalidad. Frente al optimismo casi ciego de Lale, Gita Furman, la prometida, mantiene un tono cínico, realista, cortante, que la transforma en un personaje más complejo psíquicamente: Cuando Lale consigue hablar con ella y preguntarle su nombre, Gita responde: “Soy solo un número. Deberías saber eso. Tú me lo diste”, espeta refiriéndose al momento en que Lale le tatúa el número en su brazo, momento de comunión que sella el pacto sin palabras entre ellos. Cuando Lale le explica su bagaje, nombra a sus parientes y se presenta a sí mismo formal, elocuentemente, Gita responde: “Yo soy el prisionero 34902 en Birkenau, Polonia”.
Lale Sokolov es un protagonista idóneo para una narración de este corte: él ostenta un sentido de generosidad que lo impulsa y motiva; su comportamiento es una apuesta inconsciente que resulta finalmente retribuida. Gracias a recientes investigaciones en el campo de la neurociencia, sabemos que el comportamiento “generoso” es genético, como ha demostrado Ariel Knafo, quien se ha dedicado a investigar el “gen de la generosidad”. Entonces, si algo falta considerar en esta novela es el factor “suerte”, que no se valida enteramente, porque restaría estirpe a los gestos altruistas de Lale, a las aspiraciones acompañadas de una convicción admirable, aunque (vistas desde otro ángulo) ingenuas. La suerte es una fuerza que no se puede compartir/contagiar; pero un mensaje de perseverancia sí se puede transmitir. Aquí lo que se evita es admitir que, más allá de la reciedumbre de sus protagonistas, su historia es posible gracias al azar.
Nicolás Poblete Pardo es escritor, periodista y PhD en literatura hispanoamericana por la Washington University in St. Louis, Estados Unidos. En la actualidad ejerce como profesor titular de la Universidad Chileno-Británica de Cultura, y su última novela publicada es Concepciones (Editorial Furtiva, Santiago, 2017).
Crédito de la imagen destacada: Planeta de Libros, Argentina.