El autor oriental -galardonado con el Premio Nobel de Literatura 2012- ha constituido un universo multifacético, atravesado por extrañas complejidades con una fuerza arrolladora, con una descripción intensa, profunda, a partir de los conflictos sicológicos de cada uno de los personajes, todos ellos desprovistos como están de los más esenciales medios que sustentan una vida digna, y cuyos desenlaces se entretejen como un abanico que los envuelve y sofoca al mismo tiempo.
Por Juan Mihovilovich
Publicado el 1.8.2019
«¿Qué es más importante? ¡Dime! ¿Hablar de los pensamientos de Mao Zedong o llenarse la barriga como un cerdo?».
Mo Yan
El premio Nobel de literatura 2012, el chino Mo Yan, ha cimentado una novela a partir de dos ejes fundamentales: por un lado, la épica de construir una carretera como símbolo de la revolución cultural encabezada por Mao Zedong que apunta a la realización de una utopía en la tierra y, por otro lado, la estructuración de ese símbolo a partir de la miseria de un pueblo que comenzaba una oscura etapa de migración campesina, con el inevitable sojuzgamiento y control individual y colectivo.
Yang Liujiu aparece entonces como el personaje central. Es el jefe de la obra en construcción que agrupa a centenares de trabajadores que la ejecutan en condiciones poco menos que deplorables. Unido a su égida autoritaria deambulan como apegados al destino prefijado otros tres personajes que resultan determinantes: el viejo jorobado Liu, encargado de la comida; Lai Shu un jugador empedernido y carente de escrúpulos; y, finalmente, el pequeño Sun, quien aparece como un ente singular aparentemente desprovisto de voluntad y que se encarga de la matanza de perros para poder nutrirse de mejor manera y no depender exclusivamente de escuálidas verduras o de la continua ingestión de roedores.
La trama avanza en paralelo con la edificación de la carretera. Mo Yan tiene la virtud de colocar al lector en planos simultáneos, ya que mientras subyace dicha obra como el fin predeterminado por la revolución cultural maoísta, en su seno se despliegan las peores adversidades y perversiones a que los seres humanos se ven sometidos sin opciones posibles de cambios, porque las alternativas únicas son la sobrevivencia en un ambiente hostil, carente de solidaridad humana, despojado en lo absoluto de otra expectativa que no sea la de superar las propias limitaciones personales con el engaño, la maldad, el egoísmo y la sujeción inevitable a un capataz que ejecuta las órdenes superiores como parte de un engranaje lejano, desconocido, pero que no es posible obviar, so pena de perecer en el intento.
Así el viejo jorobado Liu, a medida que se entrelaza con la vida presente tiene la impresión de reconocer en una jovencita que los provee de verduras, cebollines y puerros a quien fuera su hija hace muchos años. Esa idea obsesiva lo persigue al tiempo que realiza sus labores habituales. En ese devenir retrospectivo ve a quien fuera su mujer, vivencia el nacimiento de la hija y sufre con el engaño y abandono de la cónyuge con un joven gallardo y apuesto, en clara contraposición con sus propias deficiencias físicas. El peso de su insuficiencia corporal es un signo metafórico de la crueldad con que su incapacidad es percibida por el resto. Fruto de burlas y escarnios padece su deformación oculta en una cocina transitoria, desde donde procura alimentar al resto de los campesinos empeñados en acabar una obra que no entienden ni les favorece, pero que les representa el nuevo sistema sociopolítico, cultural y económico.
En esa perspectiva el capataz Yang Liujiu maneja los hilos del campamento sometido a su vez a un comandante que parte y a un reemplazante que hace ostentación de su arrogancia, al tiempo que enamora a la supuesta hija de Liu. Sin embargo, es la posterior ausencia del capataz la que va degenerando en un descontrol casi total.
Antes el pequeño Sun robará uno de los perros de la exuberante y voluptuosa Bai Quiomai, quien vende a diario el tofu para la comida de los trabajadores, y cuya toma del animal deriva en una orgiástica ingestión. Ella –Bai Quiomai- cohabita en un rancho cercano con su pareja desahuciada por una enfermedad desconocida y Yang Liuju se obsesiona de tal modo con poseerla que elucubra aviesas maniobras para lograr su fin.
La muerte del can y su deglución por todos los trabajadores desata una violencia soterrada y que estaba virtualmente latente. Las agresiones de Li Shu hacia el pequeño Sun ocupan parte significativa de la trama final, pero solo evidencian el mal inserto en cada uno de aquellos seres destinados a cumplir el rol de jornaleros obligados, sometidos a una voluntad representada por Yang Liuju, pero que en su fuero interno ven y sienten como la extensión de una especie de mano invisible que maneja sus días y sus horas a cambio de una existencia miserable y privada de futuro.
La parodia de la construcción es un emblema que sustenta una ideología que manejan los más cercanos al régimen ya instaurado y la repetición de frases clichés y consignas aprendidas de memoria son parte del miedo con que se asumen las tareas cotidianas. Tal es así que Mo Yan representa de modo notable la estructuración de ese nuevo mundo a partir de la llegada inicial de jovencitos revolucionarios que no superan los quince años y que acceden a la obra a representar teatralmente las bondades del comunismo y la palabra de Mao Zedung como irrebatible, endiosada al extremo y, por ende, obedecida como un ritual religioso.
Así y todo, no obstante tratarse de una novela que incursiona descarnadamente en las más bajas pasiones del ser humano, donde el robo, los asesinatos impunes, ciertos grados de locura que atraviesa a casi todos los personajes, unidos a una indiscriminada violencia sobre los animales y una desatada violencia sexual, es posible advertir entre líneas ciertas y esporádicas acciones de bondad, de una belleza ocasional y de algún grado de secreta esperanza y redención.
Mo Yan ha constituido un universo multifacético, atravesado por extrañas complejidades con una fuerza arrolladora, con una descripción intensa, profunda, a partir de los conflictos sicológicos de cada uno de los personajes, todos ellos desprovistos como están de los más esenciales medios que sustentan una vida digna, y cuyos desenlaces se entretejen como un abanico que los envuelve y sofoca al mismo tiempo.
Sin duda, una gran novela del Premio Nobel chino que realza su prestigio como uno de los grandes narradores modernos.
Juan Mihovilovich Hernández (Punta Arenas, 1951) es un importante poeta, cuentista y novelista chileno de la generación de los ’80 nacido en la zona austral de Magallanes. De profesión abogado, se desempeña también como juez de la República en la localidad de Puerto Cisnes, en la Región de Aysén. Asimismo, es miembro correspondiente de la Academia Chilena de la Lengua y redactor estable del Diario Cine y Literatura.
Imagen destacada: El escritor chino Mo Yan (1955).